– Tu trabajo es realmente importante -dijo Patty.

– Eso creo.

– Tenemos que averiguar por qué hoy en día tantos estadounidenses se vuelven malos.

Jeannie asintió con la cabeza. Eso era, en pocas palabras.

Patty se dirigió a su vehículo, una vieja ranchera Ford, con la parte de atrás llena de trastos de los chicos, chatarra de llamativos colorines: un triciclo, un cochecito de niño plegable, un surtido de raquetas y pelotas y un gran camión de juguete con una rueda rota.

– Dales un besazo a los chicos de mi parte, ¿vale? -dijo Jeannie.

– Gracias. Te llamaré mañana, después de visitar a mamá.

Jeannie sacó las llaves, vaciló, se acercó luego a Patty y le dio un abrazo.

– Te quiero, hermanita.

– Yo también -repuso Patty.

Jeannie subió a su automóvil y arrancó.

Se sentía irritada e inquieta, con el ánimo rebosante de sentimientos encontrados, pendientes, respecto a su madre, a Patty y al padre que no estaba con ellas. Salió a la 170 y condujo a excesiva velocidad, cambiando de carril entre el tráfico. Se preguntó que iba a hacer con el resto del día, pero enseguida recordó que se suponía que iba a jugar al tenis a las seis y luego a tomar pizza y cerveza con un grupo de estudiantes licenciados y profesores jóvenes del departamento de psicología de la Jones Falls. Su primera idea fue cancelar todo el programa de la velada. Pero tampoco le apetecía ni tanto así quedarse en casa calentándose los cascos. Iría a jugar al tenis, decidió: el ejercicio le haría sentirse mejor. Después se dejaría caer por el bar de Andy, pasaría allí cosa de una hora y se retiraría temprano.

Pero las cosas no salieron así.

Su rival en el partido de tenis era Jack Budgen, el bibliotecario jefe de la universidad. Había jugado una vez en Wimbledon y, aunque tenía ya cincuenta años y estaba calvo, aún conservaba buena parte de su antigua destreza y estaba en buenas condiciones físicas. La cumbre de su carrera la alcanzó cuando figuró en el equipo olímpico de tenis de Estados Unidos, allá por la época en que era estudiante en busca de la licenciatura. Con todo, Jeannie era más fuerte y más rápida que Jack.

Jugaban en una de las pistas de arcilla roja del campus de la Jones Falls. Eran dos tenistas bastante igualados y el partido atrajo una pequeña multitud de espectadores. No existían normas relativas a la forma de vestir, pero Jeannie siempre llevaba pantalones cortos blancos y polo del mismo color. Tenía el pelo largo y moreno, no sedoso y liso como Patty, sino rizado y bastante rebelde, por lo que se lo recogía bajo una gorra de visera.

El servicio de Jeannie era dinamita y su mate cruzado de revés a dos manos resultaba verdaderamente asesino. Respecto al servicio, Jack poco podía hacer, pero al cabo de unos juegos tuvo buen cuidado en impedir en lo posible que Jeannie utilizase el mate de revés. El hombre recurrió a la astucia, se dedicó a reservar energías y dejar que Jeannie cometiese errores. La muchacha jugaba con excesiva agresividad, incurría en dobles faltas al sacar e iba a la red con precipitación. En un día normal, Jeannie se daba perfecta cuenta, podía vencerle; pero aquella tarde su concentración se había dispersado y no pensaba las jugadas. Ganaron un juego cada uno, en el tercero se pusieron cinco a cuatro a favor de Jack, con el servicio en poder de la muchacha; tendría que conservarlo para seguir en el partido.

Hubo dos cuarenta iguales, luego Jack ganó un punto y la ventaja fue suya. La pelota de saque de Jeannie se estrelló contra la red y de la pequeña multitud de espectadores se elevó un grito sofocado pero audible. En vez de ampararse en un segundo servicio más lento y seguro, como es normal, Jeannie tiró por la ventana toda precaución y sacó como si se tratara de un primer servicio. La raqueta de Jack conectó con la pelota y devolvió el saque sobre el revés de Jeannie. Esta conectó un mate y corrió hacia la red. Pero Jack no estaba desequilibrado como había fingido y respondió con un globo perfecto, que pasó por encima de Jeannie y al aterrizar justo sobre la línea de fondo le dio la victoria en el partido.

Jeannie se quedó mirando la pelota, con los brazos en jarras, furiosa consigo misma. Aunque llevaba varios años sin jugar en serio, conservaba un inquebrantable espíritu competitivo que hacía que le resultase muy duro perder. Calmó sus sentimientos y puso una sonrisa en su rostro. Dio media vuelta.

– ¡Bonito golpe! -gritó.

Se llegó a la red, tendió la mano y una ráfaga de aplausos surgió de los espectadores.

