– Pajarillo -me dijo-, de aquí a un rato empezarán a hacer preguntas. Preguntas muy desagradables. Pueden decir que sólo quieren información pero, hazme caso, sólo quieren ayudarse a sí mismos. Da respuestas cortas y concisas, y limítate a hablar de lo que has visto y oído esta noche. ¿Lo has entendido?

– Sí-contesté, aunque no sabía muy bien a qué estaba accediendo-. Pobre Larguirucho -repetí.

– Sí, pobre Larguirucho -asintió el Bombero-. Pero no por los motivos que crees. Al final verá a la encarnación del mal de cerca y en persona. Quizá todos lo hagamos.

Recorrimos el pasillo hacia el puesto de enfermería vacío. Nuestros pies desnudos apenas hacían ruido. La puerta metálica que debería haber estado cerrada, estaba abierta de par en par. Había papeles esparcidos por el suelo. Podían haber caído de la mesa simplemente porque alguien se movió demasiado de prisa, o podían haber ido a parar al suelo en medio de una breve pelea. Era difícil de adivinar. No había más indicios de que ahí hubiera ocurrido algo. El armario cerrado con llave que contenía los medicamentos estaba abierto, y en el suelo había unos cuantos recipientes de plástico para las pastillas. Además, el macizo teléfono negro de las enfermeras estaba descolgado. Peter señaló ambas cosas, como había hecho antes cuando examinaba el trastero. Después puso el auricular en su sitio. Acto seguido, volvió a levantarlo para obtener línea y pulsó el cero para hablar con la seguridad del hospital.

– ¿Seguridad? Ha habido un incidente en Amherst -anunció-. Será mejor que vengan deprisa.

Colgó de golpe y esperó de nuevo el tono de línea. Esta vez marcó el número de la policía.

– Buenas noches -dijo con calma un momento después-. Llamo para informarles de que se ha cometido un homicidio en el edificio Amherst del Hospital Estatal Western, en la zona adyacente al puesto de enfermería de la planta baja. -Hizo una pausa y añadió-: No, no voy a darle mi nombre. Le he dicho todo lo que necesita saber en este momento: el tipo de incidente y la ubicación. El resto les resultará evidente cuando lleguen aquí. Necesitarán miembros de la policía científica, detectives y el juez de instrucción del condado. Y creo que deberían darse prisa.

Colgó, se volvió hacia mí y, con cierta ironía y quizás algo más que interés, afirmó:

– Las cosas se van a poner muy emocionantes.

Eso es lo que recuerdo. En la pared, escribí:

Francis no tenía idea del alcance del caos que iba a desencadenarse como un trueno al final de una calurosa tarde de verano…

Francis no tenía idea del alcance del caos que iba a desencadenarse como un trueno al final de una calurosa tarde de verano. Lo más cerca que había estado de un crimen hasta entonces había sido cuando todas sus voces le habían gritado al unísono y su mundo se había vuelto patas arriba, y había estallado y amenazado a sus padres y hermanas, y finalmente a sí mismo, con el cuchillo de cocina, lo que lo había llevado al hospital. Trató de pensar en lo que había visto y en su significado. Fue consciente de que sus voces hablaban de un modo apagado pero nervioso. Palabras, todas ellas, de miedo. Echó un vistazo a su alrededor con los ojos desorbitados y se preguntó si no debería regresar a la cama y esperar, pero no podía moverse. Los músculos parecían agarrotados y se sintió como alguien atrapado en una fuerte corriente, arrastrado de modo inexorable. Peter y él esperaron en el puesto de enfermería y, a los pocos segundos, oyeron pasos apresurados y llaves en la puerta principal. Pasado un instante, la puerta se abrió y dos guardias de seguridad irrumpieron en la planta. Ambos llevaban una linterna y una larga porra negra. Vestían uniformes de un gris niebla. Recortados un instante contra el umbral, los dos hombres parecieron fundirse con la tenue luz del pasillo. Se acercaron deprisa hacia ellos.

– ¿Por qué estáis fuera del dormitorio? -preguntó el primer guardia al tiempo que blandía la porra-. No deberíais estar aquí -añadió de forma innecesaria, antes de preguntar-: ¿Dónde está la enfermera?

