En cuanto colgué, sonó el teléfono.
– Desde luego nunca hay forma de comunicar contigo. ¿Con qué mujer has estado hablando tanto tiempo? -Babs quería asegurarse de que no había olvidado el concierto de la tarde, al que habíamos planeado juntos-. Llevaré conmigo a Röschen y Georg. Les gustó tanto Diva que no quieren perderse a Wilhelmenia Fernández.
Naturalmente que lo había olvidado. Y una circunvolución de mi cerebro había estado divagando durante el estudio del archivador y le había dado vueltas a la cuestión de una organización de la tarde que incluyera a Brigitte. ¿Habría todavía entradas?
– ¿A las ocho menos cuarto en el Rosengarten? A lo mejor va alguien conmigo.
– Así que estabas hablando con una mujer. ¿Es guapa?
– A mí me gusta.
Fue sólo para completar las cosas por lo que escribí a Vera Müller, que vive en San Francisco. No había nada sobre lo que pudiera hacerle preguntas precisas. Quizá Mischkey se las hubiera hecho, mi carta intentaba averiguar precisamente aquello. La cogí y fui al edificio principal de correos de la Paradeplatz. De camino a casa compré cinco docenas de caracoles para después del concierto. Para Turbo compré hígado fresco; tenía mala conciencia porque la víspera le había dejado solo.
De nuevo en casa quise prepararme un sándwich de sardinas, cebollas y aceitunas. La señora Buchendorff no me dejó. Antes de comer había tenido que escribir todavía en la fábrica algo para Firner, de camino a casa había pasado por la cervecería Traber y estaba completamente segura de haber reconocido a uno de los matones del cementerio.
– Estoy en la cabina telefónica de enfrente. Todavía no ha salido del local, creo. ¿Puede usted venir ahora mismo? Si el tipo coge el coche, le seguiré. Si no estoy aquí cuando llegue, váyase a casa. Yo le llamaré después -se le quebró la voz-, cuando pueda.
– Dios mío, criatura, no hagas tonterías. Basta con que anotes la matrícula. Voy inmediatamente.
10. ES EL CUMPLEAÑOS DE FRED
Por poco arrollé a la señora Weiland en la escalera, y cuando arranqué el coche casi me llevo por delante al señor Weiland. Pasé por la estación y el puente Konrad Adenauer, dejando atrás peatones que palidecían y semáforos que enrojecían. Cuando, cinco minutos después, estaba delante de la cervecería Traber, el coche de la señora Buchendorff todavía se encontraba enfrente, en zona de aparcamiento prohibido. De ella misma no había ni rastro. Salí del coche y fui a la taberna. Una barra, dos o tres mesas, una máquina de discos y flippers, unos diez clientes y la propietaria. La señora Buchendorff tenía un vaso de cerveza Pils en una mano y una albóndiga en la otra. Me instalé junto a ella en la barra.
– Hola, Judith. ¿Otra vez por este barrio?
– Hola, Gerhard. ¿Quieres tú también una Pils?
Con la Pils pedí dos albóndigas.
– Las albóndigas las hace la madre de la jefa -dijo el tipo del otro lado.
Judith me presentó:
– Éste es Fred. Un vienés auténtico. Tiene algo que celebrar, dice. Fred, éste es Gerhard.
Había celebrado ya abundantemente. Con la deteriorada ligereza del borracho se movió hacia la máquina de discos, para elegir los discos se acodó como si no pasara nada, y cuando regresó se puso entre Judith y yo.
– La jefa, Silvia, es también austriaca. Por eso lo que más me gusta es celebrar mi cumpleaños en su local. Y mira, aquí tengo mi regalo de cumpleaños. -Palmeó suavemente y con la mano abierta a Judith en el trasero.
– ¿A qué te dedicas, Fred?
– Mármol y vino tinto, importación y exportación, ¿Y tú?
– En el ámbito de la seguridad, protección de objetos y personas, guardaespaldas, vigilancia con perros y esas cosas. Podría necesitar a un tío estupendo como tú. Pero tendrías que frenar con el alcohol.
– Vaya, vaya, seguridad. -Dejó el vaso-. Francamente, no hay nada más seguro que un buen culo, ¿eh, tesoro? -También la mano que había dejado el vaso se dirigió a las nalgas de la señora Buchendorff, al trasero de Judith.
