La noche era una sinfonía de aflicción.
Los ronquidos, las toses y los gorgoteos se mezclaban con las pesadillas. Los pacientes hablaban en sueños con familiares y amigos que no estaban ahí, con dioses que ignoraban sus oraciones, con demonios que los atormentaban. Gritaban sin cesar, y pasaban llorando las horas de mayor oscuridad. Todo el mundo dormía, pero nadie descansaba.
Estábamos encerrados con toda la soledad que trae la noche.
Quizá fuera la luz de la luna que se colaba entre los barrotes de las ventanas lo que me mantuvo esa noche entre el sueño y la vigilia. Quizá seguía estando nervioso por lo ocurrido durante el día. Quizá mis voces estaban inquietas. He pensado muchas veces en ello, porque todavía no estoy seguro de lo que me mantuvo en ese incómodo estadio entre la vigilancia y la inconsciencia. Peter gemía en sueños y se revolvía en la cama, junto a la mía. La noche era difícil para él. De día podía mostrar una actitud razonable que parecía impropia del hospital, pero por la noche algo le roía por dentro. Y mientras yo iba y venía entre esos estados de ansiedad, recuerdo haber visto a Larguirucho, a unas camas de distancia, sentado en la posición del loto como un indio americano en un consejo tribal, mirando hacia el otro lado del dormitorio. Recuerdo haber pensado que el tranquilizante que le habían dado no le había hecho efecto, porque lo normal era que lo hubiera sumido en un sueño tranquilo. Pero los impulsos que antes lo habían desquiciado vencían con facilidad al tranquilizante y, en lugar de eso, estaba sentado farfullando y gesticulando con las manos como un director que no logra que la orquesta toque al compás adecuado.
Así es como lo recordaba de esa noche, hasta el momento en que una mano en el hombro me sacudió para despertarme. Ése fue el momento, así que tenía que empezar ahí.
Por lo tanto, tomé el lápiz y escribí:
Francis dormía a trompicones hasta que lo despertó una sacudida insistente que pareció alejarlo de algún lugar agitado y le recordó al instante dónde estaba. Abrió los ojos, pero antes de que se le adaptaran a la oscuridad oyó la voz de Larguirucho que le susurraba con suavidad pero con energía, lleno de placer y entusiasmo infantil: «Estamos a salvo, Pajarillo. ¡Estamos a salvo!»
Francis dormía a trompicones hasta que lo despertó una sacudida insistente que pareció alejarlo de algún lugar agitado y le recordó al instante dónde estaba. Abrió los ojos, pero antes de que se le adaptaran a la oscuridad oyó la voz de Larguirucho que le susurraba con suavidad pero con energía, lleno de placer y entusiasmo infantil:
– Estamos a salvo, Pajarillo. ¡Estamos a salvo!
Su figura le recordó a un dinosaurio alado posado al borde de la cama. A la luz de la luna que se filtraba por la ventana, Francis distinguió una extraña expresión de alegría y alivio en su rostro.
– ¿De qué estamos a salvo? -quiso saber, aunque en cuanto hizo la pregunta se dio cuenta de que conocía la respuesta.
– Del mal -respondió Larguirucho, y se rodeó el cuerpo con los brazos. Luego hizo un segundo movimiento y levantó la mano izquierda para cubrirse la frente, como si la presión de la palma y los dedos pudiera contener los pensamientos y las ideas que le surgían con desenfreno.
Cuando se apartó la mano de la frente, Francis tuvo la impresión de que le había quedado una marca, casi como de hollín. No era fácil distinguir nada a la luz tenue que había en la habitación. Larguirucho también debió de notar algo, porque de repente se miró los dedos con gesto burlón.
– ¡Larguirucho! -susurró Francis, que se había incorporado en la cama-. ¿Qué ha pasado?
Antes de que él pudiera responder, Francis oyó un siseo. Era Peter, que se había despertado y se inclinaba hacia ellos.
– ¡Dínoslo, Larguirucho! ¿Qué ha pasado? -pidió Peter con la voz queda-. Pero no hagas ruido. No despiertes a nadie más.
Larguirucho asintió con la cabeza. Pero sus palabras se precipitaron de forma entusiasta, casi dichosa. Rezumaban alivio y liberación.
– Ha sido una visión, Peter. Tiene que haber sido un ángel que me ha sido enviado. Esta visión vino a mi lado, Pajarillo, para decirme…
– ¿Para decirte qué? -susurró Francis.
