Roger me observó, evaluándome con una fría sonrisa en sus labios.

– ¿Me estás diciendo que me acompañarás…?

– Si sujetas ahora mismo a tus hombres -le respondí.

Sin decir una palabra más, se volvió y caminó hacia ellos, maza en mano, flanqueado por sus más fieles almocadenes. «¡A mí, almogávares!», gritó, pero su voz se perdió, aplastándose contra el brutal forcejeo. Y Roger empezó a golpear furiosamente a sus propios hombres mientras bramaba:

– ¡Hola, valientes! ¡Atrás mis fieras! ¡Quietos todos!

Se produjo un movimiento de estupor. Las líneas almogávares se fueron curvando hacia fuera trituradas por Roger y sus capitanes. Dejaron de soplar los venablos y de tajar las pesadas espadas. Allí estaba Roger de Flor, el megaduque, imponiendo a golpes sus órdenes. Y en los brutales rostros de los mercenarios no había un solo gesto de agresividad. En cambio brotó su saludo guerrero:

– ¡Aragón, Aragón!

Roger se detuvo admirado por el valor y la fidelidad de sus hombres.

– ¡Recoged vuestros muertos y regresad a los cuarteles!

– ¿Y Pera, Capitán?

– ¡A los cuarteles!

Las callejuelas que serpenteaban en los aledaños de Palacio se fueron quedando silenciosas. Los gorjeos estentóreos de algunos heridos abandonados añadían una nota lúgubre que no permitía olvidar lo que allí acababa de pasar. Se amontonaban cadáveres en macabra confusión. Un último grupo de rezagados almogávares fueron despojando cuidadosamente a los caídos.

6

Mientras amanecía en el Bósforo, las galeras de la Gran Compañía Catalana, treinta y dos navíos que transportaban a más de ocho mil hombres, abandonaron los muelles de Constantinopla, majestuosas y espumeando sobre un mar tranquilo navegaron hacia el alba azul oscura.

Eran los primeros días de otoño. Las naves renqueaban, suavemente empujadas por vientos blandos. Se movían con torpe lentitud, estibadas atropelladamente poco antes de partir y aparejadas con demasiado poco cuidado. La carga se bamboleaba y castigaba las cuadernas de las naves, haciéndolas crujir lastimeramente y hundiendo demasiado la línea de flotación. En las sentinas, los caballos habían sido colocados demasiado juntos unos de otros, y relinchaban inquietos.

Huyendo del excesivo ruido bajo cubierta, me envolví en mi jubón de viaje y, a pesar del frío que cortaba aquella mañana otoñal, salí para contemplar el amanecer.

Afuera, los hombres trabajaban sujetando las maniobras marineras, arracimándose en las cofas, mientras atravesábamos el estrecho del Bósforo, rompiendo el silencio las voces de los capitanes de Roger. Las galeras catalanas restregaban sus flancos contra los festones del paisaje costero. Costas de caliza blanca que disparaban hacia las naves reflejos lívidos y rosáceos cuando los rayos de sol incidían en ellas. Una maraña de olivos, naranjos, mirtos, laurel y terebintos, saludaban nuestro paso. Vides silvestres, cipreses, enebros y encinas formaban grutas verdes suspendidas sobre los acantilados. Un paisaje domesticado que había conocido milenios de civilización y cultivos.

Al frente de la expedición estaban los almocadenes: Fernando de Galcerán, Corberán de Alet, Fernando de Arenós, y Ricard de Ca n'.

Marulli, capitán de los griegos, y George, jefe de los alanos; eran huéspedes de honor en la Oliveta , en cuyo mástil la Señera de Aragón flameaba rutilante.

Nos dirigíamos hacia el cabo Artaki, para enfrentarnos al caudillo turco Osmán, a quien los griegos llamaban Otomán, un bastardo reyezuelo de una de las siete tribus turcas que se habían alzado en Asia, para arrebatarle al imperio los últimos despojos de su antigua gloria. Artaki era el último baluarte griego antes de que los turcos se decidiesen a cruzar el Bósforo y desafiaran la propia garganta del Imperio.

La Historia se repetía.

Hacia el año seiscientos sesenta de Nuestro Señor, desde su capital en La Meca, el califa Mu'âwiya dominaba Arabia, Persia, Siria y Egipto, cuando cruzó aquel mismo estrecho, y puso sitio a Constantinopla.

De haber caído la ciudad, los entonces poderosos y fanáticos ejércitos islámicos habrían tenido abiertas las puertas de toda Europa, donde no había nadie capaz de hacerles frente. Si esto hubiera sucedido, tal vez la cristiandad entera habría sucumbido… Pero esto, gracias a Dios, no sucedió.

«Los salvó un milagro», me había dicho Roger de Flor. Un milagro que llegó en el último momento, cuando la ciudad hambrienta por el largo asedio estaba a punto de rendirse; un pequeño grupo de hombres, comandados por el tal Calínico, logró eludir el cerco y entrar en la ciudad. Pero no eran militares mercenarios, sino físicos y hombres de ciencia llegados de algún remoto lugar, los que fabricaron para los angustiados griegos una poderosa y mortífera nueva arma: el fuego griego.

Lanzado a chorros desde lo alto de las murallas de Constantinopla, flotaba hasta las naves sarracenas y las envolvía en llamas, aniquilando a los poderosos sitiadores.

¿Era posible que Calínico y sus hombres proviniesen del reino del Preste Juan?

Y, en ese caso, ¿dónde estaba situado dicho reino?

