Resulta muy duro, en los tiempos que vivimos, estar loco y ser de mediana edad.

O ya no estarlo, pero sólo mientras siga tomando las pastillas.

Ahora me paso los días en busca de movimiento. No me gusta llevar una vida sedentaria. Así que ando a paso rápido por la ciudad, desde los parques a las zonas comerciales e industriales, mirando y observando pero sin detenerme. O busco actividades en las que haya mucho movimiento ante mis ojos, como un partido de fútbol americano o de baloncesto. Si ocurre algo ajetreado delante de mí, puedo descansar. Si no, mis pies siguen adelante -cinco, seis, siete o más horas al día-. Una maratón diaria que me gasta las suelas y me mantiene delgado y vigoroso. En invierno calzo unas botas rígidas y repiqueteantes del Ejército de Salvación. El resto del año llevo zapatillas de deporte que obtengo en la tienda de material deportivo. Cada pocos meses, el propietario me pasa un par del cuarenta y cinco de algún modelo que ya no tiene salida, y así sustituyo el que se me ha quedado hecho jirones en los pies.

A principios de primavera, tras el primer deshielo, me dirijo hacia las cascadas, donde hay una escalera para peces, y cada día trabajo como voluntario para registrar el regreso del salmón a la cuenca del río Connecticut. Eso me exige observar cómo infinitos litros de agua fluyen por la presa, y ver de vez en cuando cómo un pez remonta la corriente, impulsado por un potente instinto de volver a su lugar de nacimiento, donde, en el mayor misterio, desovará a su vez y morirá. Admiro al salmón porque comprendo lo que significa ser empujado por fuerzas que los demás no pueden ver, sentir ni oír, y percibir la obligación de un deber más importante que uno mismo. Son peces psicóticos. Tras años de recorrer tan felices el ancho océano, oyen una poderosa voz interior que los impele a iniciar este viaje imposible hacia su propia muerte. Perfecto. Me gusta pensar que los salmones están tan locos como yo antes. Cuando veo uno, hago una anotación a lápiz en un formulario que me proporciona el Wildlife Service estatal y a veces susurro un saludo: «Hola, hermano. Bienvenido a la sociedad de los locos.»

Es fácil detectar a los peces, porque son esbeltos y tienen los costados plateados debido a sus largos viajes por el salado océano. Es una presencia brillante en el agua reluciente, invisible al ojo inexperto, casi como una fuerza invisible que pasa por la ventanita desde donde vigilo. Casi noto la llegada del salmón antes de que aparezca al pie de la escalera para peces. Contar peces es algo satisfactorio, aunque pueden pasar horas sin que llegue uno, y nunca hay los suficientes para complacer a los del Wildlife Service, que comprueban el número de los que han regresado y sacuden la cabeza, frustrados. Pero la ventaja de mi capacidad para detectarlos se traduce en otras. Mi jefe del Wildlife Service llamó a la policía local para informarle de que yo era totalmente inofensivo, aunque siempre me he preguntado cómo lo dedujo y tengo sinceras dudas sobre su veracidad general. De modo que me toleran en los partidos de fútbol y otros actos, y ahora, realmente, aunque no pueda decirse que sea bienvenido en esta antigua ciudad industrial, por lo menos soy aceptado. No se cuestiona mi rutina, y más que loco, me consideran excéntrico, lo que, como he averiguado con los años, es un estatus bastante seguro.

