El hombre llegó junto a Brunetti y dijo:

– He pensado que querría usted hablar con los cantantes, señor, y les he pedido que esperasen arriba. Y al director también. No les ha gustado, pero les he explicado lo que había pasado y han accedido. De todos modos, sigue sin gustarles.

«Cantantes de ópera», pensó Brunetti sin darse cuenta. Y repitió el pensamiento conscientemente: «Cantantes de ópera.»

– Bien hecho. ¿Dónde están?

– Están arriba, señor -dijo el agente señalando una escalera que subía a los pisos altos del teatro. Entregó a Brunetti un programa de la función de aquella noche.

Brunetti repasó la lista de nombres, de los que reconoció uno o dos, y empezó a subir la escalera.

– ¿Quién es el más impaciente, Follin? -preguntó cuando llegaron arriba.

– La signora Petrelli, la soprano -respondió el agente, señalando una puerta del fondo del corredor, a la derecha.

– Bien -dijo Brunetti, yendo hacia la izquierda-. Entonces dejaremos a la signora Petrelli para el final. -La sonrisa de Follin hizo que Brunetti se preguntara cómo habría sido la conversación entre el meticuloso policía y la recalcitrante prima donna .

«Francesco Dardi – Giorgio Germont », rezaba la cartulina mecanografiada clavada en la puerta del primer camerino de la izquierda. El comisario dio dos golpes con los nudillos e inmediatamente oyó una voz que decía: «Avanti

Sentado delante del tocador, desmaquillándose, estaba el barítono cuyo nombre había reconocido Brunetti. Francesco Dardi era de corta estatura y tenía un abdomen voluminoso que ahora apretaba contra el borde del tocador al inclinarse hacia adelante para verse en el espejo.

– Perdonen que no me levante, señores -dijo mientras se limpiaba cuidadosamente la sombra del ojo izquierdo.

Brunetti asintió en silencio.

Al cabo de un momento, Dardi interrumpió la operación, miró a los dos hombres por el espejo y preguntó, mientras seguía frotando:

– ¿Y bien?

– ¿Está enterado de lo que ha ocurrido esta noche? -preguntó Brunetti.

– ¿Se refiere a Wellauer?

– Sí.

Como su pregunta no suscitara más que este monosílabo, Dardi soltó la toallita y se volvió, encarándose con los policías.

– Si en algo puedo ayudarles, señores -dijo, mirando a Brunetti.

Esta actitud ya era más del agrado de Brunetti, que sonrió y respondió afablemente:

– Quizá pueda. -El comisario miró el papel que tenía en la mano, como si no recordara el nombre de su interlocutor-. Signor Dardi, como usted ya sabrá, esta noche ha muerto el maestro Wellauer.

El cantante respondió con un leve movimiento de cabeza, nada más.

Brunetti prosiguió:

– Me gustaría que me dijera todo cuanto pueda acerca de esta noche, de lo ocurrido durante los dos primeros actos de la representación.

Hizo una pausa, y Dardi volvió a mover la cabeza, pero no dijo nada.

– ¿Ha hablado con el maestro esta noche?

– Lo he visto un momento -dijo Dardi, que ahora se volvió hacia el tocador y siguió desmaquillándose-. Al llegar, le he visto hablar con un electricista, sobre algo del primer acto. Le he dicho «Buona sera » y he subido al camerino, a maquillarme. Como puede ver -agregó, señalando a su cara en el espejo-, requiere mucho tiempo.

– ¿Qué hora era? -preguntó Brunetti.

– Sobre las siete. Quizá las siete y cuarto, pero no más tarde.

– ¿Y después no ha vuelto a verlo?

– ¿Quiere decir aquí arriba o entre bastidores?

– Las dos cosas.

– Después de eso, sólo lo he visto desde el escenario, mientras él estaba en el podio.

– ¿Estaba con alguna otra persona el maestro cuando usted lo ha visto?

– Como le he dicho, estaba con un electricista.

– Sí, ya recuerdo. ¿No lo ha visto con nadie más?

– Con Franco Santore. En el bar. Vi que hablaban, pero yo ya me iba.

A pesar de que había reconocido el nombre, Brunetti preguntó:

– ¿Quién es ese signor Santore?

Dardi no pareció sorprendido por el alarde de ignorancia de Brunetti. Al fin y al cabo, ¿cómo iba un policía a reconocer el nombre de uno de los directores teatrales más famosos de Italia?

– Es el director -explicó Dardi, arrojando la toallita encima del tocador-. Él ha montado esta ópera. -El cantante tomó una corbata de seda que estaba al extremo derecho del tocador, la deslizó bajo el cuello de la camisa y empezó a hacer el nudo con esmero-. ¿Alguna otra cosa? -preguntó con voz neutra.

– No. Creo que eso es todo. Muchas gracias por su colaboración. Si tenemos que volver a hablar con usted, signor Dardi, ¿dónde podemos encontrarlo?

– En el Gritti. -El cantante lanzó a Brunetti una mirada de perplejidad, como si quisiera saber si en Venecia había otros hoteles, pero temiera preguntarlo.

