Cuando llegaron los huevos con tocino pedí otro café. La camarera lo trajo sólo después de pedírselo tres veces.
– Lo siento, señor Selb, hoy estoy dura de entendederas. Ayer estuve cuidándole el niño a mi hija porque los chicos tienen un abono en el teatro y volvieron tarde a casa. El crepúsculo de los dioses de Wagner duró mucho.
Dura de entendederas, un conducto largo [6]. Naturalmente, eso era, un conducto largo hasta el RRZ. Herzog me había hablado del modelo de la obtención directa de datos de las emisiones. Los mismos datos sobre las emisiones los obtenía también el sistema de la RCW, había dicho Oelmüller. Y Ostenteich había hablado de la conexión on line de la RCW con el sistema público de vigilancia. Por tanto el centro de cálculo de las RCW y el RRZ tenían que estar relacionados de algún modo. ¿Era posible penetrar en el sistema MBI desde el RRZ mediante esa conexión? ¿Y era imaginable que la gente de las RCW sencillamente lo hubiera olvidado? Haciendo memoria pude recordar con exactitud que habían mencionado terminales en servicio y líneas telefónicas hacia fuera cuando tratamos el tema de posibles puntos de infiltración en el sistema, pero nunca una línea entre RRZ y la RCW tal y como me la imaginaba ahora. No formaba parte de las líneas telefónicas ni de los enlaces de terminales. De todos éstos se distinguía probablemente en que a través de ella no se daba la comunicación activa. Lo que se producía en lugar de esto era un silencioso flujo de datos desde los poco queridos sensores a algún expediente. Datos que no interesaban a nadie en la empresa y que podían ser olvidados siempre que no hubiera alarma o un accidente. Ahora entendía por qué me había preocupado tanto el alboroto musical de mi equipo: la perturbación venía de dentro.
Estuve revolviendo en los huevos con tocino y en las muchas cuestiones que me pasaban por la cabeza. Sobre todo necesitaba información adicional. Con Thomas, Ostenteich o Oelmüller no quería hablar en ese momento. Si habían olvidado una conexión RCW-RRZ, al final ese olvido les iba a ocupar más que la conexión misma. Yo tenía que ver el RRZ y pescar allí a alguien que pudiera explicarme la relación que existía entre los sistemas.
Desde la cabina telefónica que habla junto a los servicios llamé a Tietzke. El RRZ era el «Centro Regional de Cálculo» de Heidelberg [7], me dijo.
– En cierto modo incluso fuera de las fronteras de la región -añadió-, porque de él dependen Baden-Württemberg y Renania-Palatinado. ¿Qué tiene usted intención de hacer allí, señor Selb?
– ¿Nunca puede dejar las cosas como están, señor Tietzke? -pregunté por mi parte, y le prometí los derechos de mis memorias.
15. BUM BUM, BUM BUM BUM
Fui directamente a Heidelberg. Conseguí aparcamiento delante del seminario jurídico. Caminé los pocos pasos que hay hasta la Ebert-Platz, la antigua Wrede-Platz, y encontré el Centro Regional de Cálculo en el viejo edificio con dos columnas a la entrada que en tiempos fue sede del Deutsche Bank. En el antiguo vestíbulo de las ventanillas estaba sentado el portero.
– Selk, de la Editorial Springer -me presenté-. Me gustaría hablar con uno de los señores de la supervisión de emisiones, la editorial ya ha anunciado mi llegada.
Cogió el teléfono.
– Señor Mischkey, aquí hay alguien de la Editorial Springer que quiere hablar con usted, dice que tiene una cita. ¿Le hago subir?
Intervine yo:
– ¿Puedo hablar yo mismo con el señor Mischkey? -Y puesto que el portero estaba sentado ante una mesa sin cristales de protección y puesto que yo ya había extendido la mano, me pasó perplejo el auricular-. Buenos días, señor Mischkey, soy Selk, de la Editorial Springer, la del caballito, la científica, ya sabe usted. En nuestro espectro informático quisiéramos incorporar un informe sobre su modelo de obtención de datos de emisiones, y después de haber hablado con gente de la industria, me gustaría conocer la otra parte. ¿Puede recibirme?
