Abrí la capota y miré al interior. En el asiento del conductor no encontré sangre. Las bolsas de las puertas estaban vacías. En la guantera había un San Cristóbal de plata pegado. Lo arranqué, quizá la señora Buchendorff lo quisiera, aunque hubiera fallado con Mischkey. El radiocasete me recordó el domingo en que seguí a Mischkey desde Heidelberg a Mannheim. Todavía había dentro una cinta, que saqué y me metí en el bolsillo.
De mecánica de coches no entiendo mucho. Así que renuncié a arrastrarme bajo los hierros retorcidos. Lo que había visto me bastaba para hacerme una idea de la colisión del coche contra la valla y su caída a la vía. Saqué del bolsillo del abrigo mi pequeña cámara Rollei e hice algunas fotos. En el informe que me había dado Nägelsbach había fotos, pero en las copias no se podía reconocer gran cosa.
4. SUDÉ SOLO
De vuelta a Mannheim, lo primero que hice fue dirigirme al hospital municipal. Encontré el despacho de Philipp, llamé y entré. Lo pillé metiendo el cenicero con un cigarrillo humeante en el cajón de la mesa.
– Ah, eres tú. -Se sintió aliviado-. He prometido a la enfermera jefe no fumar más. ¿Qué te trae por aquí?
– Quisiera pedirte un favor.
– Pídemelo mientras tomamos un café, nos vamos a la cantina.
Mientras caminaba apresurado delante de mí, con su bata blanca agitándose, haciendo observaciones pícaras a todas las enfermeras guapas parecía Peter Alexander en el papel del conde Danilo. En la cantina me cuchicheó algo sobre la enfermera rubia que estaba tres mesas más allá. Ella lanzó una mirada hacia nosotros, la mirada de un tiburón de ojos azules. Me gusta Philipp, pero si un día se lo come uno de esos tiburones, se lo habrá merecido.
Saqué el envase de película del bolsillo y lo puse ante él.
– Es evidente que puedo hacer que te revelen una película en nuestro laboratorio de radiología. Pero que empieces a hacer fotos que no te atreves a llevar a la tienda para su revelado…, no, Gerd, eso me tira para atrás.
Philipp sólo tenía una cosa en la cabeza. ¿También yo era así cuando me acercaba a la sesentena? Me puse a pensar. Tras los insípidos años de matrimonio con Klara, había vivido los primeros tiempos de mi viudez como una segunda primavera. Pero una segunda primavera llena de romanticismo…, el estilo de vividor de Philipp me era ajeno.
– Falso, Philipp. En el envase hay un poco de pintura en polvo con algo más, y tengo que saber si es sangre, y a ser posible de qué grupo. Y no procede de una desfloración sobre el capó de mi coche, como ya estarás pensando, sino de un caso en el que estoy trabajando.
– Una cosa no excluye la otra. Pero, sea como sea, yo lo encargo. ¿Tienes prisa? ¿Quieres esperar el resultado?
– No, te llamo mañana. Por lo demás, ¿cuándo vamos a tomar un vino?
Nos citamos para el sábado por la tarde en las Badische Weinstuben. Cuando salíamos juntos de la cantina echó a correr de pronto. Una auxiliar de enfermería oriental había entrado en el ascensor. También él consiguió entrar antes de que la puerta se cerrara.
En la oficina hice lo que tenía que haber hecho ya hacía tiempo. Llamé al despacho de Firner, cambié algunas palabras con la señora Buchendorff y le pedí que me pusiera con Firner.
– Se le saluda, señor Selb, ¿qué se le ofrece?
– Me gustaría agradecerle la cesta que me estaba esperando a mi vuelta de las vacaciones.
– Ah, estuvo usted de vacaciones. ¿Y adónde fue?
Le hablé del Egeo, del yate, y que había visto en El Pireo un barco lleno de contenedores de la RCW Siendo estudiante él había recorrido el Peloponeso con la mochila a la espalda y en la actualidad de vez en cuando iba a Grecia por cuestiones de la empresa.
– Vamos a sellar la Acrópolis contra la erosión, un proyecto de la UNESCO.
– Dígame, señor Firner, ¿cómo acabó mi caso?
– Seguimos su consejo y desconectamos el registro de datos de emisión de nuestro sistema. Lo hicimos inmediatamente después de recibir su informe y desde entonces no hemos vuelto a tener ninguna dificultad.
– ¿Y qué hicieron ustedes con Mischkey?
– Hace algunas semanas estuvo aquí durante todo un día y tenía muchas cosas que decir sobre las relaciones entre sistemas, los puntos de infiltración y las posibilidades de adoptar medidas de seguridad. Un hombre inteligente.
– ¿No hicieron intervenir ustedes a la policía?
– Al final no nos pareció oportuno. De la policía las cosas pasan a los periódicos, y nosotros preferimos evitar ese tipo de publicidad.
– ¿Y los daños?
– También pensamos sobre eso. Por si le interesa: algunos señores de aquí encontraban al principio intolerable dejar que Mischkey se fuera sin más después de estimar los daños que causó en torno a los cinco millones de marcos. Pero por suerte al fin se impuso la razón económica frente al punto de vista jurídico. También contra las consideraciones jurídicas de Oelmüller y Ostenteich, que querían llevar el caso Mischkey ante el Tribunal Constitucional Federal. No era ninguna tontería; con este caso se demostrarían ante ese tribunal los peligros a que están expuestas las empresas con la nueva regulación de emisiones. Pero también esto hubiera supuesto publicidad indeseada. Además, desde el Ministerio de Economía nos llegaron informaciones procedentes de Karlsruhe [11] en el sentido de que ya no sería necesario otro informe por nuestra parte.
– Así que a buen fin no hay mal comienzo.
– Eso me suena un poco cínico después de haber sabido que Mischkey fue víctima de un accidente automovilístico. Pero tiene usted razón, para la empresa el asunto, a fin de cuentas, ha tenido un buen final. ¿Le veremos por aquí otra vez? No sabía que el general y usted fueran amigos tan antiguos, lo contó él no hace mucho una tarde que pasamos mi mujer y yo en su casa. ¿Conoce usted su casa en la Ludolf-Krehl -Strasse?
Conocía la casa de Korten en Heidelberg, una de las primeras que se construyeron a finales de la década de los cincuenta también con criterios de protección de personas y de bienes. Todavía me acuerdo de cómo Korten me enseñó con orgullo una tarde el pequeño teleférico que une la casa, situada en una pendiente muy por encima de la calle, con la puerta de entrada. «En el caso de que la corriente falle, funciona con mi equipo electrógeno de emergencia.»
Firner y yo nos despedimos con algunas fórmulas de cortesía. Eran las cuatro, demasiado tarde para recuperar el almuerzo desatendido, demasiado pronto para cenar. Fui a las instalaciones deportivas Herschel.
La sauna estaba vacía. Sudé solo, nadé solo bajo la elevada cúpula de mosaicos bizantinos, me encontré solo en el baño de vapor romano-irlandés y en la terraza superior. Envuelto en la gran sábana blanca me quedé dormido en mi tumbona de la sala de reposo. Philipp iba con patines por los largos corredores del hospital. Las columnas por las que pasaba de largo eran piernas bien formadas de mujeres. A veces se movían. Philipp las esquivaba con una sonrisa en el rostro. Yo me reía con él. De pronto vi que era un grito lo que desencajaba su rostro. Me desperté y pensé en Mischkey.