Me acordaba bien. Unos pocos años antes Firner había sido nombrado director, pero para mí seguía siendo el despierto asistente de Korten.
– ¿Todavía lleva la corbata de la Harvard Business School?
Korten no contestó. Se quedó pensativo, como si reflexionara sobre la implantación de una corbata con los colores de la empresa. Me cogió del brazo.
– Vamos al Salón Azul, la mesa ya está preparada.
El Salón Azul es lo mejor que la RCW ofrecen a sus invitados. Una habitación de estilo modernista con mesa y sillas de Van de Velde, una lámpara de Mackintosh y en la pared un paisaje industrial de Kokoschka. Había dos cubiertos, y cuando nos sentamos el camarero trajo una ensalada vegetal.
– Yo seguiré con mi Apollinaris. Para ti he pedido un Château de Sannes, seguro que te gusta. Y, después de la ensalada, ¿solomillo de buey?
Mi plato preferido. Qué amable por parte de Korten haber pensado en ello. La carne estaba tierna, la salsa de rábano picante sin la enojosa bechamel, pero con abundante crema de leche. Para Korten el almuerzo se había terminado con la ensalada vegetal. Mientras yo comía abordó el asunto.
– Ya no voy a hacer amistad con los ordenadores. Cuando veo a los jóvenes que nos llegan hoy día de la universidad, sin el menor sentido de la responsabilidad, incapaces de tomar decisiones, y consultando a todas horas el oráculo, pienso en la poesía del aprendiz de brujo. Casi me alegré cuando me contaron los problemas surgidos con el equipo informático. Tenemos uno de los mejores sistemas del mundo de gestión y de información empresarial. Aunque no sé a quién le puede interesar, cualquiera puede averiguar a través de su terminal que estamos comiendo solomillo de buey y ensalada vegetal en el Salón Azul, cuál de nuestros colaboradores está empezando a jugar justo ahora en nuestra pista de tenis, los matrimonios intactos y rotos entre miembros de nuestro consorcio, y qué flores se plantan y a qué ritmo en los arriates que hay delante del Casino. Y, naturalmente, el ordenador registra todo lo que antes tenían en los archivadores sobre contabilidad salarial, asuntos de personal, etcétera.
– ¿Y cómo puedo yo ayudaros en eso?
– Paciencia, mi querido Selb. Se nos había prometido un sistema de máxima seguridad. Eso quiere decir contraseñas, códigos de acceso, filtros de datos, efectos Doomsday y qué sé yo. Todo ello con el fin de que nadie ande metiendo las narices en nuestro sistema. Pero eso justo es lo que ha pasado.
– Mi querido Korten… -Acostumbrados a ello desde los tiempos escolares, no hemos pasado de llamamos por el apellido, siendo como somos los mejores amigos. Pero «mi querido Selb» me crispa, y él lo sabe-. Mi querido Korten, ya de niño tenía problemas con el ábaco. ¿Y ahora pretendes que maneje claves, códigos de acceso y no sé qué historias de datos?
– No, lo que había que aclarar en lo tocante a los ordenadores ya se ha hecho. Si he entendido bien a Firner, hay una lista de personas que pueden haberse infiltrado en nuestro sistema, y se trata tan sólo de encontrar cuál de ellas ha sido. Ahí es donde entras tú. Tienes que indagar, observar, vigilar, hacer las preguntas adecuadas…, lo de siempre.
Quise saber más y seguir preguntando, pero me cortó.
– Eso es todo lo que sé; Firner te dará más detalles. No vamos a hablar durante la comida sólo de este enojoso asunto…, en los años que han pasado desde la muerte de Klara han sido muy raras las ocasiones que hemos tenido para hablar.
Así que hablamos de los viejos tiempos. «¿Sabías que…?» No me gustan los viejos tiempos, los he empaquetado y quitado de en medio. Debería haber prestado más atención a Korten cuando me habló de los sacrificios que hemos tenido que hacer y exigir. Pero eso sólo se me ocurrió mucho más tarde.
