Me detuve frente al umbral que era oscuro como la entrada a una cueva, y decidí regresar al campamento en busca de alguna luz que me guiara en el interior del templo.
Allí me crucé con Sausi Crisanislao, y le pedí que me acompañara. De mi carro recogí una lámpara de aceite, y nos plantamos frente a la entrada del templo. Con aquel guerrero armado junto a mí, y con el candil brillando en mis manos, me sentía más capaz para enfrentarme a los misterios que encerraba aquel lugar.
– Tú estuviste aquí hace veinte años -le dije al búlgaro-. ¿Crees que notarás si este templo ha sido habitado desde entonces?
Él me respondió que habían dejado muchos cadáveres de monjes en su interior, y que si seguían allí, si nadie los había sepultado, significaría que, efectivamente nadie había regresado a este lugar.
Encontramos el primer cadáver apenas nos internamos unos pasos en el túnel abovedado que era la entrada. Casi tropecé con él; la luz de mi lámpara me mostró una momia horrible, envuelta aún con los restos de su túnica ceremonial.
– Recuerdo a éste -dijo Sausi, agitando su melena de león en la cambiante luz de mi linterna-; lo degollé yo mismo. Era un sacerdote; nos descubrió e iba a avisar a sus compañeros, pero no le di ocasión de hacerlo.
Reconocí en los restos de aquellas ropas una levita muy parecida a la que vestía la gigantesca estatua descabezada del exterior. Junto al cadáver había un extraño gorro o tocado de forma cónica. En ninguno de mis viajes había visto unas ropas parecidas.
Sorteamos el cadáver, y seguimos caminando por el túnel. Este desembocó en una amplia sala circular. La luz entraba por un orificio situado justo en el vértice de la cúpula por lo que ya no era necesaria la lámpara de aceite. En la gran bóveda estaban pintadas con exquisito cuidado las estrellas y constelaciones.
– Es igual a la del Palacio de Constantinopla -musité; y, ante la mirada de incomprensión del búlgaro, le expliqué que en los sótanos del Palacio del Emperador había una sala gemela a ésta. Por lo que ya no cabía duda alguna: el Calínico de Constantinopla era el mismo Calínico que visitó este lugar.
Pero la bóveda no era exactamente igual. También era una media esfera sobre la que se habían pintado los principales astros del cielo, pero ésta estaba atravesada por un eje polar, de bronce, que llegaba hasta el suelo, en el centro de la sala; éste quedaba sujeto a una armilla graduada, también de bronce, que debía de corresponder al meridiano de aquel lugar. Esta armilla, a su vez, se asentaba sobre un soporte horizontal cuya apertura circular superior representaba el horizonte. Era evidente que, en algún tiempo, la armilla pudo moverse por las guías situadas en el cimborrio de la cúpula, de tal forma que el polo podía formar con el horizonte ángulos iguales a cualquier latitud. Una segunda armilla, cuyo eje coincidía con los polos de la eclíptica, servía para determinar las coordenadas de longitud y latitud de cualquier estrella pintada en la esfera.
Todo más tosco, pero más comprensible para mí que los sofisticados artilugios que había visto en la Sala Armilar de Constantinopla, pues yo conocía instrumentos similares, aunque no de ese tamaño, de mis viajes por los reinos moros. Los infieles los denominaban alcoras y los usaban habitualmente para sus cálculos astrológicos.
La sala era una vasta pieza circular que mediría unas veinticinco varas de diámetro; poyos de adobe compactado se extendían pegados a la pared, e inmediatamente sobre éstos empezaban las pinturas y llegaban hasta el mismo cimborrio, situado a diez varas de altura.
Por el suelo estaban diseminados los restos de doce sacerdotes más. Me acerqué a uno de los muros; una enredadera trepaba por él, medio cubriendo unos maravillosos frescos, una composición con numerosos personajes que representaba un gran ejército que avanzaba hacia el sol.
Aquellos frescos habían sido realizados por un gran artista. Sorprendía su maestría e ingenio en el manejo de su técnica para representar los cabellos, las barbas, los vestidos y adornos personales con la máxima economía de trazos, mediante algunos rasgos atrevidos y, sin embargo, extraordinariamente expresivos. Las figuras destacaban en tonos naranja y dorado sobre un fondo azul cobalto. Eran hoplitas griegos, vistiendo armaduras de planchas y yelmos empenachados; y al frente de ellos, cabalgando un carro decorado con perlas y placas de oro, un joven general cubierto con una armadura dorada, armado con una espada y un puñal metidos en sus lujosas vainas. Su cabeza noble y hermosa estaba levemente inclinada sobre su hombro izquierdo; tal y como describió Plutarco. Yo había visto muchas representaciones de aquel hombre y de aquella armadura, por lo que no tuve ninguna dificultad en leer la inscripción bajo el carro. Decía simplemente: «Alejandro Magno». Junto a él, viajando en el mismo carro, un hombre anciano y barbudo, vestido con una toga y que llevaba un instrumento en sus manos. Era un astrolabio llano; una proyección estereográfica de la esfera celeste sobre el plano del Ecuador. Un instrumento muy popular en nuestros días para quienes solemos estudiar los cielos, pero que tiene su origen en la Antigua Grecia.
¿Quién era entonces aquel hombre que parecía guiar el camino del gran Alejandro?
