Nos pasaba a todos los locos, era nuestra mayor esperanza y nuestro mayor sueño: queríamos ser algo. Lo que nos afligía era lo difícil que resultaba lograr ese objetivo, así que lo sustituíamos por delirios. En mi planta había media docena de Jesucristos, o por lo menos personas que insistían en que se podían comunicar con El directamente, un Mahoma que se arrodillaba tres veces al día para rezar de cara a La Meca, aunque solía orientarse en la dirección equivocada, un par de George Washington y otros presidentes, desde Lincoln y Jefferson hasta Johnson y Nixon, y varios pacientes, como el inofensivo pero a veces aterrador Larguirucho, que estaban pendientes de signos de Satán o de cualquiera de sus adláteres. Había personas obsesionadas con los gérmenes, gente a la que aterraban unas bacterias invisibles que flotaban en el aire, otras que creían que todos los rayos de una tormenta iban dirigidos a ellas, de modo que se encogían de miedo por los rincones. Otros pacientes no decían nada y se pasaban días enteros en un silencio absoluto, y otros soltaban palabrotas a diestro y siniestro. Unos se lavaban las manos veinte o treinta veces al día, y otros no se bañaban nunca. Había multitud de compulsiones y obsesiones, delirios y desesperaciones. Uno de los que acabó cayéndome bien era conocido como Noticiero. Recorría los pasillos como un pregonero actual, gritando titulares; era una enciclopedia de la actualidad. Por lo menos, a su manera, nos mantenía conectados con el mundo exterior y nos recordaba que al otro lado de los muros del hospital pasaban cosas. Y había incluso una mujer obesa que ocupaba las horas jugando estupendamente al ping-pong en la sala de estar, pero que se pasaba la mayoría del rato reflexionando sobre el hecho de ser la reencarnación de Cleopatra. Algunas veces, sin embargo, Cleo sólo creía ser Elizabeth Taylor en la película. Fuera como fuese, podía recitar casi todas las frases del film, incluso las de Richard Burton, o la totalidad del drama de Shakespeare, mientras daba otra paliza a quien se atreviera a jugar con ella.
Ahora, cuando lo recuerdo, me parece todo muy ridículo y pienso que debería reírme.
Pero no lo era. Era un sitio de un dolor indescriptible.
Eso es lo que la gente que nunca ha estado loca no puede entender. Lo mucho que hiere cada delirio. Lo lejos que parece la realidad del alcance de uno. Es un mundo de desesperación y frustración. Sísifo y su peñasco habrían encajado a la perfección en el Hospital Estatal Western.
Iba a mis sesiones diarias en grupo con el señor Evans, a quien llamábamos señor del Mal. Un psicólogo con el pecho hundido y una imperiosa actitud que parecía sugerir que era superior porque él se iba a casa al terminar el día y nosotros no, lo que nos molestaba, pero que, por desgracia, era la clase más auténtica de superioridad. En estas sesiones se nos animaba a hablar con franqueza sobre los motivos por los que estábamos en el hospital y sobre lo que haríamos cuando nos dieran de alta.
Todo el mundo mentía. Unas mentiras maravillosas, desenfrenadas, optimistas, desmedidas, entusiastas.
Excepto Peter el Bombero, que apenas intervenía. Se sentaba a mi lado y escuchaba educadamente cualquier fantasía que los demás se inventaran sobre encontrar un empleo, volver a estudiar o quizá colaborar con un programa de autoayuda para servir a otras personas tan aquejadas como nosotros. Todas estas conversaciones eran mentiras basadas en un deseo único e imposible: parecer normales. O, por lo menos, bastante normales como para que nos dejaran volver a casa.
Al principio me preguntaba si los dos habían llegado a algún acuerdo privado pero muy frágil, porque el señor del Mal nunca pedía a Peter el Bombero que aportara algo al debate, ni siquiera cuando se alejaba de nosotros y de nuestros problemas y trataba de algo interesante como la actualidad, con hechos como la crisis de los rehenes en Irán, los disturbios en las zonas urbanas deprimidas o las aspiraciones de los Red Sox para la temporada siguiente, temas de los que el Bombero sabía mucho. Ambos hombres compartían cierta malevolencia, pero uno era paciente y el otro administrador, y al principio no se veía.
