Las enfermeras le pasaron un segundo montón de cosas: unas sábanas bastas y una almohada, una raída manta color aceituna, excedente del ejército, un albornoz y un pijama como los que llevaban algunos pacientes. Los dejó sobre la maleta y lo cargó todo en sus brazos.

– Muy bien, te enseñaré dónde está tu cama -dijo Moses-. Guardaremos tus cosas. ¿Qué actividades tenemos hoy para Pajarillo, señoras?

– Almuerzo a mediodía -indicó una enfermera tras echar otro vistazo al expediente-. Luego está libre hasta una sesión en grupo en la sala 101, a las tres, con el señor Evans. Vuelve aquí a las cuatro y media. Cena a las seis. Medicación a las siete. Eso es todo.

– ¿Lo has oído, Pajarillo?

Francis asintió. No se fiaba de su voz. En lo más profundo de su ser oía retumbar órdenes de que guardara silencio y estuviera alerta, y debía obedecerlas. Siguió a Moses hasta un amplio dormitorio que contenía entre treinta y cuarenta camas alineadas. Todas estaban hechas, excepto una, cerca de la puerta. Había una media docena de hombres acostados, dormidos o mirando el techo, que apenas se volvieron hacia ellos cuando entraron.

Moses le ayudó a hacer la cama y a guardar sus cosas en un arcón. También cabía la maleta. Tardó menos de cinco minutos en instalarse.

– Bueno, ya está -comentó el auxiliar.

– ¿Qué me pasará ahora?

– Ahora, Pajarillo -repuso el otro con un gesto nostálgico-, lo que tienes que hacer es mejorar.

– ¿Cómo? -preguntó Francis.

– Ésa es la pregunta clave, Pajarillo. Tendrás que averiguarlo por tu cuenta.

– ¿Qué debería hacer?

– Sé reservado -le aconsejó Moses-. Este sitio puede ser duro a veces.

Tienes que conocer a los demás y darles el espacio que necesitan. No pretendas hacer amigos demasiado pronto. Mantén la boca cerrada y sigue las normas. Si necesitas ayuda, habla conmigo o con mi hermano, o con una enfermera, y procuraremos arreglar lo que sea.

– ¿Pero cuáles son las normas?

El corpulento auxiliar se volvió y señaló un cartel colocado a cierta altura en la pared.

PROHIBIDO FUMAR EN EL DORMITORIO

PROHIBIDO HACER RUIDOS FUERTES

PROHIBIDO HABLAR DESPUÉS DE LAS 21 H

RESPETA A LOS DEMÁS

RESPETA LAS PERTENENCIAS DE LOS DEMÁS

Cuando terminó de leerlas por segunda vez, Francis se volvió. No estaba seguro de dónde ir ni de qué hacer. Se sentó en el borde de la cama.

Al otro lado de la habitación, uno de los hombres que estaba tumbado fingiendo dormir, se puso de pie de repente. Era muy alto, de casi dos metros, de pecho hundido, brazos delgados y huesudos que le sobresalían de una raída camiseta de los New England Patriots, y piernas como palillos que le salían de unos pantalones verde cirujano que le iban diez centímetros cortos. La camiseta tenía las mangas cortadas a la altura de los hombros. Era mucho mayor que Francis y llevaba el cabello greñudo, apelmazado y largo hasta los hombros. Había abierto mucho los ojos, como si estuviera medio aterrado y medio furioso. Alzó una mano cadavérica y señaló a Francis.

– ¡Alto! -gritó-. ¡Para!

– ¿Qué tengo que parar? -Francis retrocedió.

– ¡Para! ¡Lo sé! ¡No me engañas! ¡Lo supe en cuanto entraste! ¡Para!

– No sé qué estoy haciendo -respondió Francis.

El hombre agitaba los brazos en el aire como si intentara apartar telarañas de su camino. Elevaba más la voz a cada paso que daba.

– ¡Para! ¡Para! ¡Te tengo calado! ¡No me la pegarás!

Francis miró alrededor en busca de una escapatoria o de un sitio donde esconderse, pero estaba acorralado entre el hombre que avanzaba hacia él y la pared. Los demás pacientes seguían durmiendo o sin hacer caso de lo que pasaba.

El hombre parecía aumentar de tamaño y de ferocidad a cada paso.

– ¡Estoy seguro! ¡Lo supe en cuanto entraste! ¡Para ya!

