– Supuse que te encontraría aquí -dijo, resoplando debido al esfuerzo y el calor-. Vi tu nombre en la lista de inscripciones. -Se detuvo a unos pasos de distancia, vacilante-. Hola, Pajarillo -me dijo.
– Bonjour, Napoleón -contesté a la vez que me levantaba y le tendía la mano-. Nadie me ha llamado así en muchos, muchos años.
Me estrechó la mano. La suya estaba algo sudada y se agarraba con flojedad. Debía de ser por la medicación. Pero su sonrisa seguía ahí.
– Ni a mí -aseguró.
– Vi tu nombre en el programa. ¿Vas a dar un discurso?
– No me convence eso de ponerme delante de toda esa gente -dijo tras asentir-. Pero el médico que me trata está metido en el proyecto de urbanización y fue idea suya. Dijo que sería una buena terapia. Una demostración fehaciente de la ruta dorada hacia la recuperación total.
Dudé un momento y pregunté:
– ¿Tú qué crees?
– Creo que es él quien está loco. -Napoleón se sentó en el banco y soltó una risita ligeramente histérica, un sonido agudo que unía nerviosismo y alegría, y que recordé de la época que pasamos juntos-. Por supuesto, va bien que la gente siga pensando que estás totalmente loco, porque así nunca puedes ponerte en una situación demasiado embarazosa -añadió, y yo sonreí. Era la clase de observación que sólo haría alguien que haya pasado un tiempo en un hospital psiquiátrico. Me recosté y ambos observamos el edificio Amherst. Él suspiró-. ¿Has entrado?
– Sí. Está hecho un desastre. A punto para el martillo de demolición.
– Yo ya lo pensaba entonces. Pero todo el mundo creía que era el mejor sitio del mundo. Por lo menos, eso me dijeron cuando me ingresaron. Un centro psiquiátrico avanzado. La mejor forma de tratar a los enfermos mentales en un entorno residencial. Menuda mentira. -Contuvo el aliento y añadió-: Una puta mentira.
– ¿Es eso lo que vas a decirles? En el discurso, me refiero.
– No creo que sea lo que quieren oír -dijo tras sacudir la cabeza-. Es más sensato decirles cosas bonitas. Cosas positivas. Tengo prevista una serie de tremendas falsedades.
Me lo pensé un momento y sonreí.
– Eso podría ser un signo de salud mental -comenté.
– Espero que tengas razón -sonrió Napoleón.
Ambos guardamos silencio unos segundos.
– No les voy a hablar sobre los asesinatos -susurró con tono nostálgico-. Ni decirles una sola palabra sobre el Bombero o la fiscal, ni nada de lo que pasó al final. -Alzó los ojos hacia el edificio y añadió-: De todos modos, esa historia deberías contarla tú.
No respondí.
Napoleón guardó silencio un momento.
– ¿Piensas en lo que pasó? -preguntó.
Negué con la cabeza, pero los dos sabíamos que era falso.
– A veces sueño con ello -expliqué-. Pero me resulta difícil recordar qué fue real y qué no.
– Es lógico -dijo, y añadió despacio-: ¿Sabes qué me preocupaba? Nunca supe dónde enterraban a las personas. Las que murieron cuando estábamos aquí. Quiero decir que estaban en la sala de estar o en los pasillos con todos los demás, y de repente estaban muertas. Pero ¿qué pasaba luego? ¿Te llegaste a enterar?
– Sí -respondí tras una pausa-. Había un pequeño cementerio improvisado en un extremo del hospital, hacia la arboleda situada detrás de administración y de Harvard. Pasado el jardincillo. Creo que ahora forma parte de un campo de fútbol juvenil.
– Me alegra saberlo -dijo Napoleón mientras se secaba la frente-. Siempre me lo había preguntado.
Estuvimos callados unos instantes y luego prosiguió:
– Ya sabes cómo detestaba averiguar cosas. Después, cuando nos dieron de alta y nos enviaron a ambulatorios para recibir el tratamiento y todos esos nuevos fármacos, ¿sabes qué detesté?
– ¿Qué?
– Que el delirio al que me había aferrado durante tantos años no sólo no era un delirio, sino que ni siquiera era un delirio especial. Que no era la única persona que imaginaba ser la reencarnación de un emperador francés. De hecho, seguro que París está lleno de gente así. Detesté saber eso. En mi delirio me sentía especial. Único. Y ahora sólo soy un hombre corriente que tiene que tomar pastillas, sufre temblores en las manos todo el rato, sólo puede tener un empleo de lo más simple y cuya familia seguramente desearía que desapareciera. Me gustaría saber como se dice joder en francés.
