– ¿Quién podía desear su muerte? -preguntó Brunetti.

– Vas derecho al grano, ¿eh? No me sorprende que Paola capitulara tan pronto. En respuesta a tu pregunta, puedo decir que la lista de nombres es tan larga como la guía telefónica. -Dejó de hablar un momento y presentó el vaso en demanda de whisky. Brunetti escanció una dosis generosa, luego se sirvió a sí mismo y, por último, menor cantidad, a Paola-. ¿Quieres que te la dé cronológicamente, por nacionalidades o desglosada por tipo de voz o preferencia en materia de sexo? -Dejó el vaso en el brazo del sillón y prosiguió lentamente-: Wellauer tenía una larga historia, y las razones por las que la gente lo odiaba se remontan a tiempos lejanos. Probablemente, habréis oído el rumor de que fue nazi durante la guerra. Puesto que nada podía hacer para detenerlos, como buen alemán que era, simplemente, se desentendió de ellos. Y a nadie pareció importarle. En absoluto. A nadie le importan ya esas cosas. Ahí tenéis a Waldheim.

– He oído rumores -dijo Brunetti.

Padovani tomó un sorbo mientras elegía las palabras.

– Bien. ¿Qué os parece si procedemos por nacionalidades? Puedo nombraros por lo menos a tres norteamericanos, dos alemanes y media docena de italianos que estarán encantados de saberlo muerto.

– Eso no significa forzosamente que hubieran llegado a matarlo -dijo Paola.

Padovani asintió concediéndole la razón en esto. Se quitó los zapatos, dobló las rodillas y se sentó encima de sus pies. El podía abominar del gusto de la condesa, pero nunca ensuciaría su nuevo brocado.

– Que era un nazi es indiscutible. Su segunda mujer se suicidó, lo cual puede interesarte. La primera lo plantó a los siete años de matrimonio y, a pesar de que el padre era uno de los hombres más ricos de Alemania, Wellauer se avino a concederle el divorcio en condiciones más que generosas. En aquel entonces se habló de cosas sórdidas, cosas sórdidas de índole sexual, pero eso fue cuando todavía se creía que las cosas de índole sexual podían ser sórdidas. Antes de que me preguntéis, os diré que no sé qué cosas eran.

– ¿Nos lo dirías si lo supieras? -preguntó Brunetti. Padovani se encogió de hombros.

– Pasemos ahora al terreno profesional. Era un chantajista notorio en materia sexual. Una lista de las sopranos y mezzosopranos que han cantado con él os daría una idea: jóvenes anónimas y prometedoras que un buen día interpretaban una Tosca o una Dorabella y de las que no volvía a hablarse. Pero era tan buen director que se le permitían estas veleidades. Además, la mayoría de la gente no distingue entre un gran cantante y un cantante sólo competente, de modo que pocos se daban cuenta, y a otra cosa. Y tengo que reconocer que todas eran, por lo menos, competentes. Algunas llegaron a ser grandes cantantes, pero probablemente también lo hubieran sido sin él.

Esto no le parecía a Brunetti razón suficiente como para provocar un asesinato.

– A unos los ayudó, pero a otros los hundió, especialmente hombres y mujeres jóvenes de tendencias similares a las mías. El maestro se creía irresistible para cualquier mujer. Yo, en tu lugar, investigaría la cuestión sexual. Tal vez no esté ahí la respuesta, pero parece un buen sitio para empezar. De todos modos, eso podría ser simple consecuencia de una exposición excesiva a este medio -dijo señalando con el vaso el enorme televisor que se alzaba delante de ellos.

Pareció comprender lo insatisfactorio de su información, y agregó:

– En Italia hay por lo menos tres personas que tenían buenas razones para odiarle. Pero ninguna está en condiciones de haberle causado daño alguno. Una canta en el coro de la compañía de ópera de Bari. Hubiera podido llegar a ser un importante barítono verdiano, de no haber cometido el error, en los atroces sesenta, de no ocultar al maestro sus preferencias sexuales. Incluso dicen que se insinuó al propio maestro, aunque me cuesta creer que pueda haber alguien tan cretino. Probablemente, es una fábula. Cualquiera que fuera la razón, se afirma que Wellauer dio su nombre a un periodista amigo suyo, y al poco tiempo empezó la campaña. Por eso hoy este hombre canta en Bari. En el coro.

»La segunda persona da clases de teoría en el conservatorio de Palermo. No sé a ciencia cierta qué hubo entre ellos. Era un director joven que había tenido muy buena prensa hasta que, hace diez años, tras unos meses de críticas devastadoras, su carrera se truncó. Reconozco que de este caso no tengo información directa, pero se mencionó el nombre de Wellauer en relación con las críticas.

»El tercer caso es un eco lejano en la memoria del chismorreo, pero se refiere a una persona que, según se dice, vive aquí. -Al ver su gesto de sorpresa, rectificó-. No aquí, en el palazzo . En Venecia. Pero no creo que esté en condiciones de haber hecho nada, ya que tiene casi ochenta años y dicen que nunca sale de casa. Y no estoy seguro de conocer bien el caso, ni siquiera de recordarlo.

Al ver la expresión de Paola, levantó el vaso y explicó en tono de disculpa:

– Es este mejunje. Destruye las neuronas. O se las come. -Agitó el licor en el vaso y se quedó mirando las pequeñas olas, como si esperase que desataran la marea de los recuerdos.