No tenía mucho tiempo, pero me rogó que subiera. Su despacho estaba en el segundo piso, la puerta estaba abierta, la habitación daba a la plaza. Mischkey estaba sentado de espaldas a la puerta frente al terminal, en el que tecleaba concentrado y a gran velocidad con dos dedos. Me gritó por encima del hombro:
– Entre, entre, acabo ahora mismo.
Miré alrededor. La mesa y las sillas estaban repletas de hojas de impresora y de revistas, desde números de Computer hasta ejemplares de la edición americana de Penthouse. En la pared había un encerado en que se leía algo borrosa la inscripción en tiza «Happy Birthday Peter». A su lado Einstein me sacaba la lengua, en la otra pared había carteles de películas y un fotograma que no pude asociar con ninguna película. Me acerqué para verlo mejor.
– Madonna -dijo él sin levantar la vista.
– ¿Madonna?
Entonces levantó la vista. Un rostro expresivo, huesudo, con profundas arrugas transversales en la frente, un bigote pequeño, una mandíbula voluntariosa y encima un mechón de pelo revuelto, entero y ya parcialmente canoso. Sus ojos me miraban entornados y divertidos a través de unas gafas de escogida fealdad. ¿Volvían a estar de moda las gafas de médico del Seguro de los primeros años cincuenta? Llevaba unos vaqueros y un jersey azul oscuro, sin camisa.
– Con mucho gusto se lo pongo en pantalla desde mi archivo de películas. -Hizo un gesto para que me acercara, tecleó algunas órdenes y la pantalla se llenó a la velocidad del rayo-. ¿Y sabe usted lo que es andar buscando una melodía que uno no recuerda en el momento, el problema de cualquier fan de canciones de moda o de un freak cinematográfico? También lo he resuelto con mi archivo. ¿Le gustaría oír la música de su película favorita?
– Barry Lyndon -dije, y en segundos sonó débil pero indudablemente el comienzo de la zarabanda de Händel, bum bum, bum bum bum-. Es increíble-dije.
– ¿Qué le trae por aquí, señor Selk? Ya ve usted que en este momento estoy muy ocupado y apenas tengo tiempo. ¿Se trata de datos de emisiones?
– Exacto, de los, o más bien de un informe sobre ellos en nuestro espectro informático.
Un colega entró en la habitación.
– ¿Otra vez jugueteando con tus archivos? Yo tendré que pechar con el ajuste de datos de registro para las iglesias. Debo decirte que lo encuentro altamente insolidario.
– Permita que le presente a mi colega Gremlich. Se llama realmente así, pero con e [8]. Jörg, éste es el señor Selk, del espectro informático. Quiere informar sobre el clima interno en el RRZ. Sigue con lo tuyo, eres realmente auténtico.
– Bueno, Peter, bueno… -Gremlich hinchó los carrillos. Calculé que ambos estarían en la mitad de la treintena, pero uno de ellos daba la impresión de ser un joven maduro de veinticinco años y el otro un cincuentón que hubiera envejecido mal. El traje de safari y el pelo largo y ralo de Gremlich sólo servían para subrayar su tristeza. Me sentí apoyado en mi política de llevar siempre el pelo corto, que ya no tengo abundante. Una vez más me pregunté si a mi edad cambiaría todavía algo en mi cabello o si su caída se había acabado ya, como para las mujeres tener hijos después de la menopausia.
– El informe, por otra parte, hace tiempo que lo habrías podido obtener con el terminal. Yo estoy trabajando en la evaluación del censo de tráfico. Tiene que salir hoy mismo. Ya ve, señor Selk, por eso no pinta nada bien nuestro asunto. ¿A menos que me invite a comer…? ¿En McDonald's?
Quedamos para las doce y media.
Estuve paseando por la Haupstrasse, un impresionante testimonio de la voluntad destructiva de la política comunal de los años setenta. En aquel preciso momento no llovía. Pero el tiempo no podía decidir todavía lo que ofrecería el fin de semana. Me propuse preguntar a Mischkey por el meteorograma. En el centro comercial Darmstädter Hof encontré una tienda de discos. A veces tomo muestras del espíritu de la época, me compro el disco o el libro de moda, voy a ver Rambo II o veo un debate electoral entre Kohl, Rau, Strauss y Bangemann. Madonna estaba justo de oferta. La muchacha de la caja me miró y preguntó si quería que me envolviera el disco para regalo.