Amarramos en el cabo Artaki, no lejos de las ruinas de la antigua Cícico. El cabo tenía forma de sartén calentándose en el mar de Mármara. El mango de la sartén era un cuello ístmico muy estrecho, de media milla de anchura, amurallado desde un extremo al otro con un gran paredón defensivo. Dentro del recinto aún perduraban las ruinas de Cícico; con su anfiteatro elíptico, su grandioso teatro desconchado por los siglos, y su neumaquia, un estanque gigantesco donde se simulaban batallas navales. Contra el muro careado que cerraba la garganta de Artaki, protegido por una avanzada de griegos, se habían estrellado los turcos en sucesivas embestidas, sin conseguir profanar las ruinas de Cícico. Pero no por el coraje defensivo de los hombres de Andrónico, sino por el macizo paredón construido por los antiguos romanos.

Roger tomó rápidamente el mando del destacamento, y envió a Ricard de Ca n' al frente de las patrullas exploradoras tierra adentro.

Regresó un día después.

– Están acampados a sólo dos leguas [11] de aquí -expuso Ricard con voz tranquila y precisa-; en una faja de terreno situada entre el río Gránico y un cauce seco. Deben de ser unos diez mil, acompañados de sus mujeres e hijos…

Roger salió al exterior del anfiteatro que había convertido en su puesto de mando improvisado. Sus hombres se habían congregado fuera; la llegada de los exploradores había supuesto una conmoción en el campamento almogávar.

Roger se subió sobre el tambor de una columna truncada, decorada con hojas de parra y racimos de uvas, y pregonó con voz templada:

– Al amanecer marcharemos contra el enemigo; estad prevenidos para seguir a la Señera, mis bravos -y añadió al cabo de un instante-: Mañana atacaremos su campamento, entraremos en sus alojamientos y acabaremos con ellos antes de que sepan lo que les está sucediendo. Mañana alcanzaremos la gloria y demostraremos, a los turcos y a los griegos, lo que vale un catalán.

Observé la expresión de Marulli y sus hombres, que también habían acudido, y concluí que no parecían muy felices.

Roger prosiguió con su plática, y dijo a sus hombres que eran las primeras batallas las que decidían el curso de las guerras y que, de su actuación durante la siguiente jornada frente al enemigo, nacería el miedo o la confianza que nos tuviera el turco a partir de ese momento. Y añadió con gran énfasis:

– Nuestra buena o mala reputación depende exclusivamente de lo que mañana hagamos en el campo de batalla. Si mañana vencemos, esto será tan sólo el principio de nuestra aventura; después tendremos que seguir peleando mientras nos internamos cada vez más en el territorio enemigo. Será duro para todos, pero al final nos espera la gloria y la riqueza.

Ésta es mi promesa si me seguís hasta el final, y todos sabéis que jamás os he hecho una promesa que no haya cumplido debidamente. Si mañana vencemos, nos espera la misma ruta gloriosa que una vez recorrió Alejandro el Grande, pero no podemos mostrarnos débiles o misericordes; no podemos hacer prisioneros que entorpezcan nuestro avance; debemos ganarnos el miedo y el respeto de nuestros enemigos en esta primera batalla. Mañana no perdonaréis más vida que la de los niños, para que esto cause el temor entre los infieles y nosotros peleemos sin ninguna esperanza de que si somos vencidos podamos quedar con vida. ¡Así debe ser!

Roger elevó su puño desafiante sobre su cabeza y gritó con fuerza:

– ¡Aragón! ¡Aragón!

«¡Aragón! ¡Aragón!», respondieron sus hombres como uno solo, pero griegos y alanos se retiraban hacia sus tiendas con un semblante silencioso y hosco.

Me acerqué entonces a Roger, que estaba rodeado por el entusiasmo incondicional de sus hombres, y le dije que si hacía semejante villanía, si asesinaba a las mujeres y ancianos turcos, toda Asia se levantaría contra nosotros, y el pueblo turco no descansaría hasta que el último de sus catalanes hubiera muerto.

Él me respondió, con fría tranquilidad, que nunca había habido rescate para los templarios. Había aprendido esto de ellos; que el vencido lo es totalmente, con absoluta anulación moral y vital, que la rendición no puede ser un escamoteo a la muerte.

Fue lo primero que Vassaill, su tutor templario que le enseñó a navegar en el mar y en la guerra, le inculcó: «el guerrero debe poner a su espalda una barrera de muerte como meta de cualquier retroceso».

Después, uno de los almogávares llamado Fabra, que afirmaba ser hom d'ordre [12] , colocó una sucia y deshilachada casulla sobre sus bárbaros ropajes de piel, y celebró una torpe misa en la que pidió a Jesucristo que les concediera derramar la sangre de muchos infieles. La madrugada iluminaba la muralla de Artaki con sus primeras luces cuando la Gran Compañía Catalana cruzó sus puertas. El megaduque, en vanguardia, mandaba la caballería. A ella se habían incorporado los catafractos [13] de Marulli que cabalgaban con todos los honores. La Señera era doble; el estandarte de Aragón y el de Romania conjugaban sus colores y la hermandad guerrera entre los catalanes, cetrinos y acortezados, y los griegos, atildados y gesticulantes. Detrás gente de a pie; catalanes y alanos sin mezclarse. Corberán de Alet, senescal de la Compañía, encabezaba los cuadros conducidos a su vez por dos señeras; la de don Jaime de Aragón y la de don Fadrique, rey de Sicilia, ondeando juntas en el umbral de Asia.

[11] Una legua es igual a 6.666 varas.


[12] Fraile.


[13] Espina dorsal del ejército bizantino. Caballo y jinete están completamente cubiertos de armadura, y son casi invulnerables.



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