Cuando llegué al hospital, tenía veintiún años y nunca me había enamorado. Aún no había besado a una chica, ni sentido la suavidad de su piel. Eran un misterio para mí, cumbres tan inalcanzables e inaccesibles como la cordura. Aun así, llenaban mi imaginación. Había tantos secretos: la curva del pecho, el esbozo de una sonrisa, la base de la espalda al arquearse con un movimiento sensual. No sabía nada, lo imaginaba todo.
En mi loca vida había muchas cosas fuera de mi alcance. Supongo que debería haber sabido que me enamoraría de la mujer más exótica que conocería en mi vida. Y supongo que también debería haber sabido, en el momento en que se produjo esa mirada centelleante entre Peter el Bombero y Lucy Kyoto Jones, que había mucho más que decir y una relación mucho más profunda que saldría a la superficie. Pero era joven, y lo único que vi fue la presencia repentina de la persona más extraordinaria que había visto en mi vida. Parecía brillar como las lámparas de lava que tanto éxito tenían entre los hippies y los estudiantes, una forma en movimiento y fusión constante que fluía de una forma a otra.
Lucy Kyoto Jones era fruto de la unión entre un militar estadounidense negro y una mujer estadounidense de origen japonés. Su segundo nombre correspondía a la ciudad natal de su madre. De ahi los ojos en forma de almendra y la piel color cacao. De lo referente a la licenciatura de Derecho por Stanford y Harvard me enteraría más adelante.
También me enteraría más delante de lo de la cicatriz en la cara, porque la persona que le dejó esa marca y la otra, más profunda y menos evidente, le hizo seguir el camino que la condujo hasta el Hospital Estatal Western con preguntas que pronto gustarían muy poco.
Una de las cosas que aprendí en mis años de mayor locura fue que uno podía estar en una habitación, con paredes, ventanas con barrotes y puertas cerradas con llave, rodeado de otras personas locas, o incluso metido en una celda de aislamiento a solas, sin que esa fuera, de hecho, la habitación en que uno estaba. La habitación que uno ocupaba de verdad la componían la memoria, las relaciones y los acontecimientos, toda clase de fuerzas invisibles. A veces delirios. A veces alucinaciones. A veces deseos. A veces sueños y esperanzas, o ambición. A veces rabia. Eso era lo importante: reconocer siempre dónde estaban las paredes reales.
Y ése fue el caso entonces, cuando estábamos sentados en el despacho de Tomapastillas.
Miré por la ventana de mi casa y vi que era tarde. La luz del día había desaparecido y, en su lugar, reinaba la espesura de la noche urbana. En el piso tengo varios relojes, todos regalo de mis hermanas, que, por algún motivo que todavía no he podido determinar, parecen pensar que tengo una necesidad casi constante y muy apremiante de saber siempre qué hora es. Pensé que las palabras eran la única hora que necesitaba en este momento, así que me tomé un respiro para fumarme un cigarrillo mientras reunía todos los relojes y los desenchufaba de la pared o les quitaba las pilas para que dejaran de funcionar. Todos se habían detenido más o menos en el mismo momento: las diez y diez, las diez y once, las diez y trece. Tomé cada reloj y moví las manecillas para eliminar cualquier apariencia de congruencia. Cada uno de ellos estaba parado en un momento distinto. Una vez logrado eso, reí en voz alta. Era como si me hubiera apoderado del tiempo y liberado de sus limitaciones.
Recordé cómo Lucy se había inclinado hacia delante y había fijado una mirada seria, fulminante, primero en Peter, después en mí y, a continuación, de nuevo en él. Supongo que al principio quería impresionarnos con su determinación. Quizás había creído que así se trataba con los dementes: con decisión, más o menos como uno haría con un cachorro díscolo.
– Quiero saber todo lo que vieron ayer por la noche -exigió.
Peter el Bombero vaciló antes de responder.
– ¿Tal vez podría decirnos antes, señorita Jones, por qué le interesa lo que recordamos? Al fin y al cabo, los dos prestamos declaración ante la policía local.
