20. UNA BONITA PAREJA

Babs y yo llegamos a la pista poco antes de las cinco. Ni el descapotable verde ni el plateado se encontraban allí. Me venía bien ser el primero. Ya me había puesto la ropa de tenis en casa; pedí que pusieran el champán a enfriar. Babs y yo nos sentamos en el peldaño más alto de la escalera que llevaba desde la terraza del centro social hasta las pistas. Teníamos el aparcamiento a la vista.

– ¿Estás nervioso? -me preguntó. Por el camino no había querido saber más. Ahora preguntaba sólo por deferencia.

– Sí. Quizá debiera dejar el trabajo. Los casos me afectan más que antes. Lo que me resulta más complicado en éste es que el principal sospechoso me resulta muy simpático. Lo vas a conocer enseguida. Creo que Mischkey te va a gustar.

– ¿Y la secretaria de dirección?

¿Sentía que la señora Buchendorff era algo más que una comparsa de la sospecha?

– También me resulta simpática.

No estábamos cómodos en los escalones. Los que habían jugado hasta las cinco iban ahora a la terraza, y los que les sucedían venían de los vestuarios y tenían que apretujarse para bajar la escalera.

– ¿Tiene un descapotable verde el sospechoso?

En cuanto el campo quedó despejado también para mí vi que Mischkey y la señora Buchendorff acababan de detener el coche. Él saltó del coche, dio la vuelta y le abrió con energía y una profunda inclinación la puerta a ella. Ella bajó riendo y le dio un beso. Una bonita pareja, alegre, feliz.

La señora Buchendorff nos vio cuando estaban al pie de la escalera. Saludó con la mano izquierda y con la derecha dio un toque de asentimiento a Peter. También él levantó el brazo para saludar; entonces me reconoció, y su movimiento se congeló, y su rostro se puso rígido. Por un momento el mundo dejó de girar, y las pelotas de tenis estaban en el aire, y el silencio era completo.

Luego la película siguió su curso, y los dos se encontraban ante nosotros, y nos dimos la mano, y oí decir a la señora Buchendorff

– Mi amigo, Peter Mischkey, y éste es el señor Selb, del que ya te he hablado.

Yo pronuncié las fórmulas de presentación habituales. Mischkey me saludó como si nos viéramos por primera vez. Jugaba su papel con sangre fría y con arte, con los gestos apropiados y la sonrisa correcta. Pero era el papel equivocado, y casi me dio pena que lo desempeñara con esa valentía, y en lugar de ello hubiera querido el pertinente «¿Señor Selb? ¿Señor Selk? ¿Un hombre con múltiples rostros?»

Nos dirigimos al vigilante. La pista 8 estaba reservada a nombre de Buchendorff; el vigilante nos la señaló sin ceremonias y como sin ganas, enzarzado como estaba en una discusión con un matrimonio de edad que insistía en haber solicitado anticipadamente una pista.

– Por favor, mírenlo ustedes mismos, todas las pistas están llenas, y sus nombres no figuran en la lista. -Y giraba el terminal de forma que pudieran verlo.

– No permitiré que me hagan esto -dijo el hombre-; reservé la pista hace ya una semana.

– ¡Bah!, déjalo, Kurt. -La mujer había abandonado-. A lo mejor has vuelto a equivocarte.

Mischkey y yo intercambiamos una rápida mirada. Puso cara de falta de interés, pero sus ojos me dijeron que su juego se había terminado.

El partido al que nos entregamos es parte de los juegos de mi vida que no olvidaré. Era como si Mischkey y yo quisiéramos recuperar la lucha que no se había producido antes. Yo jugué por encima de mis fuerzas, pero Babs y yo perdimos a conciencia.

La señora Buchendorff estaba alegre.

– Tengo un premio de consolación para usted, señor Selb. ¿Qué tal una botella de champán en la terraza? -Fue la única que disfrutó despreocupadamente del partido, y no disimuló su admiración por su compañero y sus rivales-. Estabas desconocido, Peter. Tienes un buen día, ¿eh?

Mischkey intentó estar radiante. Ni él ni yo hablamos mucho mientras tomábamos el champán. Fueron las mujeres las que mantuvieron la conversación.