Brunetti repitió las gracias y salió al pasillo seguido de Follin.

– Ahora, el tenor -dijo mirando el programa que tenía en la mano.

Follin asintió y lo llevó hasta una puerta del otro lado del pasillo.

Brunetti llamó con los nudillos, esperó y no oyó nada. Volvió a llamar y en el interior sonó un ruido que el comisario decidió tomar por una invitación a entrar. En el camerino encontró a un hombre bajo y delgado, completamente vestido y listo para salir a la calle, con el abrigo doblado sobre el brazo del sillón, y sentado en una actitud aprendida en la escuela de arte dramático para expresar «irritación e impaciencia».

– Ah, signor Echeveste -exclamó Brunetti efusivamente, tendiendo la mano de manera que el otro no tuviera que levantarse para estrechársela-. Es un gran honor saludarle personalmente. -Si Brunetti hubiera asistido a la misma escuela de arte dramático, ésta hubiera podido ser su demostración de «rendida admiración ante portentoso talento».

Al igual que el hielo del arroyo se funde a la llegada de la primavera, la cólera de Echeveste se deshizo al calor de la adulación de Brunetti. Con cierta dificultad, el joven tenor se levantó del sillón e hizo una pequeña reverencia.

– ¿Con quién tengo el honor de hablar? -preguntó en italiano con leve acento extranjero.

– Commissario Brunetti, señor. Represento a la policía en este luctuoso caso.

– Ah, sí -respondió el otro, como si hubiera oído hablar de la policía remotamente, pero hubiera olvidado lo que hacía-. Han venido ustedes por todo este… -se interrumpió e hizo un desmayado ademán, como si esperase que alguien le apuntase las palabras adecuadas. Y las palabras llegaron-:…este trágico suceso.

– En efecto. Trágico y lamentable -abundó Brunetti, sin apartar los ojos de los del tenor-. ¿Sería mucha molestia responder a unas preguntas?

– Por supuesto que no -respondió Echeveste, sentándose en su sillón, no sin antes levantar gracilmente el pantalón, para preservar la afilada raya-. Encantado. Su muerte es una gran pérdida para el mundo de la música.

Ante semejante tópico, Brunetti no pudo sino inclinar la cabeza reverentemente durante un momento antes de preguntar:

– ¿A qué hora ha llegado al teatro?

Echeveste pensó un momento antes de responder.

– Yo diría que sobre las siete y media. Me he retrasado. Me habían entretenido, ¿comprende? -dijo el tenor, insinuando con su tono la idea de que, muy a pesar suyo, había tenido que abandonar sábanas arrugadas y compañía femenina.

– ¿Por qué se ha retrasado? -preguntó Brunetti, consciente de que el otro no esperaba esta pregunta y curioso por ver en qué quedaba la insinuación.

– He ido a que me cortaran el pelo -respondió el tenor.

– ¿Podría darme el nombre de su peluquero? -preguntó Brunetti cortésmente.

El tenor dio el nombre de una barbería situada a pocas calles del teatro. Brunetti miró a Follin, que tomó nota. Al día siguiente lo comprobaría.

– ¿Y ha visto al maestro cuando ha llegado al teatro?

– No; no he visto a nadie.

Antes de que Brunetti pudiera expresar su extrañeza, Echeveste explicó:

– Es que no he entrado por la puerta de los actores, ¿sabe? He entrado por el foso de la orquesta.

– No sabía que se pudiera entrar por ahí -dijo Brunetti, recibiendo con interés la noticia de este acceso a los bastidores.

– Habitualmente, no se puede -dijo Echeveste mirándose las manos-. Pero un acomodador amigo me ha dejado entrar, para que no tuviera que pasar por la entrada de actores.

– ¿Podría explicarme por qué, signor Echeveste?

El tenor levantó una mano en ademán despectivo y la dejó flotar lánguidamente ante ellos, como esperando que borrara la pregunta o que la contestara. No hizo ni lo uno ni lo otro. Entonces puso la mano encima de la otra y dijo, simplemente:

– Porque tenía miedo.

– ¿Miedo?

– Del maestro. Ya había llegado tarde a dos ensayos, y él se puso furioso y me gritó. Podía ser muy desagradable cuando se enfadaba. No tenía ganas de aguantar otro rapapolvo. -Brunetti sospechaba que únicamente el respeto hacia los muertos había impedido que su interlocutor utilizara una palabra más fuerte que «desagradable».

– ¿Así que entró por ahí para no verlo?

– Sí.

– ¿Lo ha visto o ha hablado con él en algún momento? Aparte de mientras dirigía.

– No.

Brunetti se puso en pie y esbozó otra vez su teatral sonrisa.

– Muchas gracias por su tiempo, signor Echeveste.

– Ha sido un placer -respondió el tenor levantándose a su vez. Miró a Follin, luego a Brunetti y preguntó-: ¿Ya puedo marcharme?

– Por supuesto. Sólo dígame dónde se hospeda.

– En el Gritti -respondió él, con la misma extrañeza que Dardi. Era suficiente para hacerte dudar de que hubiera otro hotel en la ciudad.


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