– Bueno, personalmente, si te sirve de algo, siempre tuve la impresión de que eras un espléndido emperador francés -aseguré tras pensar un momento-. Y si hubieras sido tú quien dirigió las tropas en Waterloo, seguro que habrías ganado.
Napoleón soltó una risita.
– Siempre supimos que se te daba mejor que a los demás prestar atención al mundo que nos rodeaba, Pajarillo -dijo-. Le caías bien a la gente, aunque estuviera delirante y loca.
– Me alegra saberlo.
– ¿Y el Bombero? Era amigo tuyo. ¿Qué fue de él? Me refiero a después.
– Se fue -contesté tras una pausa-. Solucionó todos sus problemas, se trasladó al sur y ganó mucho dinero. Formó una familia. Compró una casa grande, un coche potente. Todo le fue muy bien. Lo último que supe fue que dirigía una fundación benéfica. Sano y feliz.
– No me extraña -asintió Napoleón-. ¿Y la mujer que vino a investigar? ¿Se fue con él?
– No. Obtuvo una plaza de juez. Con toda clase de honores. Su vida fue maravillosa.
– Lo sabía. Era de prever.
Todo esto era mentira, por supuesto.
– Tengo que volver y prepararme para mi gran momento -dijo tras echar un vistazo al reloj-. Deséame suerte.
– Buena suerte -dije.
– Me ha gustado volver a verte -añadió Napoleón-. Espero que te vaya todo bien.
– Y yo a ti. Tienes buen aspecto.
– ¿De veras? Lo dudo. Dudo que muchos de nosotros tengamos buen aspecto. Pero está bien. Gracias por decirlo.
Se levantó y yo hice lo mismo. Ambos volvimos la mirada hacia el edificio Amherst.
– Me alegraré cuando lo derriben -dijo Napoleón con súbita amargura-. Era un sitio peligroso y maligno, y en él no pasaban cosas buenas. -Se volvió hacia mí-. Tú estuviste ahí, Pajarillo. Lo viste todo. Cuéntalo.
– ¿Quién querría escucharme?
– Puede que alguien. Escribe la historia. Puedes hacerlo.
– Algunas historias es mejor no escribirlas.
– Si la escribes, entonces será real -comentó Napoleón, y se encogió de hombros-. Si sólo la conservamos en nuestros recuerdos, es como si nunca hubiera pasado. Como si hubiera sido un sueño. O una alucinación propia de chalados. Nadie se cree lo que decimos. Pero si lo escribes, eso le dará, no sé, cierto fundamento. Lo volverá real.
– El problema de estar loco es que era muy difícil distinguir qué era verdad y qué no -dije sacudiendo la cabeza-. Eso no cambia sólo porque tomemos las pastillas suficientes para arreglárnoslas en el mundo con los demás.
– Tienes razón -sonrió Napoleón-. Pero también puede que no la tengas. No lo sé. Sólo sé que podrías contarlo y quizás algunas personas lo creerían, y eso ya estaría bastante bien. Entonces nadie nos creía. Ni siquiera con la medicación, nadie nos creía. -Volvió a echar un vistazo al reloj y movió los pies, nervioso.
– Deberías regresar-aconsejé.
– Tengo que regresar -repitió.
Estuvimos un momento, quietos, incómodos, hasta que por fin se dio la vuelta y se alejó. A medio camino, se giró y me dedicó el mismo saludo inseguro que al llegar.
– Cuéntalo -me gritó, y se alejó deprisa, un poco encorvado como era su costumbre.
Vi que las manos le temblaban de nuevo.
Ya había oscurecido cuando por fin regresé a mi casa y me encerré en la seguridad de aquel reducido espacio. Un cansancio nervioso parecía latirme en las venas, recorriéndolas junto con los glóbulos rojos y los glóbulos blancos. Encontrarme con Napoleón y oír cómo me llamaba por el apodo que recibí cuando ingresé en el hospital me había despertado emociones. Me planteé tomar más pastillas. Tenía unas que servían para calmarme si me ponía demasiado nervioso. Pero no lo hice. «Cuenta la historia», me había dicho.