I EL ARPA
¡Loado sea con los címbalos triunfantes! ¡Loado sea con el arpa!…
salmo 150
Atrás quedaron las ochenta y siete lámparas del Altar de la Confesión, cuyas llamas se habían estremecido más de una vez, aquella mañana, entre sus cristalerías puestas a vibrar de concierto con los triunfales acentos del Tedeum cantado por las fornidas voces de la cantoría pontifical; levemente fueron cerradas las monumentales puertas y, en la capilla del Santo Sacramento, que parecía sumida en penumbras crepusculares para quienes salían de las esplendorosas luces de la basílica, la silla gestatoria, pasada de hombros a manos, quedó a tres palmos del suelo. Los flabelli plantaron las astas de sus altos abanicos de plumas en el astillero, y empezó el lento viaje de Su Santidad a través de las innumerables estancias que aún la separaban de sus apartamentos privados, al paso de los porteadores, vestidos de encarnado, que flexionaban las rodillas cuando hubiese de pasarse bajo una puerta de bajo dintel. A ambos lados del largo, larguísimo camino, seguido entre paredes de salas y galerías, pasaban óleos oscuros, retablos ensombrecidos por el tiempo, tapicerías apagadas en sus tintes, que mostraban acaso, para quien los mirara con curiosidad de forasteros visitantes, alegorías mitológicas, sonadas victorias de la fe, orantes rostros de bienaventurados o episodios de ejemplares hagiografías. Algo fatigado, el Sumo Pontífice se adormeció levemente, en tanto que se desprendían, por rango y categorías, los dignatarios del séquito, invitados a no seguir adelante, más allá de este u otro umbral, en observancia del estricto protocolo de las ceremonias. Primero, de dos en dos, fueron desapareciendo los cardenales, de cappa magna, con sus solícitos caudatarios; luego, los obispes, aliviados de sus mitras resplandecientes; después, los canónigos, los capellanes, los protonotarios apostólicos, los jefes de congregaciones, los prelados de la recámara secreta, los oficiales de la casa militar, el Monseñor mayordomo y el Monseñor camarlengo, hasta que, faltando poco ya para llegar a las habitaciones cuyas ventanas daban al patio de San Dámaso, las pompas del oro, el violado y el granate, el moaré, la seda y el encaje, fueron sustituidos por los atuendos, menos vistosos, de domésticos, ujieres y bussolanti. Al fin, la silla descansó en el piso, junto a la modesta mesa de trabajo de Su Santidad y los porteadores la levantaron de nuevo, aligerada de su augusta carga, retirándose con recurrentes reverencias. Sentado ahora en una butaca que le daba una sosegada sensación de estabilidad, el Papa pidió un refresco de horchata a Sor Crescencia, encargada de sus colaciones y, luego de despedirla con un gesto que también se dirigía a sus camareros, oyó cómo se cerraba la puerta -la última puerta- que lo separaba del rutilante y pululante mundo de los Príncipes de la Igle sia, Prelados palatinos, dignidades y patriarcas, cuyos báculos y capas pluviales se confundían, en humos de incienso y diligencia de turiferarios, con los uniformes de los Camaristas de capa y espada, Guardias nobles y Guardias suizos, magníficos, estos últimos, con sus corazas de plata, partesanas antiguas, morriones a lo condottiero, y trajes listados en anaranjado y azul -colores a ellos asignados, de una vez y para siempre, por el pincel de Miguel Ángel, tan ligado en obras y recuerdo a la suntuosa existencia de la basílica.