De modo extraño, hace muy poco empecé a pensar como si hubiera anticipado en una expedición desesperada a las regiones más alejadas devastadas de la Tierra, al margen de la civilización, y me hubiera distanciado de todo lo conocido para adentrarme en territorios ignotos. Territorios agrestes.
Y que pronto serían más agrestes aún.
La pared me atraía, y entonces el teléfono del rincón de la cocina empezó a sonar. Supe que sería una de mis hermanas que llamaba para saber cómo estaba, que era, por supuesto, como estoy siempre y como supongo que estaré siempre. Así que no contesté.
Al cabo de unas semanas, lo que quedaba de invierno parecía haberse batido en una triste retirada, y Francis avanzaba por un pasillo buscando algo que hacer. Una mujer a su derecha farfullaba algo lastimero sobre niños perdidos y se balanceaba atrás y adelante con los brazos cruzados como si acunasen algo precioso, cuando no era así. Delante de él, un hombre viejo en pijama, con la piel arrugada y una mata de pelo plateada y rebelde, contemplaba con tristeza una pared blanca hasta que Negro Chico llegó y le giró con suavidad por los hombros, de modo que lo dejó mirando por una ventana con barrotes. Esta nueva ubicación, con su nueva vista, llevó una sonrisa al rostro del anciano y Negro Chico le dio una palmadita en el brazo para tranquilizarlo. Luego se acercó a Francis.
– ¿Cómo estás hoy, Pajarillo?
– Bien, señor Moses. Aunque un poco aburrido.
– En la sala de estar están viendo telenovelas.
– No me gustan demasiado esos programas.
– ¿No te pican la curiosidad, Pajarillo? ¿No empiezas a preguntarte qué pasará a toda esa gente con una vida tan extraña? Hay muchos giros y misterios que enganchan a muchos espectadores. ¿No te interesan?
– Supongo que deberían, señor Moses, pero no lo sé. No me parecen reales.
– Bueno, también hay personas jugando a cartas. Y también a juegos de mesa.
Francis sacudió la cabeza.
– ¿Y una partida de ping-pong con Cleo?
El joven sonrió y siguió sacudiendo la cabeza.
– ¿Qué pasa, señor Moses? -dijo-. ¿Cree que estoy tan loco como para retarla?
– No, Pajarillo. -El comentario arrancó una carcajada al auxiliar-. Ni siquiera tú estás tan loco.
– ¿Puedo obtener un pase para salir al aire libre? -preguntó Francis de golpe.
– Varios pacientes saldrán esta tarde -contestó Negro Chico tras echar un vistazo al reloj-. Hace un día tan bonito que podrían plantar algunas flores, dar un paseo y respirar un poco de aire fresco. Ve a ver al señor Evans y puede que te deje ir. A mí me parece bien.
Francis encontró al señor del Mal de pie en el pasillo, frente a su despacho, charlando con el doctor Tomapastillas. Los dos parecían agitados. Gesticulaban y discutían vehementemente, pero era una discusión curiosa, porque cuanto más intensa se volvía, más bajo hablaban, de modo que al final, cuando Francis estuvo a su lado, los dos se siseaban como un par de serpientes enfrentadas. Parecían ajenos al resto del mundo, y varios pacientes se unieron a Francis arrastrando los pies a izquierda y derecha. Francis oyó por fin cómo Tomapastillas decía enfadado:
– Bueno, no podemos permitirnos este tipo de fallo, ni por un momento. Espero por su bien que aparezcan pronto.
– Es evidente que se han perdido, o acaso las han robado -respondió el señor del Mal-. Eso no es culpa mía. Seguiremos buscando, es lo único que puedo hacer.
– Hágalo. -Tomapastillas asintió, pero su rostro reflejaba rabia-. Y espero que tarde o temprano aparezcan. No deje de informar a seguridad, y pídales que le den otro juego. Pero es una violación grave de las normas.