– En realidad no ha sido un doble -dijo Babs-. Si no fuera tan mayor alimentaría la esperanza de que los dos hombres os hubierais peleado por mí. Pero ha sido usted la cortejada, señora Buchendorff. -Y luego las mujeres se pusieron a hablar de la madurez y la juventud, de maridos y amantes, y cuando la señora Buchendorff hizo una observación frívola, le dio inmediatamente un beso a Mischkey, que estaba mudo.

En el vestuario me quedé a solas con Mischkey.

– ¿Y qué va a suceder ahora? -preguntó.

– Voy a presentar mi informe a la RCW Lo que hagan ellos después ya no lo sé.

– ¿Puede dejar a Judith fuera del asunto?

– No es tan sencillo. Ella ha sido de algún modo el cebo. ¿Cómo explico, si no, que he descubierto sus manejos?

– ¿Tiene que decir cómo ha descubierto mis manejos? ¿No basta con que yo reconozca que he reventado el sistema MBI?

Me quedé pensativo. No creía que quisiera engañarme, sobre todo porque no veía cómo hubiera podido hacerlo.

– Voy a intentarlo. Pero no me haga jugarretas. Porque en tal caso tendré que entregar el segundo informe.

En el aparcamiento encontramos a las mujeres. ¿Estaba viendo por última vez a la señora Buchendorff? La idea me dio una punzada.

– ¿Hasta pronto tal vez? -se despidió-. Dicho sea de paso, ¿avanza usted con su caso?

21. NUESTRA ALMA CÁNDIDA

Mi informe para Korten fue corto. A pesar de ello necesité cinco horas y una botella de Cabernet Sauvignon hasta que acabé de dictarlo a medianoche. El caso entero volvió a desfilar ante mí, y no fue sencillo dejar fuera a la señora Buchendorff.

Describí el vínculo RCW/RRZ como el flanco abierto del sistema MBI a través del cual podían penetrar en la RCW no sólo la gente del RRZ, sino también otras empresas conectadas al RRZ. De Mischkey tomé prestada su descripción del RRZ como meollo del espionaje industrial. Recomendé que desvincularan del sistema central la protocolarización de los datos de emisiones.

Luego describí de forma maquillada el desarrollo de mis investigaciones, desde mis conversaciones y pesquisas en la fábrica hasta una confrontación ficticia con Mischkey en cuyo curso él había reconocido su intervención y se había declarado dispuesto a repetir una confesión ante la RCW proporcionando detalles técnicos.

Con la cabeza vacía y pesada me fui a la cama. Soñé con un partido de tenis en un vagón de ferrocarril. El revisor, con máscara antigás y gruesos zapatos de goma, intentaba continuamente retirar la alfombra sobre la que estaba jugando yo. Cuando lo consiguió continuamos jugando sobre el suelo de cristal; bajo nosotros pasaban a toda velocidad las traviesas. Mi contrincante era una mujer sin rostro y con pechos pesados y colgantes. Sus movimientos eran vigorosos, y yo tenía miedo todo el tiempo de que se rompiera el cristal y ella cayera por él. Cuando lo hizo me desperté asustado y aliviado.

Por la mañana fui al despacho de dos jóvenes abogados de la Tattersallstrasse, cuya secretaria, que sólo trabajaba media jornada, a veces me mecanografía los textos. Los abogados jugaban con su terminal. La secretaria me aseguró que tendría el informe para las once. De regreso a mi despacho, eché una ojeada al correo, casi todo folletos de instalaciones de alarma y de control, y llamé a la señora Schlemihl.

Anduvo con muchos melindres, pero al final conseguí mi cita para comer a mediodía en el Casino con Korten. Antes de recoger el informe reservé en la agencia de viajes de las Planken un vuelo para Atenas esa misma noche. La verdad es que Anna Bredakis, una amiga de mi época de estudiante, me había pedido que la avisara con tiempo de mi llegada. Para nuestro crucero tenía que poner en condiciones el yate heredado de sus padres y organizar una tripulación con sus sobrinas y sobrinos. Yo prefería andar vagando por las tabernas del puerto de El Pireo a tener que leer en el Mannheimer Morgen la detención de Mischkey y solicitar a la señora Buchendorff que me pusiera con Firner, quien me felicitaría por mi éxito con lengua aduladora.


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