Acto seguido, el plató se llenó con más aplausos mientras llegaba la pausa para la publicidad. Jeremy aprovechó para acomodarse en el asiento.

Como periodista con un interés específico por los temas científicos, Jeremy se había labrado una reputación escribiendo artículos sobre gente de la calaña de Clausen. Casi siempre disfrutaba con lo que hacía, y se sentía orgulloso del valioso servicio público que prestaba, en una profesión tan especial como para tener todos los derechos enumerados en la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Para su columna periódica en la revista Scientific American, había entrevistado a varios premios Nobel, explicado las teorías de Stephen Hawking y Einstein en unos términos inteligibles, y una vez había conseguido convencer a la opinión pública para que las autoridades sanitarias estadounidenses retiraran un antidepresivo peligroso del mercado. Había escrito una plétora de artículos sobre el proyecto Cassini, el espejo defectuoso en la lente de la nave espacial Hubble, y había sido uno de los primeros en criticar abiertamente el experimento fraudulento de fusión fría en Utah.

Lamentablemente, aunque todo eso sonara impresionante, su columna en la revista no le reportaba demasiado dinero. Era su trabajo como autónomo lo que le ayudaba a pagar las facturas a final de mes, y al igual que la mayoría de los trabajadores por cuenta propia, siempre estaba buscando historias que pudieran interesar a los editores de revistas o de periódicos. Su nicho se había ampliado hasta incluir «cualquier cosa que fuera inusual», y en los últimos quince años había seguido e investigado a videntes, espiritistas, curanderos que se basaban en la fe y médiums. Había expuesto fraudes, trucos y falsificaciones. Había visitado casas encantadas, perseguido criaturas místicas y rastreado los orígenes de un sinfín de leyendas urbanas. Escéptico por naturaleza, también tenía la rara habilidad de explicar conceptos científicos difíciles de un modo inteligible para que el lector medio pudiera comprenderlos, y sus artículos habían sido publicados en numerosos periódicos y revistas del mundo entero. Pensaba que desenmascarar fraudes científicos era una labor noble e importante, aunque a veces el público no supiera apreciarlo. Frecuentemente, las cartas que recibía después de publicar alguno de sus artículos estaban salpicadas de palabras tales como «idiota», «imbécil», y su favorita: «lameculos».

Después de tantos años había aprendido que el periodismo de investigación era un trabajo desagradecido.

Con el ceño fruncido como prueba de sus pensamientos, observó a la audiencia charlando animadamente y se preguntó a quién elegiría Clausen a continuación. Jeremy lanzó otra mirada furtiva hacia la rubia, que examinaba el carmín de sus labios en un espejo de bolsillo.

Jeremy sabía que las personas que Clausen elegía no formaban parte del acto oficialmente, aunque la aparición de Clausen fuera anunciada con antelación y la gente se peleara desesperadamente con el fin de obtener una entrada para el programa. Lo que significaba, claro, que la mayor parte de la audiencia la formaban personas que creían fehacientemente en la vida después de la muerte. Para ellos Clausen era legítimo. ¿Cómo si no podía saber cosas tan personales sobre seres desconocidos, a no ser que se comunicara con los espíritus? Pero del mismo modo que un mago profesional exhibía su repertorio de una forma magistral, la ilusión continuaba siendo únicamente eso: una ilusión, y justo antes de que se iniciara el espectáculo, Jeremy no sólo había adivinado los trucos de Clausen, sino que además tenía una prueba fotográfica para testificarlo.

Desenmascarar a Clausen sería el golpe de efecto más impresionante que Jeremy habría conseguido hasta la fecha, y ese tipo tendría su merecido. Clausen era un estafador de la peor calaña. Sin embargo, la vertiente pragmática de Jeremy también le indicaba que ése era el tipo de historia que difícilmente captaría la atención del lector, y él deseaba sacar el máximo partido de la ocasión. Después de todo, Clausen gozaba de una enorme celebridad, y en Estados Unidos la fama era lo más importante. A pesar de que sabía que prácticamente no tenía ninguna posibilidad, fantaseó pensando qué pasaría si Clausen lo eligiera a él a continuación. No, imposible. Salir elegido era tan difícil como ganar un premio en una tómbola; aunque eso no sucediera, Jeremy sabía que continuaba teniendo una historia de calidad entre las manos. Pero calidad y excepcionalidad eran dos conceptos que a menudo iban separados por la fuerza del destino, y mientras la pausa para la publicidad se acercaba a su fin, sintió un ligero nerviosismo ante la esperanza injustificada de que alguien como Clausen lo señalara con el dedo.