– Para decirme que tenía razón. Desde el principio. El mal había intentado llegar hasta nosotros, Pajarillo. La encarnación del mal estaba aquí, en el hospital, a nuestro lado. Pero ha sido destruida y ahora estamos a salvo. -Exhaló despacio y añadió-: Gracias a Dios.
Francis no sabía cómo interpretar aquello pero el Bombero se sentó al lado del hombre alto.
– ¿Esa visión estuvo aquí? ¿En esta habitación? -le preguntó.
– Junto a mi cama. Nos abrazamos como hermanos.
– ¿La visión te tocó?
– Sí. Era tan real como tú o como yo, Peter. Notaba su vida junto a la mía. Como si nuestros corazones latieran al unísono. Excepto que también era mágica, Pajarillo.
El Bombero asintió. Luego, alargó la mano despacio y tocó la frente de Larguirucho, donde seguían las marcas de hollín. Peter se frotó los dedos.
– ¿Viste que la visión entrara por la puerta, o cayó de arriba? -preguntó, y señaló hacia la puerta del dormitorio y luego hacia el techo.
– No. -Larguirucho sacudió la cabeza-. Llegó sin más. En un segundo estaba junto a mi cama. Parecía bañada de luz, como si procediera del cielo. Pero no pude verle la cara. Casi como si estuviera envuelta en un velo. Tiene que haber sido un ángel -comentó-. Imagina, Pajarillo, un ángel aquí. Aquí, en esta habitación. En nuestro hospital. Para protegernos.
Francis no dijo nada, pero Peter asintió con la cabeza. Se llevó los dedos a la nariz y se los olió. Francis tuvo la impresión de que se sorprendía. El Bombero hizo una pausa y echó un vistazo alrededor de la habitación. A continuación pronunció unas palabras autoritarias en voz baja, como órdenes de un mando militar cuando el enemigo está cerca y el peligro se esconde detrás de cada sombra.
– Larguirucho, vuelve a la cama y espera a que Pajarillo y yo regresemos. No digas nada a nadie. Silencio absoluto, ¿entendido?
Larguirucho fue a replicar pero vaciló.
– De acuerdo -dijo-. Pero estamos a salvo. Estamos todos a salvo. ¿No crees que los demás querrán saberlo?
– Vamos a asegurarnos antes de ilusionarlos -repuso Peter. Eso pareció tener sentido para Larguirucho, porque asintió, se levantó y regresó a su cama. Cuando llegó, se volvió y se llevó el dedo índice a los labios haciendo la señal de silencio.
– Ven conmigo, Pajarillo -susurró Peter después de sonreír a Larguirucho-. ¡Y no hagas ruido! -Cada palabra parecía poseer una tensión indefinida que Francis no acababa de entender.
Sin mirar atrás, el Bombero avanzó con cautela entre las camas, moviéndose sigiloso por el reducido espacio que separaba a los hombres dormidos. Pasó junto al baño, donde un haz de luz sobresalía por debajo de la puerta. Algunos hombres se movieron y uno pareció querer levantarse cuando pasaron junto a su cama, pero Peter se limitó a pedirle que guardara silencio, y el hombre emitió un gemido, se giró y volvió a dormirse.
Cuando llegó a la puerta, miró atrás y vio a Larguirucho, sentado de nuevo en la cama en la posición del loto. Éste los vio y los saludó con la mano.
Peter alargó la mano hacia el pomo.
– Está cerrada con llave -indicó Francis-. Cierran todas las noches.
– Esta noche no -replicó Peter. Y, para probarlo, giró el pomo. La puerta se abrió con un ligero crujido-. Vamos, Pajarillo.
El pasillo estaba a oscuras durante la noche, con sólo alguna que otra lámpara tenue que lanzaba reducidos arcos de luz al suelo. El silencio desconcertó momentáneamente a Francis. Por lo general, los pasillos del edificio Amherst estaban abarrotados de gente sentada, de pie, caminando, fumando, hablando consigo misma, hablando con gente que no estaba ahí o incluso hablando entre sí. Los pasillos eran como las venas del hospital, sin cesar bombeaban sangre y energía a cada órgano importante. Nunca los había visto vacíos. La sensación de estar solo en el pasillo resultaba inquietante. El Bombero, sin embargo, no parecía preocupado. Miraba pasillo adelante, hacia donde una lámpara de escritorio emitía un tenue brillo amarillo en el puesto de enfermería. Desde donde estaban, el puesto parecía vacío.