Hacía calor. Como las ventanas del patio de San Dámaso estaban tapiadas -menos las suyas, desde luego- para evitar que miradas indiscretas fisgonearan en las íntimas estancias pontificales, reinaba un silencio tan ignorante de todo tráfago urbano, paso de carruajes o ruidos de artesanía que, cuando aquí llegaba el eco de alguna campana lejana, sonaba como música evocadora de una Roma tan distante que parecía cosa de otro mundo. El Vicario del Señor solía identificar algunos bronces por los timbres que le traía la brisa. Éste, leve, de repique apretado, era de la barroca iglesia de Gesú; aquél, majestuoso y pausado, más cercano, de Santa Maria Maggiore; aquel otro, cálido y grave, de Santa Maria sopra Minerva, en cuya selva interior de mármoles encarnados se inscribía el humano rastro de Catalina de Siena, la ardiente y enérgica dominica, apasionada defensora de su antecesor Urbano VI, el irascible protagonista del Cisma de Occidente, a quien veneraba, por combativo, él, que, cinco años antes, hubiese publicado aquel Syllabus -sin que en él figurara su firma, aunque todo el mundo supiese que el texto se alimentaba de sus alocuciones, homilías, encíclicas y cartas pastorales- donde se condenaba las pestes que eran, modernamente, el socialismo y el comunismo, tan ásperamente combatidas por su rigurosa y clara prosa latina, como las sociedades clandestinas (era decir: todos los francmasones), las “sociedades bíblicas” (aviso a los Estados Unidos de América), y, en general, los muchos núcleos clérico-liberales que harto asomaban la oreja en aquellos días. El escándalo promovido por el Syllabus había sido de tal magnitud que el mismo Napoleón III, poco sospechoso de liberalismo, había hecho lo imposible por impedir su difusión en Francia, donde medio clero, asombrado de tanta intransigencia, condenaba la encíclica preparatoria, Quanta Cura, por excesivamente intolerante y radical ¡Oh, bien pálida en su condena de todo liberalismo religioso, si se la comparaba con los casi bíblicos improperios del Papa Urbano, tan fieramente apoyados por la dominica de Siena, cuya figura le evocaba hoy, por segunda vez, el bordón de Santa María sopra Minerva! El Syllabus había madurado lentamente en su espíritu desde que, en sus andanzas por tierras americanas, hubiese podido comprobar el poder proliferante de ciertas ideas filosóficas y políticas para las cuales no existían fronteras de mar ni de montañas. Lo había visto en Buenos Aires, y lo había visto, tras de la cordillera andina, durante aquel viaje, ya lejano, tan rico en provechosas enseñanzas, que con suave y dolorida tenacidad le hubiese desaconsejado, sin embargo, su santa madre, la condesa Antonia Cattarina Solazzi, esposa ejemplar de aquel padre altivo, recto y austero, conde Girolamo Mastaî-Ferretti, a quien el niño debilucho y endeble que él hubiese sido veía aún, imponente y severo, luciendo sus envidiadas galas de gonfalonero de Senigallia… En la paz recobrada de aquel día iniciado en pompas y esplendor de ceremonias, el cristalino nombre de Senigallia venía a armonizarse con el muy lejano coro de los esquilones romanos, trayéndole recuerdos de las ruedas entre toques de campanas que, asidas de la mano, bailaban en el traspatio de la vasta casa solariega sus hermanas mayores, de tan lindos nombres: Maria Virginia, María Isabella, Maria Tecla, Maria Olimpia, Cattarina Juditta, todas con voces frescas y alborotosas cuyo timbre, guardado en la memoria del oído, le hicieron presentes, de pronto, aquellas otras voces, también voces niñas, unidas en el villancico ingenuo, escuchado al inicio de unas borrascosas navidades, en la tan distante, tan distante y sin embargo tan recordada ciudad de Santiago de Chile:
Pero, de pronto, la gran voz de Santa Maria sopra Minerva lo apartó de evocaciones acaso demasiado frívolas para un día en que, algo descansado de la prolongada ceremonia que había encendido los soles de la Cátedra de San Pedro, habría de resolverse a tomar una importante determinación. Entre un orfebrado portapaz atribuido a Benvenuto Cellini y la naveta de cristal de roca, muy antigua en su factura, cuya forma era la del Ictus de los primitivos cristianos, estaba el legajo -¡el famoso expediente!