Y, como si Dios no estuviera suficientemente satisfecho con la labor que Clausen estaba llevando a cabo, eso fue exactamente lo que sucedió.

Tres semanas más tarde, la garra del invierno se cernía sobre Manhattan. Un frente frío del Canadá había irrumpido sin compasión, y las temperaturas habían descendido prácticamente hasta alcanzar los cero grados. De las rejillas de las alcantarillas emergían nubes de vapor que coronaban graciosamente las aceras heladas. Pero a nadie parecía importarle ese detalle. Los endurecidos ciudadanos de Nueva York mostraban su habitual indiferencia hacia cualquier evento relacionado con el tiempo atmosférico, y no era cuestión de malgastar un viernes por la noche con cualquier excusa irrisoria. Todo el mundo trabajaba muy duro durante la semana para desaprovechar una noche de fiesta, especialmente cuando había un motivo de celebración. Nate Johnson y Alvin Bernstein llevaban más de una hora celebrándolo, al igual que un par de docenas de amigos y periodistas -algunos de la revista Scientific American- que se habían reunido en honor a Jeremy. La mayoría se hallaba en la fase más animada de la noche y lo estaba pasando en grande, básicamente porque los periodistas tienden a ser muy conscientes de sus gastos y en esa ocasión las rondas iban a cargo de Nate.

Nate era el agente de Jeremy. El mejor amigo de Jeremy se llamaba Alvin y trabajaba de cámara independiente. El grupo se había congregado en un bar de moda situado en el Upper West Side de Manhattan para celebrar la intervención de Jeremy en el programa Primetime Live de la ABC. Durante toda la semana habían ido apareciendo anuncios de Primetime Live -la mayoría de ellos con un primer plano de Jeremy y la promesa de una confesión explosiva-, y a Nate no paraban de lloverle las ofertas desde todos los puntos cardinales del país para entrevistar a Jeremy. Un poco antes, esa misma tarde, había recibido una llamada de la reputada revista People y finalmente había concertado una entrevista para el lunes siguiente.

A nadie parecía importarle el hecho de que no se hubiera organizado una fiesta privada para celebrar la ocasión. Con la interminable barra de granito y una iluminación impresionante, el abarrotado local parecía el paraíso de los yuppies. Mientras los periodistas de la revista Scientific American, agrupados en una de las esquinas del local y concentrados en una conversación acerca de fotones, mostraban una tendencia casi enfermiza por las americanas de tweed con bolsillos ribeteados de piel, el resto de la concurrencia parecía que se había dejado caer por allí después de un arduo día de trabajo en Wall Street o en Madison Avenue. Con las americanas de impecables trajes italianos reposando sobre el respaldo de las sillas y corbatas Hermès aflojadas en los cuellos, esos individuos parecían no buscar otra cosa más que atraer la atención de las mujeres mediante una exhibición descarada de sus Rolex. Ellas, por su parte, tenían aspecto de haber venido directamente desde la empresa de mercadotecnia o la agencia de publicidad en la que trabajaban. Con faldas sofisticadas y zapatos con tacones vertiginosamente altos, sorbían su martini impasiblemente, simulando no prestar atención a los hombres que copaban el local. Por su parte, Jeremy había puesto el ojo en una llamativa pelirroja, que estaba de pie al otro extremo de la barra y parecía mirar hacia la dirección donde se hallaba él. Se preguntó si lo habría reconocido de los anuncios de la televisión, o si simplemente estaría buscando un poco de compañía. La mujer se dio la vuelta, aparentando una absoluta falta de interés hacia él, pero de repente volvió a girarse y miró insistentemente en la misma dirección. Esta vez mantuvo la mirada un poco más de tiempo, y Jeremy se llevó la jarra de cerveza a los labios.


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