– ¿Por qué estoy interesada en el caso? -repuso-. Me informaron de algunos detalles poco después de que se encontrara el cadáver, y tras un par de llamadas a las autoridades locales, me pareció importante comprobarlos personalmente.
– Pero eso no explica nada -replicó Peter con un gesto de desdén. Se inclinó hacia la joven-. Quiere saber lo que vimos, pero Pajarillo y yo ya tenemos heridas de nuestro primer encuentro con la seguridad del hospital y los detectives de la policía local. Sospecho que tenemos suerte de no estar metidos en una celda de aislamiento de la cárcel del condado, acusados por error de un delito grave. De modo que antes de que aceptemos ayudarla, ¿por qué no vuelve a explicarnos por qué está tan interesada… con un poquito más de detalle, por favor?
El doctor Gulptilil tenía una ligera expresión de asombro, como si la idea de que un paciente pudiera cuestionar a alguien cuerdo fuera algo contrario a las normas.
– Peter -dijo con frialdad-, la señorita Jones es fiscal del condado de Suffolk. Y creo que es ella quien debería hacer las preguntas.
– Sabía que la había visto antes -dijo el Bombero en voz baja, y asintió-. Puede que en un tribunal.
– Estuve sentada frente a usted una vez, durante un par de sesiones -respondió ella tras mirarlo un momento-. Lo vi testificar en el caso del incendio de Anderson, hará unos dos años. Yo todavía era una ayudante que manejaba delitos menores. Querían que algunos de nosotros viéramos cómo le repreguntaban.
– Recuerdo que serví de bastante ayuda -sonrió Peter-. Fui yo quien descubrió dónde se había provocado el incendio. Fue bastante inteligente poner una toma de corriente al lado del lugar del almacén donde se guardaba el material inflamable, de modo que su propio producto avivara el fuego. Fue necesaria cierta planificación. Pero eso es fundamental para un pirómano: planear. La consecución del fuego forma parte de la emoción. Es como se logra uno bueno.
– Por eso nos pidieron que fuéramos a verlo -explicó Lucy-. Porque creían que iba a convertirse en el mejor investigador de incendios provocados de la policía de Boston. Pero las cosas no salieron bien, ¿no es así?
– Oh -exclamó Peter con una sonrisa más ancha, como si lo que Lucy Jones acababa de decir contuviera algún chiste que Francis no había captado-. Podría decirse que sí. Depende de cómo se miren las cosas. Como la justicia, lo que está bien y todo eso. Pero no ha venido aquí por mí, ¿verdad, señorita Jones?
– No. He venido por el asesinato de la enfermera en prácticas.
Peter observó a Lucy Jones. Luego dirigió una mirada a Francis y después a Negro Grande y a Negro Chico, que estaban en la parte posterior de la habitación, y por último a Tomapastillas, que estaba sentado algo intranquilo tras su escritorio.
– Dime, Pajarillo -pidió Peter tras volverse de nuevo hacia Francis-, ¿por qué dejaría una fiscal de Boston todo lo que está haciendo y vendría al Hospital Estatal Western a hacer preguntas a un par de locos sobre una muerte ocurrida fuera de su jurisdicción y por la que ya se ha detenido y acusado a un hombre? Esa muerte tiene algo que ha despertado su interés, Pajarillo. ¿Pero qué? ¿Qué puede haber motivado que la señorita Jones viniera aquí con tanta prisa para hablar con un par de chiflados?
Francis miró a Lucy Jones, cuyos ojos se habían fijado en Peter con una mezcla de curiosidad y reconocimiento que Francis no sabía muy bien cómo llamar.
– Bueno, señor Petrel -preguntó pasado un momento con una sonrisita que se inclinaba un poco hacia la cicatriz-, ¿puede responder a esa pregunta?
Francis pensó un momento. Se imaginó a Rubita tal como la habían encontrado.
– El cadáver -aseguró.