Visitamos el resto de los templos; el de planta cuadrada rematado también en bóveda, decorada con estrellas y planetas, y pinturas en los muros. Así mismo, encontramos momias de sacerdotes acurrucados en el suelo como centinelas dormidos.
En esta ocasión la cúpula no tenía una abertura cenital, sino que le faltaba todo un segmento longitudinal, como el gajo de una naranja. La cúpula entera parecía haber sido montada sobre un artilugio mecánico, realizado en bronce o cobre, cuya función parecía ser la de posibilitarle girar horizontalmente. Pero estos engranajes estaban tan inutilizados por el orín y la arena acumulada durante siglos como los del primer templo.
Me acerqué a uno de los frescos que mostraba al mismo anciano, de aspecto sabio. Aquí sujetaba un radiante sol con su mano derecha y la Tierra con la izquierda. Sobre su cabeza un detallado dibujo representaba un eclipse lunar, con los conos de sombra marcados por finas líneas. La inscripción decía:
«El tamaño de la sombra de la Tierra sobre la Luna demuestra que el Sol tiene que ser mucho mayor que la Tierra, y que debe de estar situado a una gran distancia».
– Aristarco de Samos, por supuesto -comprendí.
Sausi, mirando extrañado a su alrededor, preguntó si había pasado algo, y le expliqué que aquel hombre de las barbas era Aristarco de Samos, un gran sabio jónico; pero que creía erróneamente que el Sol ocupaba el centro del universo, que la Tierra giraba sobre su eje una vez al día, y que orbitaba el Sol una vez al año.
El búlgaro me miró sin entender nada. Quizá pensó que me había vuelto loco.
Pero yo sentí la excitación ascender por mi pecho mientras comprendía que las respuestas estaban ya al alcance de mis manos. Tan sólo debía unir cada uno de los elementos en su orden correcto, y entonces la verdad se haría elemental para mí.
No parecía haber ningún peligro en aquel lugar, de modo que le di permiso a Sausi para que regresara a sus quehaceres en el campamento.
Quedé nuevamente solo, contemplando aquellos frescos y meditando sobre el significado de aquellos templos y el extraño culto a los planetas.
En la piedra que remataba el montículo exterior se afirmaba que Calínico era hijo de Aristarco. Ahora sabía a qué Aristarco se refería, pero, evidentemente, era imposible que Calínico, el hombre que llevó el fuego griego a los asediados ciudadanos de Constantinopla, fuera hijo de Aristarco de Samos, que vivió mil años antes que Calínico y que fue contemporáneo de Alejandro Magno. En realidad, Aristarco debía de ser todavía un niño cuando Alejandro murió en el trescientos veintitrés antes de Nuestro Señor Jesucristo. No estaba seguro, y tendría que consultar esas fechas…
La cuestión, entonces, se planteaba con una rotunda evidencia: ¿por qué se afirmaba, en dos lugares tan distantes, que Calínico era hijo de Aristarco? Hijo de sus enseñanzas, sin duda. A eso debían de referirse ambas inscripciones.
Hice un esfuerzo para recordar cuanto sabía sobre Aristarco de Samos. Lo había estudiado hacía mucho, al igual que a los otros científicos jonios, mientras exploraba los orígenes del saber humano…
Algunos jonios practicaban una extraña filosofía materialista que afirmaba que la materia proporcionaba por sí sola el sostén del mundo; sin el concurso de los dioses para ello. Llevado por este método equivocado de razonamiento, Aristarco llegó a afirmar que era el Sol y no la Tierra quien ocupaba el centró de la Creación; y que las estrellas podían ser otros soles iguales al nuestro, pero mucho más distantes, con su propia cohorte de planetas. Una idea que resultó tan escandalosa entonces como sin duda lo sería hoy en día si alguien se atreviese a pronunciarla. Por lo que él, y sus discípulos de Samos, fueron perseguidos por sus contemporáneos hasta ser completamente exterminados, y sus ideas fueron olvidadas.
Me acerqué a una de las paredes. El fresco de ésta representaba a unos hombres ancianos, vestidos con togas, apedreados por una multitud enfurecida. A mi pesar, pues los sabía equivocados, no pude evitar cierto sentimiento de simpatía por aquellos locos discípulos de Aristarco. Yo también había sufrido situaciones semejantes y mis argumentos dialécticos habían sido respondidos con piedras, lo que me había obligado a correr para salvar mi vida, sobreviviendo en ocasiones con graves heridas en mi cuerpo.
Bien, pensé, ¿qué habían hecho a continuación los discípulos de Aristarco, es decir, sus hijos intelectuales?
Se habían ocultado, pero no habían desaparecido, pues tenía pruebas de que ese tal Calínico seguía considerándose discípulo de Aristarco, mil años después de que la secta fuera perseguida y presuntamente exterminada.
La pregunta era: ¿dónde se habían ocultado?
Pero había algo que no encajaba aún en todo este razonamiento. Los jonios se creían capaces de explicar el mundo de una forma materialista. Decían: «Si llamamos divino a todo aquello que no entendemos, realmente las cosas divinas no tendrán fin».
Pero en la Sala Armilar , como en estos templos en cuyo interior me encontraba, había hallado pruebas de una adoración pagana por los planetas. Y Sausi me había hablado del pueblo que habitó de niño, cerca de la confluencia del Tigris y el Eufrates, donde se consideraba a los planetas como entidades maléficas.