– Estupendo -dije-. ¿Y Brigitte permite eso?
– Ese tipo de casos no los trata. Le interesa más el de los desdichados hombres y mujeres que descubren su deseo de tener niños después de la esterilización.
Tomó un sorbo de su amaretto. Mordí un grano de café.
– ¿No le gusta la comida italiana a su hijo? ¿Qué hace por las tardes?
– ¿Le importa que me siente a su lado antes de que tenga que gritar la respuesta por todo el local?
Me levanté, dispuse invitadoramente la silla y dije que me alegraría que…, en fin, lo que suele decirse. Cogió su vaso y encendió un cigarrillo. La miré con más detenimiento, los ojos algo cansados, el gesto obstinado en torno a la boca, las múltiples arrugas diminutas, el pelo rubio ceniza, sin brillo, el pendiente en una oreja y el esparadrapo en la otra. Si no iba con cuidado, en tres horas estaría en la cama con la mujer. ¿Quería ir con cuidado?
– Para contestar a su pregunta: mi hijo está en Río, en casa de su padre.
– ¿Qué hace allí?
– Manuel tiene ahora ocho años y va a la escuela en Río. Su padre estudió en Mannheim. Estuve a punto de casarme por él, por el permiso de residencia. Cuando llegó el niño él tuvo que volver a Brasil, y convinimos que él se lo llevara. -La miré irritado-. Ahora me está usted considerando una mala madre. Pero no en vano me hice esterilizar.
Tenía razón. La consideraba una mala madre, en todo caso una madre extraña, y ya no tenía demasiadas ganas de seguir flirteando. Como seguí callado ella preguntó:
– ¿Por qué le ha interesado en realidad esa historia de la esterilización?
– Ha sido una asociación de ideas, a partir del titular de Brigitte. Luego me ha interesado usted, la forma soberana como ha abordado la cuestión. Ahora me resulta demasiado soberana en la manera de hablar de su hijo. Quizá es que yo sea demasiado anticuado para ese tipo de soberanía.
– La soberanía es indivisible. Lástima que siempre se confirmen los prejuicios. -Cogió el vaso e hizo ademán de irse.
– ¿Y si me dice ahora mismo lo que se le ocurre cuando oye RCW? -Me miró con reserva-. Entiendo, la pregunta suena estúpida. Pero actualmente la RCW me ocupa todo el día, y con tantos árboles no veo el bosque.
– Se me ocurren gran cantidad de cosas -contestó con seriedad-. Y se las voy a decir, porque hay algo de usted que me gusta. RCW es para mí Rheinische Chemiewerke, píldoras anticonceptivas, aire envenenado y agua envenenada, poder, Korten…
– ¿Por qué Korten?
– Le he hecho masajes. Soy masajista, ¿sabe?
– ¿Masajista?
– Sí, pero no me confunda con nuestras hermanas impúdicas. Korten me visitó durante medio año a causa de sus problemas de espalda, y cuando le hacía masajes me hablaba un poco de él y de su trabajo. A veces acabábamos enzarzados en auténticos debates. Una vez dijo: «No es censurable utilizar a la gente, tan sólo es una falta de tacto dejar que lo adviertan.» Pensé en ello mucho tiempo.
– Korten fue mi amigo.
– ¿Por qué «fue»? Pero si todavía vive.
Sí, ¿por qué «fue»? ¿Había enterrado yo entretanto nuestra amistad? «Selb, nuestra alma cándida»: me había pasado eso por la cabeza una y otra vez en el Egeo, y en cada ocasión me había producido escalofríos. Recuerdos sepultados habían reaparecido para, mezclados con fantasías, ser empujados al mundo de los sueños. De un sueño desperté con un grito y empapado de sudor. Korten y yo hacíamos una excursión a pie por la Selva Negra, yo sabía perfectamente que era la Selva Negra, a pesar de las rocas elevadas y de los profundos barrancos. Éramos tres, un compañero de clase venía con nosotros, Kimski o Pobel. El cielo era de un azul profundo, el aire pesado y de una transparencia irreal. De pronto se desprendieron piedras que, sin producir ruido, rebotaron pendiente abajo, y nosotros estábamos colgados de una cuerda a punto de romperse. Por encima de nosotros estaba Korten, y me miraba, y yo sabía lo que esperaba de mí. Hubo más piedras todavía que se precipitaron mudas en el valle; yo intenté asirme, afianzar la cuerda y elevar al tercero. No lo conseguí, me saltaron lágrimas de desamparo y de desesperación. Saqué la navaja y comencé a cortar la cuerda por debajo de mí. «Tengo que hacerlo, tengo que hacerlo», pensaba mientras cortaba. Kimski o Pobel se precipitó al vacío. Yo lo veía todo a la vez, brazos que parecían remar, cada vez más pequeños y lejanos, indulgencia y burla en los ojos de Korten, como si todo no fuera más que un juego. Ahora él me podía elevar, y cuando ya me tenía casi arriba, sollozante y lleno de arañazos, vino el «Selb, nuestra alma cándida», y la cuerda se rompió, y…
– ¿Qué le pasa? ¿Y cómo se llama, por cierto? Mi nombre es Brigitte Lauterbach.
