CAPÍTULO I
El tercer aviso, que anunciaba que iba a continuar la ópera, sonó discretamente en los salones de descanso y los bares del teatro La Fenice. El público apagó los cigarrillos, apuró las copas, concluyó las conversaciones y se dispuso a volver a sus localidades. En la sala, brillantemente iluminada durante el entreacto, se oía el sordo bullicio de los que entraban. Aquí refulgía una joya, allí una estola de visón se ceñía a un hombro desnudo o una uña sacudía una mota de polvo de una solapa de satén. Primero se llenaron los pisos, después la platea y, por último, las tres hileras de palcos.
Menguaron las luces, quedó en penumbra la sala y renació la expectación creada por la representación en curso, mientras el público esperaba que el director de orquesta volviera a subir al podio. Poco a poco, se apagó el murmullo de voces, cesó el rebullir de los músicos y se hizo el silencio total que anunciaba la disposición de la concurrencia a presenciar el tercer y último acto.
El silencio se dilataba, se hacía más denso. En el primer anfiteatro sonó una tos, seguida de un golpe seco de un libro, o de un bolso, contra el suelo. La puerta del foso de la orquesta seguía cerrada.
Los primeros en ponerse a hablar fueron los músicos. Un segundo violín se inclinó hacia la mujer que tenía a su lado y le preguntó si ya había hecho planes para las vacaciones. En la segunda fila, un fagot dijo a un oboe que al día siguiente empezaban las rebajas de Benetton. El público de los palcos proscenio, que era el que mejor veía a los músicos, no tardó en imitar sus cuchicheos. Otro tanto hicieron a continuación los que llenaban los anfiteatros y, por último, los ocupantes de las butacas de platea, como si los más ricos fueran también los más reacios a permitirse esta falta de disciplina.
El murmullo crecía. Pasaban los minutos. De pronto, se ahuecaron los pesados pliegues del telón y, por una estrecha abertura del terciopelo verde, apareció Amadeo Fasini, el gerente del teatro, con aire cohibido. El técnico de iluminación que ocupaba la cabina situada encima del segundo piso, desconcertado, decidió enfocarlo con un brillante haz blanco, deslumbrando a Fasini, que hizo pantalla con el antebrazo, como para protegerse de un golpe, y empezó:
– Señoras y caballeros… -se interrumpió y, con la mano izquierda, hizo furiosas señas al técnico que, al percatarse de su error, apagó el foco. Superada su ceguera momentánea, el hombre del escenario volvió a empezar-: Señoras y caballeros, lamento tener que comunicarles que el maestro Wellauer no podrá seguir dirigiendo la orquesta. -En la sala crecían los cuchicheos, se volvían cabezas y crujían sedas, pero él prosiguió, ajeno al ruido-: Ocupará su lugar el maestro Longhi. -Antes de que el murmullo del público ahogara su voz, Fasini preguntó en tono estudiadamente tranquilo-: ¿Hay algún médico en la sala?
Siguió a la pregunta una larga pausa, y los asistentes empezaron a mirar en derredor: ¿quién se ofrecería? Transcurrió casi un minuto. Por fin, en una de las primeras filas de platea, se levantó una mano lentamente y una mujer se puso en pie. Fasini hizo una seña a uno de los acomodadores que estaban al fondo de la sala, y el joven se adelantó rápidamente hasta el extremo de la fila donde se encontraba la mujer.
– Dottoressa -dijo Fasini con una voz que hacia pensar que era él quien necesitaba asistencia médica-, tenga la bondad de subir a los bastidores. El acomodador la acompañará.
El gerente levantó la mirada hacia la parte alta de la oscura sala, trató de sonreír, no pudo y abandonó el intento.
– Les ruego, señoras y caballeros, que disculpen el percance. Continúa la representación.
Fasini dio media vuelta y empezó a bracear, buscando la abertura del telón por la que había salido. Unas manos invisibles le despejaron el camino y el hombre se encontró en la destartalada buhardilla en la que pronto moriría Violetta. A su espalda, en la sala, oyó los discretos aplausos que saludaban al director suplente que acababa de subir al podio.
Rodeó a Fasini una multitud de cantantes del coro y tramoyistas, tan curiosos como el público y mucho más inquisitivos. Normalmente, lo elevado de su posición eximía a Fasini del trato con estos modestos miembros del elenco, pero ahora no pudo escapar a sus preguntas y cuchicheos.
