Aquello me sorprendió, porque normalmente es un caballo.

– ¿Qué tal te ha ido el día? -me preguntó la abuela, poniendo una fuente de judías verdes en la mesa-. ¿Le has disparado a alguien? ¿Has capturado a algún delincuente?

La abuela Mazur se vino a vivir con mis padres poco después de que el abuelo Mazur se llevara sus arterias atascadas de grasa al buffet que hay en el cielo. La abuela tiene setenta y tantos años y no aparenta ni un día más de noventa. Su cuerpo envejece, pero su cerebro parece ir en dirección contraria. Iba con zapatillas de tenis blancas y un chándal de poliéster color lavanda. Llevaba el pelo gris acero muy corto y con una permanente de rizo muy pequeño. Tenía las uñas pintadas de color lavanda para hacer juego con el chándal.

– Hoy no le he disparado a nadie -dije-, pero he entregado a un tipo buscado por estafar con tarjetas de crédito.

Se oyó un golpe en la puerta principal, y Mabel Markowitz asomó la cabeza y gritó «Yuju».

Mis padres viven en un pareado. Ellos tienen la mitad sur, y Mabel Markowitz ocupa la parte norte de una casa dividida por un muro común y años de desacuerdo sobre la pintura de la fachada. Empujada por la necesidad, Mabel hizo del ahorro una experiencia religiosa, sobreviviendo gracias a la Seguridad Social y los excedentes gubernamentales de mantequilla de cacahuete. Su marido, Izzy, era un buen hombre, pero se mató a una edad temprana a base de beber más de la cuenta. La única hija de Mabel murió de cáncer de útero hace un año. Su yerno murió un mes después en un accidente de coche.

En la mesa cesó toda actividad y los comensales miramos a la puerta, porque en todos los años que Mabel llevaba viviendo en la casa de al lado, nunca se había presentado con un «yuju» durante la cena.

– Siento interrumpiros -dijo Mabel-. Sólo quería preguntarle a Stephanie si podría pasar un momentito después. Tengo que preguntarle una cosa sobre eso de las fianzas. Para una amiga.

– Por supuesto -dije-. Me paso cuando acabe de cenar -supuse que sería una conversación breve, porque todo lo que sé sobre fianzas se puede decir en dos frases.

Mabel se fue y la abuela se inclinó hacia adelante poniendo los codos sobre la mesa.

– Apostaría a que eso de que quiere consejo para una amiga es mentira. Seguro que han detenido a Mabel.

Todos pusimos los ojos en blanco al mismo tiempo.

– Bueno, vale -dijo-. A lo mejor quiere trabajar. A lo mejor quiere ser cazarrecompensas. Ya sabéis que se pasa la vida fisgoneando.

Mi padre se llenó la boca de comida, con la cabeza gacha. Se estiró para alcanzar el puré de patata y se sirvió otra ración.

– Dios… -murmuró.

– Si hubiera alguien en esa casa que pudiera necesitar una fianza sería el ex nieto político de Mabel -dijo mi madre-. Ha acabado enredándose con mala gente. Evelyn hizo bien en divorciarse de él.

– Sí. Y el divorcio fue realmente asqueroso -me dijo la abuela-. Casi tan asqueroso como el tuyo.

– Dejé el listón muy alto.

– Fuiste dura de pelar -dijo la abuela.

Mi madre volvió a poner los ojos en blanco.

– Fue una desgracia.

Mabel Markowitz vive en un museo. Se casó en 1943 y todavía tiene su primera lámpara de mesa, su primera olla y su primera mesa de cocina de fórmica y metal cromado. Y la última vez que cambió el papel pintado de la sala fue en 1957. Las flores se han borrado, pero el engrudo resiste. La moqueta es oriental y oscura. Los muebles tapizados muestran ligeros huecos en el centro, causados por traseros que hace tiempo se fueron… bien con Dios, bien a Hamilton Township.

Desde luego, si hay una huella que no aparece en los muebles es la del trasero de Mabel, puesto que ella es un esqueleto ambulante que nunca se sienta. Mabel cocina y limpia y va de acá para allá mientras habla por teléfono. Tiene los ojos brillantes y se ríe con facilidad, dándose palmadas en el muslo, o secándose las manos en el delantal. Su pelo es fino y gris, corto y rizado. Lo primero que hace por la mañana es darse en la cara unos polvos blancos como la tiza. Lleva un lápiz de labios rosa que renueva cada hora y que se le corre por las profundas arrugas que bordean sus labios.