El otro guardia se había situado en una posición de apoyo, preparado para intervenir si Francis y Peter el Bombero creaban problemas.

– ¿Habéis llamado vosotros a seguridad? -preguntó con brusquedad. Y a continuación repitió la misma pregunta que su compañero-: ¿Dónde está la enfermera?

– Ahí-contestó Peter, y señaló el trastero con el pulgar.

El primer guardia, un hombre corpulento con la cabeza rapada como los marines y una papada que le colgaba en pliegues adiposos sobre un cuello de camisa demasiado ajustado, apuntó a Francis y Peter con la porra.

– No os mováis, ¿entendido? -Se volvió hacia su compañero y le instruyó-: Si intentan alguna jugarreta, dales caña.

Su compañero, un hombre enjuto y menudo con una sonrisa torcida, sacó del cinturón una lata de spray defensivo Mace. El fornido se marchó con rapidez pasillo adelante, resollando un poco. Llevaba una linterna en la mano izquierda y la porra en la derecha. El haz de luz dibujaba rodajas que se movían por el pasillo gris a medida que él avanzaba. Francis vio que abría la puerta del trastero con brusquedad.

Se quedó un instante inmóvil con la mandíbula desencajada. Luego, soltó un gruñido y retrocedió tambaleante unos segundos después de que la linterna iluminara el cadáver de la enfermera.

– ¡Dios mío! -exclamó y, casi con la misma rapidez, entró en el trastero. Desde donde estaban, vieron cómo ponía la mano en el hombro de Rubita y la giraba para intentar buscarle el pulso.

– No haga eso -advirtió Peter en voz baja-. Está destruyendo pruebas.

El guardia menudo había palidecido, aunque todavía no había visto del todo el alcance de la tragedia.

– ¡Callaos, pirados de mierda! -ordenó con voz chillona y llena de ansiedad-. ¡Callaos!

El corpulento retrocedió de nuevo y se volvió con los ojos desorbitados hacia Francis y Peter. Mascullaba juramentos.

– ¡No os mováis! ¡Quietos los dos, joder! -ordenó con furia.

Al acercarse hacia ellos, resbaló en uno de los charcos de sangre que Peter había esquivado con tanto cuidado. Luego, agarró a Francis por el brazo y le dio la vuelta para estamparle la cara contra la rejilla metálica del puesto de enfermería. Casi en el mismo movimiento, le golpeó las corvas con la porra, lo que le hizo tambalearse y caer de rodillas. Un dolor parecido a una explosión de fósforo blanco le nubló la vista, y soltó un grito ahogado antes de inspirar un aire que parecía cargado de agujas. Vio borroso un momento y creyó que iba a perder el conocimiento. Pero cuando recuperó el aliento, el impacto del golpe se desvaneció y dejó un mero dolor sordo y punzante. El guardia menudo siguió el ejemplo de su compañero: giró a Peter y le atizó con la porra en los riñones, lo que tuvo el mismo efecto, de modo que cayó de rodillas y resollando. Los esposaron a ambos de inmediato y los tumbaron en el suelo. Francis notó el olor desagradable del desinfectante que se usaba para fregar el pasillo.

– Pirados de mierda -repitió el guardia menudo, y entró en el puesto de enfermería. Marcó un número, esperó un momento y dijo-: Doctor, soy Maxwell, de seguridad. Tenemos un problema grave en Amherst. Debería venir enseguida. -Dudó un instante y anunció, sin duda como respuesta a una pregunta-: Un par de pacientes han matado a una enfermera.

– ¡Oiga! -se quejó Francis-. Nosotros no hemos… -Pero su desmentido se vio interrumpido por una patada que el guardia corpulento le arreó en el muslo. Guardó silencio y se mordió el labio. Tal como estaba, no podía ver a Peter. Quería girarse en esa dirección, pero no deseaba recibir otra patada, así que no se movió.

Y entonces se oyó una sirena que rasgaba la noche y aumentaba de volumen a cada segundo. Era atronadora cuando se detuvo frente a Amherst y se desvaneció como un mal pensamiento.


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