– No es nada, no es nada -dijo sin mirar a nadie, y agitó las manos, tratando de ahuyentar del escenario a aquel tropel de gente. Estaba terminando el preludio y pronto se abriría el telón y aparecería Violetta, que estaba ahora sentada con aire nervioso en el borde del camastro situado en el centro de la escena. Fasini redobló la energía de sus ademanes, y cantantes y tramoyistas despejaron el escenario, aunque siguieron cuchicheando entre bastidores. Él les lanzó un furioso «Silenzio » y se quedó esperando a que la orden surtiera efecto. Cuando vio que el telón empezaba a abrirse, salió por la derecha, donde se reunió con el director de escena y la doctora. Ésta era una mujer bajita, de pelo negro, que estaba debajo de un letrero de PROHIBIDO FUMAR con un cigarrillo sin encender en la mano.
– Buenas noches, doctora -dijo Fasini con una sonrisa forzada. Ella se guardó el cigarrillo en el bolsillo de la chaqueta y le estrechó la mano.
– ¿Qué sucede? -preguntó finalmente en el momento en que, detrás de ellos, Violetta empezaba a leer la carta de pére Germont.
Fasini se frotó las manos con viveza, como si el movimiento pudiera ayudarle a decidir qué decir.
– El maestro Wellauer ha sido… -empezó, pero no encontró una manera satisfactoria de terminar la frase.
– ¿Está enfermo? -preguntó la doctora con impaciencia.
– No, no, enfermo, no -dijo Fasini, que otra vez se quedó sin palabras y volvió a frotarse las manos.
– Quizá sea preferible que lo vea -dijo la mujer en tono de interrogación-. ¿Está en el teatro?
Como Fasini siguiera mudo, ella preguntó:
– ¿Lo han llevado a algún otro sitio?
Esto fue el acicate que necesitaba el gerente.
– No, no. Está en el camerino.
– Entonces vale más que entremos, ¿no?
– Sí, naturalmente, doctora -convino él, alegrándose por la sugerencia. La condujo hacia la derecha, donde había un piano de cola y un arpa cubierta con una funda de un verde desvaído, y a lo largo de un estrecho corredor. Al llegar al fondo, frente a una puerta cerrada, se detuvo. Delante de la puerta había un hombre alto.
– Matteo -empezó Fasini, mirando a la mujer-, la doctora…
– Zorzi -dijo ella escuetamente. No era momento para presentaciones formales.
A la llegada de su superior y de una persona a la que se daba el título de doctora, a Matteo le faltó tiempo para retirarse de la puerta. Fasini se adelantó, entreabrió la puerta, se volvió a mirar por encima del hombro e invitó a la doctora a precederle al interior de la pequeña habitación.
La muerte había desfigurado las facciones del hombre que estaba caído sobre el sillón situado en el centro del camerino. Tenía los ojos muy abiertos al vacío y un rictus feroz en los labios. El cuerpo estaba ladeado y la cabeza, hundida en el respaldo. En la dura y reluciente pechera de la camisa había un reguero oscuro. Al principio, la doctora pensó que era sangre, pero, al adelantarse un paso más, más que ver, olió el café. No menos peculiar era el olor que se mezclaba con el del café: un olor acre a almendras amargas que sólo conocía por referencias.
La doctora Zorzi había visto mucha muerte, y no necesitaba buscar el pulso; no obstante, puso los dedos de la mano derecha debajo de la mandíbula del muerto. Nada. Pero la piel aún estaba caliente. Dio un paso atrás y miró en derredor. En el suelo, delante del hombre, había un platillo y la taza del café que había manchado la camisa. Se arrodilló, arrimó el dorso de los dedos al costado de la taza y la notó fría.
La mujer se irguió y miró a los dos hombres, que se habían quedado en la puerta, contentos de que fuera ella quien se las hubiera con el muerto.
– ¿Han avisado a la policía? -preguntó.
– Sí, sí -musitó Fasini, sin haber oído realmente la pregunta.
– Signore -dijo ella entonces, hablando despacio y en voz lo bastante alta como para hacerse oír con claridad-, yo nada puedo hacer. Esto es asunto de la policía. ¿Los han avisado?
– Sí -repitió el gerente, pero seguía sin dar señales de haber entendido sus palabras. Miraba fijamente al muerto, tratando de medir el horror de lo que veía, la magnitud del escándalo.
Apartándolo bruscamente de un empujón, la mujer salió al pasillo. El ayudante del gerente la siguió.
– Llame a la policía -ordenó ella. Cuando el hombre, después de mover la cabeza afirmativamente, se alejó, ella se metió la mano en el bolsillo, en busca del cigarrillo, lo enderezó y lo encendió. Aspiró el humo profundamente y miró el reloj. La mano izquierda de Mickey estaba entre el diez y el once y la derecha, en el siete. La doctora se apoyó en la pared y esperó la llegada de la policía.