»Os diré lo que recuerdo, o creo recordar. Se llama Clemenza Santina. -Al ver que sus oyentes no daban señales de reconocer el nombre, explicó-: Era una soprano muy famosa antes de la guerra. Su historia se parece a la de la norteamericana Rosa Ponselle: fue descubierta cantando en un music-hall con sus dos hermanas, y a los pocos meses actuaba en la Scala. Tenía una de esas voces naturales, perfectas, que aparecen muy de tarde en tarde. Pero no grabó nada, por lo que lo único que queda es el recuerdo que conservan los que la oyeron cantar. -Observó que daban señales de impaciencia y volvió al tema-. Hubo algo entre ella y Wellauer, o entre Wellauer y una de las hermanas, no recuerdo qué, ni quién me lo contó, pero es posible que ella tratara de matarlo o lo amenazara, -Agitó el vaso, y Brunetti observó lo borracho que estaba-. Bueno, lo cierto es que mataron a alguien, o se murió, o quizá sólo hubo amenazas. Quizá me acuerde por la mañana. O quizá no sea importante.

– ¿Qué te ha hecho pensar en ella? -preguntó Brunetti.

– El que cantara La Traviata con él. Antes de la guerra. Alguien, no recuerdo quién, me dijo que hace poco habían tratado de hacerle una entrevista. Déjame hacer memoria. -Volvió a consultar con el vaso y de nuevo el recuerdo llegó flotando-. Narciso, eso es. Hacía un reportaje de grandes cantantes del pasado, y fue a verla, pero ella no quiso hablar con él, y estuvo muy desagradable. Ni siquiera le abrió la puerta, creo que me dijo. Y entonces me contó lo que había averiguado sobre ella y Wellauer, antes de la guerra. En Roma, creo.

– ¿Te dijo dónde vive?

– No. Pero puedo llamarle por la mañana y preguntárselo.

O el alcohol o la fase de languidez en que había entrado la conversación habían apagado la chispa de Padovani, que ahora, a los ojos de Brunetti, a medida que iba perdiendo vivacidad, se convirtió en un hombre de mediana edad con una barbita poblada y una barriga incipiente, sentado con las piernas debajo del cuerpo y enseñando dos dedos de pantorrilla por encima de los calcetines de seda negra. El comisario observó que Paola parecía cansada, ¿o quizá era sólo la fatiga de mantener una charla chispeante con su antiguo compañero de universidad? El propio Brunetti se encontraba en el punto crucial en el que lo situaba el alcohol: si seguía bebiendo, pronto se sentiría confuso y alegre y, si dejaba de beber, estaría despejado y sombrío. Optó por la segunda posibilidad y dejó el vaso en el suelo, debajo de la silla, seguro de que algún criado lo encontraría antes de la mañana.

También Paola dejó el vaso y adelantó el cuerpo hacia el borde del asiento. Miró a Padovani, esperando que se levantara, pero él esbozó un ademán de despedida, agarró la botella de encima de la mesa y se sirvió un buen trago.

– Terminaré esto antes de volver a la jarana.

Brunetti se preguntó si estaría él tan cansado de aquella charla burbujeante como parecía estarlo Paola. Los tres intercambiaron unas cuantas trivialidades ingeniosas y Padovani prometió llamarles por la mañana, si conseguía la dirección de la soprano.

Paola llevó a Brunetti por el laberinto del palazzo , de regreso hacia la luz y la música. Ahora había más gente en el salón principal y la música había subido de volumen, para mantenerse al nivel de la conversación.

Brunetti miró en derredor, intuyendo un aburrimiento anticipado al ver y oír a todas aquellas personas bien vestidas, bien alimentadas y bien informadas. Intuyó que Paola percibía su estado de ánimo y estaba a punto de sugerir que se fueran cuando descubrió a una conocida. De pie en la barra, con el cigarrillo en una mano y la copa en la otra, estaba la doctora que había reconocido a Wellauer y dictaminado su muerte. En aquella ocasión, Brunetti ya se había preguntado cómo una persona que llevaba pantalón vaquero podía sentarse en la platea. Ahora vestía, poco más o menos, al mismo estilo: pantalón gris y chaqueta negra, con una falta de interés por su aspecto que Brunetti hubiera creído imposible en una italiana.

Dijo a Paola que había visto a una persona con la que deseaba hablar y ella le respondió que buscaría a sus padres para darles las gracias. Se separaron y él cruzó el salón hacia la doctora, cuyo nombre había olvidado. Ella no trató de disimular que se acordaba de quién era él.

– Buenas noches, comisario -dijo cuando él estuvo a su lado.

– Buenas noches, doctora -respondió él, y agregó, como si ya hubieran rendido tributo suficiente a los formulismos-: Me llamo Guido.

– Y yo, Bárbara.

– Qué pequeña es la ciudad -observó él, amparándose en la banalidad de la observación para eludir, hombre ceremonioso, la decisión de usar el tu o el lei .

– Antes o después, todos acabamos por encontrarnos -convino ella, rehuyendo el tratamiento con no menos habilidad.

Decidiéndose por el más ceremonioso lei , él dijo:

– Tendrá que perdonarme por no haberle dado las gracias por su ayuda la otra noche.

Ella se encogió de hombros y preguntó:

– ¿Acerté el diagnóstico?

– Sí -respondió Brunetti, pensando en cómo habría podido ella no enterarse de algo que habían publicado todos los periódicos del país-. Estaba en el café, como usted dijo.

– Me lo figuraba. Pero tengo que confesar que reconocí el olor gracias a las novelas de Agatha Christie.


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