Sobre los nuevos tiempos tenemos menos que decirnos. Que su hijo hubiera llegado a diputado en el Parlamento federal no me sorprendió, enseguida había destacado por su precocidad. El mismo Korten parecía despreciarlo, para mostrarse tanto más orgulloso de los nietos. Marion había sido admitida en la Fundación de Estudios del Pueblo Alemán, Ulrich había ganado un premio La Juventud Investiga con un trabajo sobre los pares de números primos. Yo podría haberle hablado de Turbo, mi gato, pero lo dejé estar.
Acabé de tomar el café, y Korten dio por acabado el almuerzo. El chef del Casino nos despidió. Partimos camino de la fábrica.
3. COMO UNA CONDECORACIÓN
Sólo eran unos pocos pasos. El Casino se encuentra frente a la puerta 1, a la sombra del edificio principal de Dirección, que con sus veinte pisos de ausencia de fantasía ni siquiera domina el skyline de la ciudad.
El ascensor de los directivos sólo tiene botones para los pisos 15 al 20. El despacho del director general está en el piso 20, y a mí me zumbaron los oídos. En el vestíbulo, Korten me dejó con la señora Schlemihl, que me anunció a Firner. Un apretón de manos, mi mano en las suyas, en lugar de «mi querido Selb» un «viejo amigo», y luego se fue. La señora Schlemihl, secretaria de Korten desde los años cincuenta, ha pagado por el éxito de él con una vida no vivida, es de una cuidada decrepitud, come pasteles, lleva unas gafas que nunca usa colgadas del cuello con una cadenita dorada y estaba ocupada. Yo estaba junto a la ventana y miraba, más allá de una confusión de torres, naves industriales y tuberías, el puerto comercial y Mannheim, descolorida por el humo. Me gustan los paisajes industriales y no quisiera tener que decidir entre el romanticismo de lo industrial y el bucolismo forestal.
La señora Schlemihl me arrancó de mis ociosas reflexiones.
– Señor doctor, ¿me permite que le presente a la señora Buchendorff? Lleva la secretada del señor director Firner.
Me di la vuelta y me encontré frente a una mujer alta y esbelta de unos treinta años. Llevaba el cabello, de un rubio oscuro, recogido hacia arriba, lo que daba a su joven rostro, de mejillas redondas y labios regordetes, una expresión de experimentada competencia. En su blusa de seda faltaba el botón superior, y el siguiente estaba desabrochado. La señora Schlemihl miraba con desaprobación.
– Buenos días, señor doctor.
La señora Buchendorff me dio la mano mirándome directamente con sus ojos verdes. Su mirada me gustó. Las mujeres empiezan a ser hermosas cuando me miran a los ojos. Hay en ello una promesa, aun cuando no se cumpla o ni siquiera se haga.
– Si me lo permite le acompañaré al despacho del señor director Firner.
Atravesó antes que yo la puerta con un hermoso balanceo de las caderas y el trasero. Qué bonito que las faldas estrechas vuelvan a estar de moda. El despacho de Firner estaba en la planta 19.
– Vayamos por la escalera -le dije delante del ascensor.
– No tiene usted el aspecto que me había imaginado yo para un detective privado.
Había oído ya con frecuencia esa observación. Ahora ya sé cómo se imagina la gente a los detectives privados. No sólo más jóvenes.
– ¡Debería verme con gabardina!
– Lo decía en sentido positivo. Uno con trinchera tendría muchas dificultades con el dossier que Firner va a darle ahora mismo.
«Firner», había dicho. ¿Tendría algo con él?
– Así que usted sabe de qué se trata.
– Incluso estoy entre los sospechosos. En el último trimestre, el ordenador me ha asignado cada mes quinientos marcos de más. Y desde mi terminal tengo acceso al sistema.
– ¿Ha tenido que devolver el dinero?
– No soy un caso aislado. Hay cincuenta y siete colegas afectadas, y la empresa todavía está considerando si debe exigir la devolución. -En su antesala apretó el botón del interfono-: Señor director, el señor Selb está aquí.
Firner había engordado. La corbata era ahora de Yves Saint Laurent. Sus andares y sus movimientos seguían siendo ligeros y el apretón de manos no fue más firme. Sobre su escritorio había un grueso archivador.