Ella se volvió, golpeó con todas sus fuerzas a Fred en los dedos y le miró pícaramente. Le hizo daño, él apartó las manos, pero no se enfadó con ella.
– ¿Y qué haces aquí con la seguridad?
– Busco gente para un trabajo. Aquí hay buena pasta, para mí, para la gente que encuentre y para el cliente para quien busco la gente.
El rostro de Fred mostró interés. Quizá porque en ese momento sus manos no tenían permiso para hacer nada en el trasero de Judith, una de ellas me tocó el pecho con un índice hinchado.
– ¿Eso no te va un poco grande, abuelito?
Le agarré la mano y se la apreté hacia abajo al tiempo que le torcía el dedo índice. Simultáneamente le miraba a los ojos con candidez.
– ¿Cuántos años cumples, Fred? ¿Serás tú el que necesito? No importa, ven, te invito a una copa.
El rostro de Fred se había contraído por el dolor. Cuando le solté vaciló un momento. ¿Debía arremeter contra mí o beber conmigo una Pils? Entonces su mirada se dirigió a Judith, y supe que pasaría a continuación.
Su «Bien, vamos a beber otra Pils» fue el anuncio del golpe que me alcanzó en el lado izquierdo del pecho. Pero yo ya golpeaba con la rodilla entre sus piernas. Se retorció, con las manos en los testículos. Cuando se incorporó mi puño derecho le alcanzó con todas las fuerzas en la nariz. Alzó las manos para protegerse la cara, pero las bajó de nuevo y contempló incrédulo la sangre en sus manos. Cogí su vaso y lo vacié en su cabeza.
– Salud, Fred.
Judith se había hecho a un lado, los demás clientes se mantenían al fondo. Sólo la propietaria participaba en primera línea de la lucha.
– Fuera, si queréis armar follón os vais fuera -dijo, y se dispuso a empujarme en dirección a la puerta.
– Pero, queridísima mía, ¿no ha visto que andamos los dos de broma? Nos llevamos bien, ¿verdad, Fred? -Fred se limpiaba la sangre de los labios.
Asintió con la cabeza y buscó con la mirada a Judith. La propietaria se había convencido con una rápida mirada por la taberna de que el orden y la tranquilidad se habían restablecido.
– Vale, entonces os invito a una copita -dijo, apaciguadora. Sabía llevar su local.
Mientras ella trajinaba detrás de la barra y Fred se escurría hacia los servicios, Judith se me acercó. Me miró preocupada.
– Era de los del cementerio. ¿Estás bien? -Hablaba en voz baja.
– La verdad es que me ha roto todas las costillas, pero si en adelante me llama simplemente Gerd, saldré de ésta -contesté-. Yo también te llamaré Judith sin más.
Sonrió.
– Me parece que te aprovechas de la situación, pero no te lo tendré en cuenta. Acabo de imaginarte con gabardina.
– ¿Y?
– No la necesitas -dijo.
Fred volvió de los servicios. Allí, ante el espejo, había dado a su rostro una expresión contrita e incluso se disculpó.
– Para tu edad no estás mal. Siento haber estado grosero. Sabes, en el fondo no es sencillo hacerse mayor así, sin familia, y el día de mi cumpleaños lo veo siempre muy claro.
Detrás de la amabilidad de Fred ardían secretamente la malicia y el encanto desconsolado del proxeneta vienés.
– A veces se me cruzan los cables, Fred. Lo de la cerveza no era necesario. La cosa ya no tiene remedio -todavía tenía el cabello mojado y pegado-, pero, bueno, no sigas enfadado conmigo. Sólo me pongo bruto cuando se trata de mujeres.
– ¿Qué vamos a hacer ahora? -preguntó Judith abriendo inocentemente los ojos.
– Primero llevamos a Fred, y luego te llevo a ti a casa -decidí yo.
La propietaria vino en mi ayuda.
– Bien, Fred, que te lleven a casa. El coche lo puedes recoger mañana temprano. Coges un taxi.
Cargamos a Fred en mi coche. Judith nos siguió. Fred dijo que vivía en Jungbusch, «en la Werfstrasse, justo al lado de la antigua comisaría de policía, ¿sabes?», y quería que le dejara allí, en la esquina. A mí me era igual donde no viviera. Atravesamos el puente.