– Stephanie -dijo-, me alegro de verte. Entra. He hecho bizcocho de café.

La señora Markowitz siempre tiene bizcocho de café. Así son las cosas en el Burg. Las ventanas limpias, los coches grandes y siempre un bizcocho de café en casa.

Me senté a la mesa de la cocina.

– La verdad es que no sé mucho de fianzas. El experto en el tema es mi primo Vinnie.

– No se trata realmente de fianzas -dijo Mabel-. La cuestión es encontrar a una persona. Y he mentido en eso de que era para una amiga. Me daba vergüenza. Lo que pasa es que ni siquiera sé por dónde empezar a contarte la historia.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Partió un trozo de bizcocho de café y se lo metió en la boca. Furiosa. Mabel no era del tipo de personas que se dejan llevar fácilmente por las emociones. Ayudó a bajar el bizcocho con un trago de un café que era lo bastante fuerte como para disolver la cucharilla si la dejabas un rato dentro de la taza. Nunca aceptéis un café de la señora Markowitz.

– Me imagino que ya sabes que el matrimonio de Evelyn no salió bien. Ella y Steve se divorciaron no hace mucho y fue bastante desagradable -dijo por fin Mabel.

Evelyn es la nieta de Mabel. Conozco a Evelyn de toda la vida, pero nunca fuimos amigas íntimas. Ella vivía a varias manzanas de distancia e iba a un colegio católico. Nuestros caminos sólo se cruzaban los domingos, cuando venía a comer a casa de Mabel. Valerie y yo la llamábamos Risitas, porque se reía por todo. Venía a casa a jugar juegos de mesa vestida con su ropa de domingo y se reía al tirar los dados, se reía cuando movía la ficha, se reía cuando perdía… Se reía tanto que le salieron hoyuelos. Y cuando creció fue una de esas chicas que los hombres adoran. Evelyn era toda curvas suaves, hoyuelos y energía vital.

Últimamente casi no veía a Evelyn, pero, cuando la veía, no le quedaba mucho de aquella energía.

Mabel apretó los labios.

– Durante el divorcio hubo tantas peleas y tanto resentimiento que el juez le impuso a Evelyn una de esas nuevas fianzas de custodia infantil. Supongo que temía que Evelyn no dejara que Steven viera a Annie. En fin, la cosa es que Evelyn no tenía dinero para pagar la fianza. Steven se quedó con el dinero que Evelyn recibió al morir mi hija y no le dejó disponer de nada. Evelyn era como una prisionera en aquella casa de la calle Key. Soy prácticamente la única familia que les queda a Evelyn y a Annie, de modo que puse mi casa como aval. Evelyn no habría conseguido la custodia de no ser así.

Todo aquello era nuevo para mí. Nunca había oído hablar de fianzas de custodia. Las personas que yo perseguía habían violado la libertad bajo fianza.

Mabel recogió las migas de encima de la mesa y las tiró al fregadero. A Mabel le costaba estar sentada.

– Todo iba bien hasta que la semana pasada recibí una carta de Evelyn en la que me decía que ella y Annie se iban algún tiempo. No le di demasiada importancia pero, de repente, resulta que todo el mundo está buscando a Annie. Steven se presentó en mi casa hace un par de días, dando voces y diciendo cosas terribles de Evelyn. Decía que no tenía derecho a llevarse a Annie así, alejándola de él y haciéndole abandonar el curso en el colegio. Y dijo que iba a recurrir a la fianza de custodia. Y esta mañana recibo una llamada de la agencia de fianzas y me dicen que me van a quitar la casa si no les ayudo a encontrar a Annie.

Mabel recorrió la cocina con la mirada.

– No sé lo que haría sin mi casa. ¿De verdad me la pueden quitar?

– No lo sé -dije-. Nunca he trabajado en un caso como éste.

– Entre todos han conseguido preocuparme. ¿Cómo sé si Evelyn y Annie están bien? No tengo forma de ponerme en contacto con ellas. Y sólo me mandó una nota. Ni siquiera hablé con Evelyn en persona.


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