– Gerhard Selb. Si no ha traído el coche, ¿puedo llevarla a casa tras esta accidentada tarde con mi Opel, también algo accidentado?
– Con mucho gusto. Si no habría tenido que coger un taxi.
Brigitte vivía en la Max-Joseph -Strasse. El beso de despedida en las dos mejillas derivó en un largo abrazo.
– ¿No quieres subir, bobo? ¿Con una mala madre esterilizada?
8. UNA SANGRE DE TODOS LOS DÍAS
Mientras ella fue a buscar vino en la nevera, yo permanecí de pie en su sala de estar con la torpeza de la primera vez. Todavía uno es sensible para lo que no concuerda: los periquitos en la jaula, el póster de Peanuts en la pared, Fromm y Simmel en las estanterías, Roger Whitaker en el tocadiscos. Brigitte no había cometido ninguna de estas faltas. Y, a pesar de ello, allí había sensibilidad: ¿no está siempre presente, después de todo, en el fondo de uno mismo?
– ¿Puedo llamar por teléfono? -grité, puesto que ella estaba en la cocina.
– Adelante. El teléfono está en el cajón de arriba de la cómoda.
Abrí el cajón y marqué el número de Philipp. Tuve que dejarlo sonar ocho veces hasta que descolgó.
– ¿Dígame? -Su voz sonaba untuosa.
– Philipp, soy Gerhard. Espero molestar.
– Exactamente, singular fisgón, sí, singular. Sí, era sangre, grupo O, Rh negativo; una sangre de todos los días, por así decir, la muestra tiene entre dos y tres semanas. ¿Algo más? Disculpa, aquí están reclamando toda mi atención. Tú la has visto, ayer, la pequeña indonesia del ascensor. Ha traído a su amiga. Piénsatelo.
Brigitte había entrado en la habitación con la botella y dos vasos, había servido y me había pasado uno de ellos. Yo le había dado el auricular supletorio, y me miró divertida con las últimas frases de Philipp.
– ¿Conoces a alguien de Medicina Forense en Heidelberg, Philipp?
– No, ella no trabaja en Medicina Forense. En McDonald's, en las Planken, es donde trabaja. ¿Por qué?
– No me interesa el grupo sanguíneo de Big Mac, sino el de Peter Mischkey, que fue analizado por los de Medicina Forense de Heidelberg. Y quisiera saber si lo puedes conseguir. Por eso.
– Pero supongo que no tiene que ser ahora. Pásate por aquí, mejor, hablamos de ello mañana en el desayuno. Pero tráete una contigo. No voy a hacer yo todo el trabajo para que luego a ti te caigan en las manos.
– ¿Tiene que ser una asiática?
Brigitte se rió. Yo la rodeé con el brazo. Ella se estrechó melosa contra mí.
– No, esto es como el burdel de Mombasa, todas las razas, todas las clases, todos los colores, todos los artículos. Y si de verdad vienes, tráete también algo para beber.
Colgó. Yo rodeé a Brigitte también con el otro brazo. Todavía en mis brazos, se echó para atrás y me miró.
– ¿Y ahora?
– Ahora llevamos la botella y los vasos y los cigarrillos y la música con nosotros al dormitorio y nos tumbamos en la cama.
Me dio un pequeño beso y me dijo con voz pudorosa:
– Ve tú, yo voy enseguida.
Fue al baño. Entre sus discos encontré uno de George Winston, lo puse, dejé abierta la puerta del dormitorio, encendí la lámpara de la mesita de noche, me desnudé y me tumbé en la cama. Me sentía un poco molesto. La cama era amplia y olía a fresco. Si esa noche no dormíamos bien, era culpa nuestra.