Brunetti asintió.

– ¿Brunetti? -preguntó Patta bruscamente.

– ¿Sí, señor?

– ¿Por qué no toma nota?

Brunetti se permitió una finísima sonrisa.

– Oh, yo nunca olvido nada de lo que usted dice, señor.

Patta optó por tomar la respuesta al pie de la letra.

– No me creo eso de que la mujer no llegara a hablar con él. La gente no empieza a hacer una cosa para luego dejarla sin terminar. Estoy seguro de que aquí tenemos algo. Probablemente, algo relacionado con la diferencia de edad. -Corría el rumor de que Patta había estudiado dos cursos de psicología en la Universidad de Palermo antes de cambiar a derecho. De todos modos, se licenció sin haber destacado excesivamente como estudiante y, poco después y a consecuencia de lo mucho que destacaba su padre en el partido democratacristiano, fue nombrado vicecomisario de policía. Y ahora, al cabo de más de veinte años, era vicequestore de la policía de Venecia. Ahora que, al parecer, Patta había terminado de dar órdenes, Brunetti se preparó para lo que venía a continuación, el discurso sobre el honor de la ciudad. Como la noche sigue al día, siguieron a este pensamiento las palabras de Patta:

– Quizá usted no lo comprenda, comisario, pero ese hombre era uno de los artistas más famosos de nuestra era. Y lo mataron aquí, en nuestra Venecia… -nombre que siempre sonaba un poco ridículo pronunciado por Patta, con su acento siciliano-. Hemos de hacer todo cuanto esté en nuestra mano para que este crimen sea esclarecido. No podemos consentir que manche la reputación, el honor, de nuestra ciudad. -Había momentos en los que Brunetti estaba tentado de tomar nota de lo que decía aquel hombre.

Mientras Patta seguía perorando, Brunetti se dijo que, si hablaba de la gloriosa historia musical de la ciudad, aquella tarde llevaría flores a Paola.

– Ésta es la ciudad de Vivaldi. Aquí estuvo Mozart. Estamos en deuda con el mundo de la música. -Lirios, pensó; eran las flores que más le gustaban. Y los pondría en el jarrón azul de Murano.

– Quiero que lo deje todo y que se dedique por entero a este caso. He repasado las listas de servicio -prosiguió Patta, y Brunetti se sorprendió de que el otro conociera siquiera su existencia-, y le he asignado dos hombres para que le ayuden.

«Que no sean Alvise y Riverre, y le llevaré dos docenas.»

– Alvise y Riverre. Son dos buenos elementos, muy concienzudos. -Traducido libremente: leales a Patta-. Y quiero progresos. ¿Entendido?

– Sí, señor -respondió Brunetti suavemente.

– Bien. Eso es todo. Ahora tengo trabajo, y estoy seguro de que a usted no le faltarán cosas que hacer.

– No, señor -dijo Brunetti, levantándose y yendo hacia la puerta. Se preguntaba cuál sería el último disparo. ¿No había pasado Patta sus últimas vacaciones en Londres?

– Y buena caza, Brunetti.

Efectivamente, Londres.

– Gracias, señor -respondió el comisario quedamente, al salir del despacho.


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