Vivo en un pequeño apartamento de un dormitorio gracias a un subsidio del Estado. Está amueblado en lo que yo llamo estilo moderno encontrado en la calle. Mi ropa procede del Ejército de Salvación o de alguna de mis dos hermanas menores, que viven a un par de ciudades de distancia y que, de vez en cuando, por algún extraño sentimiento de culpa que no comprendo, sienten la necesidad de hacer algo por mí vaciando los armarios de sus maridos. Me compraron un televisor de segunda mano que apenas veo y una radio que rara vez escucho. Me visitan cada pocas semanas para traerme comida casera, medio solidificada, en recipientes de plástico, y pasamos un rato hablando con incomodidad, sobre todo de mis padres, a quienes ya no les apetece demasiado verme porque soy un recordatorio de las esperanzas perdidas y la amargura que la vida puede proporcionar de modo tan inesperado. Lo acepto e intento mantener las distancias. Mis hermanas se ocupan del pago de las facturas de la calefacción y la luz. Se aseguran de que me acuerde de cobrar los escasos cheques que llegan desde diversos organismos estatales de ayuda. Comprueban que haya tomado toda la medicación. A veces lloran, creo, al ver lo cerca que vivo de la desesperación, pero ésa es la impresión que ellas tienen, no la mía, porque en realidad yo me siento bastante cómodo. Estar loco te proporciona una visión interesante de la vida. Sin duda, te lleva a aceptar mejor ciertas cosas que te ocurren, excepto las veces en que los efectos de la medicación se pasan un poco y me siento muy inquieto y enojado por el modo en que me ha tratado la vida.

Pero la mayoría del tiempo, aunque no sea feliz, por lo menos tengo conciencia de las cosas.

Y mi existencia tiene detalles fascinantes, como lo mucho que me he dedicado a estudiar la vida en esta ciudad. Resulta sorprendente cuánto he aprendido en mis recorridos diarios. Voy con los ojos abiertos y los oídos atentos y capto toda clase de informaciones. Desde que me dieron de alta del hospital, después de que pasaran en él todas las cosas que iban a pasar, me valgo de lo que aprendo, es decir, soy observador. Gracias a mis recorridos diarios he llegado a saber quién tiene una aventura escabrosa con qué vecino, qué marido se va de casa, quién bebe demasiado, quién pega a sus hijos. Sé qué negocios tienen dificultades y quién ha heredado dinero de sus padres o quién lo ha ganado con un billete de lotería agraciado. Descubro qué adolescente anhela una beca de fútbol americano o de baloncesto para ir a la universidad, y qué adolescente irá unos meses a visitar a alguna tía lejana para afrontar un embarazo indeseado. He llegado a saber qué policías te dan un respiro y cuáles son rápidos con la porra o las multas, según el caso. Y también hay todo tipo de observaciones menores que tienen que ver con quién soy y en quién me he convertido, como por ejemplo, la peluquera que al final del día me hace señas para que entre a cortarme el pelo -para estar más presentable durante mis recorridos diarios- y después me da cinco dólares de las propinas de la jornada, o el encargado del McDonald's local, que, cuando me ve pasar, me da una bolsa de hamburguesas y patatas fritas, y que sabe que me gustan los batidos de vainilla y no los de chocolate. Estar loco y caminar por la calle es la forma más clara de ver la naturaleza humana; puedes observar cómo la ciudad fluye, como hago con el agua en la escalera para peces.

Y no es que sea un inútil. Una vez vi abierta una puerta de una fábrica a una hora impropia y busqué a un policía, que se llevó todo el mérito por el robo que impidió. Pero la policía me entregó un certificado cuando anoté la matrícula de un conductor que tras atropellar a un ciclista se dio a la fuga una tarde de primavera. En otra ocasión actualicé eso de entre-ellos-se-conocen, cuando al cruzar un parque lleno de niños que jugaban me fijé en un hombre que me dio mala espina. Tiempo atrás, mis voces lo habrían observado y me habrían alertado, pero esta vez me encargué yo solo de mencionárselo a la joven maestra de preescolar que estaba leyendo una revista sentada en un banco a diez metros del cajón de arena y de los columpios sin prestar atención a los pequeños. Resultó que el hombre había salido de la cárcel hacía poco y era un delincuente sexual habitual.

Esa vez no me dieron ningún certificado, pero la maestra hizo que los niños me regalaran un dibujo de ellos mismos jugando y con la palabra «gracias» escrita con esa letra extraordinariamente alocada que tienen los niños antes de que los carguemos de razones y opiniones. Me llevé el dibujo a casa y lo colgué de la pared, sobre la cabecera de la cama, donde aún sigue. Mi vida es gris, y el dibujo me recuerda los colores que podría haber tenido si no hubiera seguido el camino que me condujo hasta aquí.


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