La confusión paralizaba a Francis. Sus voces interiores le gritaban un torrente de advertencias: ¡Corre! ¡Nos va a hacer daño! ¡Escóndete! Movía la cabeza a uno y otro lado buscando una escapatoria. Trató de obligar a sus músculos a moverse, por lo menos para levantarse de la cama, pero, en lugar de eso, retrocedió encogido de miedo.

– ¡Si no paras te detendré yo! -bramó el hombre. Parecía dispuesto a atacarlo.

Francis levantó los brazos para protegerse.

El larguirucho soltó una especie de grito de guerra, se enderezó, sacó el pecho hundido, agitó los brazos por encima de la cabeza y, cuando parecía a punto de abalanzarse sobre Francis, otra voz resonó en la habitación.

– ¡Quieto ahí!

El hombre vaciló un instante y se volvió hacia la voz.

– ¡No te muevas!

Francis seguía pegado a la pared y con los ojos cerrados.

– ¿Qué estás haciendo?

– Pero es él -aseguró el hombre a quienquiera que hubiera entrado en el dormitorio, y pareció encogerse.

– ¡No, no lo es! -fue la respuesta.

Y Francis vio que su salvador era el hombre que había conocido los primeros minutos que estuvo en el hospital.

– ¡Déjalo en paz!

– ¡Pero es él! ¡Lo supe en cuanto lo vi!

– Eso me dijiste a mí cuando llegué. Es lo que dices a todos los nuevos.

Eso hizo dudar al hombre alto.

– ¿En serio? -preguntó.

– Sí.

– Todavía creo que es él -insistió pero, de modo extraño, la vehemencia había desaparecido de su voz, sustituida por la duda-. Estoy bastante seguro -añadió-. Podría serlo, no hay duda. -A pesar de la convicción que contenían esas palabras, su voz reflejaba incertidumbre.

– Pero ¿por qué? -preguntó el otro-. ¿Por qué estás tan seguro?

– Es que cuando entró me pareció tan claro… Lo estaba observando y… -Su voz se fue apagando-. Quizás esté confundido.

– Creo que estás equivocado.

– ¿De veras?

– Sí.

El otro avanzó, sonriendo de oreja a oreja. Pasó junto al hombre alto.

– Bueno, Pajarillo, veo que ya te has instalado.

Francis asintió.

– Larguirucho, te presento a Pajarillo -dijo entonces-. Lo conocí el otro día en el edificio de administración. No es la persona que tú crees, como yo tampoco lo era cuando me viste por primera vez. Te lo aseguro.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro? -preguntó el hombre alto.

– Bueno, lo vi llegar y vi su tablilla, y te prometo que, si fuera el hijo de Satán y hubiera sido enviado a hacer el mal en el hospital, habría estado anotado ahí, porque estaban todos los demás detalles. Ciudad natal. Familia. Dirección. Edad. Todo. Pero no que fuera el anticristo.

– Satán es un gran impostor. Su hijo debe de ser igual de astuto. Tal vez se esconda. Incluso de Tomapastillas.

– Puede. Pero había un par de policías conmigo y seguro que ellos sabrían reconocer al hijo de Satán. Les entregan volantes y notas informativas, y esas fotografías que se ven en las oficinas de correos. Ni siquiera el hijo de Satán podría engañar a dos policías estatales.

El hombre alto escuchó atentamente esta explicación. Después, se volvió hacia Francis.

– Lo siento. Al parecer, me equivoqué. Ahora me doy cuenta de que no eres la persona que estoy buscando. Te ruego que aceptes mis más sinceras disculpas. La vigilancia es nuestra única defensa contra el mal. Hay que tener mucho cuidado, ¿sabes? Todos los días, a todas horas. Es agotador, pero del todo necesario…

– Sí-corroboró Francis, que por fin logró ponerse en pie-. Por supuesto. No pasa nada.

El hombre alto le estrechó la mano con entusiasmo.

– Encantado de conocerte, Pajarillo. Eres generoso. Y es evidente que educado. Siento de veras haberte asustado.

A Francis, aquel hombre le pareció de repente dócil y servicial. Sólo se veía viejo, andrajoso, un poco como una revista antigua que ha estado demasiado tiempo sobre una mesa.

– Me llaman Larguirucho. -Se encogió de hombros-. Me paso aquí la mayor parte del tiempo.

Francis asintió.

– Yo soy…


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