- en espera desde el año anterior. Nadie había tenido la desconsideración de apremiarlo, pero era evidente que el muy venerable Cardenal de Burdeos, Metropolitano de las Diócesis de las Antillas, su Eminencia el Cardenal Arzobispo de Burgos, el Muy Ilustre Arzobispo de México, así como los seiscientos y tantos obispos que habían estampado sus firmas en el documento, debían estar impacientes por conocer Su Resolución. Abrió la carpeta llena de anchas hojas cubiertas de sellos lacrados, con cintas de raso encarnado para unirlas en folio, y, por vigésima vez, leyó la propuesta de Postulación ante la Sacra Congregación de Ritos que se iniciaba con la bien articulada frase: “Post hominum salutem, ab Incarnato Dei Verbo, Domino Nostro Jesu Christo, feliciter instauratam, nullum profecto eventum extitit ant praeclarius, aut utilius incredibili ausu Januensis nautae Christophori Columbi, qui omnium primus inexplorata horrentiaque Oceani aequora pertransiens, ignotum Mundum detexit, et ita porro terrarum mariumque tractus Evangelicae fidei propagationi duplicavit.”… .Bien lo decía el Primado de Burdeos: el descubrimiento del Nuevo Mundo por Cristóbal Colón era el máximo acontecimiento contemplado por el hombre desde que en el mundo se hubiese instaurado una fe cristiana y, gracias a la Proeza Impar, se había doblado el espacio de las tierras y mares conocidos a donde llevar la palabra del Evangelio… Y, junto a la respetuosa solicitud, había, en foja separada, un breve mensaje dirigido a la Sacra Congregación de Ritos que, al recibir el aval de la firma pontificia, echaría a andar, de inmediato, el intricado proceso de la beatificación del Gran Almirante de Fernando e Isabel. Su Santidad tomó la pluma, pero la mano empezó a sobrevolar la página, como dubitativa, desmenuzando una vez más las implicaciones de cada palabra. Siempre ocurría así cuando se sentía más resuelto a trazar la rúbrica decisiva al pie de aquel documento. Y era porque en un párrafo del texto aparecía una frase, especialmente subrayada, que siempre detenía su gesto: “.. .pro introductione illius causae exceptionali ordine”. Esto de introducir la postulación “por vía excepcional” hacía vacilar, una vez más, al Sumo Pontífice. Era evidente que la beatificación -camino previo para la canonización- del Descubridor de América constituiría un caso sin precedente en los anales del Vaticano porque su expediente carecía de ciertos respaldos biográficos que, según el canon, eran necesarios al otorgamiento de una aureola. Esto, confirmado por los sabios e imparciales bolandistas invitados a opinar, sería utilizado, sin duda alguna, por el Abogado del Diablo, sutil y temible Fiscal de la República de los Infiernos… En 1851, cuando él, Pío IX, después de haber pasado por el arzobispado de Espoleto, el obispado de Imola, y de haberse tocado con el capelo cardenalicio, no llevaba más de cinco años elevado al Trono de San Pedro, había encargado a un historiador francés, el conde Roselly de Lorgues, una Historia de Cristóbal Colón, varias veces leída y meditada por él, que le parecía de un valor decisivo para determinar la canonización del Descubridor del Nuevo Mundo. Ferviente admirador de su héroe, el historiador católico había magnificado las virtudes que agigantaban la figura del insigne marino genovés, señalándolo como merecedor de un lugar destacado en el santoral, y hasta en las iglesias -cien, mil iglesias… -, donde se venerara su imagen (imagen harto imprecisa hasta ahora, ya que no se tenían retratos suyos -¿y con cuántos santos no pasaba lo mismo?- pero que pronto cobraría corporeidad y carácter gracias a las investigaciones guiadoras de algún pincel inspirado que diese al personaje la fuerza y expresión que el Bronzino, retratista de César Borgia, había conseguido al ilustrar la figura del insigne marino Andrea Doria en óleo de una excepcional belleza). Esta posibilidad había obsesionado al joven canónigo Mastaî desde su regreso de América, cuando estaba muy lejos todavía de barruntarse que sería entronizado algún día en la basílica de San Pedro. Hacer un santo de Cristóbal Colón era una necesidad, por muchísimos motivos, tanto en el terreno de la fe como en el mismo terreno político -y bien se había visto, desde la publicación del Syllabus, que él, Pío IX, no desdeñaba la acción política, acción política que no podía inspirarse sino en la Política de Dios, bien conocida por quien tanto había estudiado a San Agustín. Firmar el Decreto que tenía delante era gesto que quedaría como una de las decisiones capitales de su pontificado… Volvió a mojar la pluma en el tintero, y, sin embargo, quedó la pluma otra vez en suspenso. Vacilaba nuevamente, esta tarde de verano en que no tardarían las campanas de Roma a concertar sus resonancias al toque del Ángelus.