Se le acercó un joven.

– ¡Vaya, ha sido un partido estupendo! -acompañó el elogio con una amplia sonrisa.

Un rápido vistazo permitió a Jeannie evaluarlo. Era el típico cachas: alto y atlético, de cabello rizado, que llevaba muy corto, y bonitos ojos azules. Avanzaba hacia ella manifestando todo el interés del mundo.

Pero Jeannie no estaba de humor.

– Gracias -dijo, cortante.

El galán volvió a sonreír; la suya era una sonrisa tranquila y confiada que venía a decir que casi todas las mujeres a las que se la dedicaba se sentían felices de que él les dirigiera la palabra, al margen de si lo que les dijese merecía o no la pena.

– Verás, yo también juego un poco al tenis, y se me ha ocurrido que…

– Si sólo juegas un poco al tenis, lo más probable es que no estés en mi categoría -le interrumpió Jeannie, y pasó por su lado, desdeñosa.

Oyó que, a su espalda, el chico preguntaba en tono de buen humor:

– ¿Debo entender, pues, que no existe la más remota posibilidad de que disfrutemos de una cena romántica, seguida de una noche de loca pasión?

Jeannie no pudo por menos de sonreír, aunque sólo fuera por la insistencia del chico, y comprendió que había sido más brusca de lo necesario. Volvió la cabeza y habló por encima del hombro, sin detener el paso.

– Ni la más remota, pero gracias por la proposición -dijo.

Abandonó las pistas y se encaminó al vestuario. Se preguntó que estaría haciendo su madre en aquel momento. A aquella hora ya habría cenado: eran las siete y media y en tales instituciones servían temprano las comidas. Seguramente, estaría viendo la tele en el salón. Tal vez habría trabado amistad con alguien, con alguna mujer de su misma edad que soportaría las lagunas de amnesia y mostraría interés por las fotos de sus nietos. Mamá había tenido montones de amigas -compañeras del salón de belleza, algunas clientas, vecinas, personas que conoció durante veinticinco años-, pero era difícil para ellas mantener esa amistad cuando mamá olvidaba continuamente quienes diablos eran.

Cuando pasaba por delante del campo de hockey sobre hierba se dio de manos a boca con Lisa Hoxton. Lisa era la primera amiga de verdad que había hecho desde su llegada a Jones Falls un mes antes. Era ayudante en el laboratorio de psicología. Estaba licenciada en ciencias, pero no quería dedicarse a la enseñanza académica. Como Jeannie, procedía de una familia pobre y le intimidaba un poco la Ivy League a la que pertenecía la Jones Falls. Jeannie y Lisa simpatizaron al instante.

– Un chico intentó enrollarse conmigo hace un momento -sonrió Jeannie.

– ¿Qué tal era?

– Se parecía a Brad Pitt, pero más alto.

– ¿Le preguntaste si tenía otro amigo de su edad? -dijo Lisa.

Ella contaba veinticuatro años.

– No. -Jeannie miró por encima del hombro, pero el muchacho no estaba a la vista-. Continúa andando, por si acaso me sigue.

– ¿Tan malo sería?

– Venga ya.

– Jeannie, es el asqueroso del que huyes.

– ¡Cierra el pico!

– Podías haberle dado mi número de teléfono.

– Lo que debí haber hecho es anotarle en un papel tu talla de sujetador, con eso le habría dejado sin habla.

Lisa tenía un busto realmente voluminoso.

La muchacha se detuvo en seco. Durante unos segundos, Jeannie pensó que se había pasado y ofendido a Lisa. Empezó a darle forma mental a una disculpa. Pero Lisa exclamó:

– ¡Qué gran idea! «Uso la treinta y seis D, para más información, llame a este número de teléfono.» Es muy sutil, desde luego.

– No es más que envidia por mi parte, siempre desee tener un buen parachoques -reconoció Jeannie, y ambas se echaron a reír-. Pero es cierto, pedí a Dios que me concediera un tetamen como es debido. Prácticamente fui la última chica de la clase a la que le vino la regla, era de lo mas embarazoso.

– No me digas que te ponías de rodillas junto a la cama y rezabas: Por favor, Dios de mi alma, haz que me crezcan las tetas.

– La verdad es que a quien rezaba era a la Virgen María. Suponía que era asunto de mujeres. Y no decía tetas, naturalmente.

– ¿Qué decías? ¿Pechos?

– No, me figuraba que a la Virgen Santa no se le podía decir pechos.

– ¿Cómo los llamabas, pues?

– Globos.

Lisa soltó la carcajada.

– No sé de dónde saqué la palabra, debía de habérsela oído a algunos hombres que estuvieran hablando de ello. Me pareció un eufemismo bastante educado. Esto nunca se lo he contado a nadie en toda mi vida.

Lisa miró hacia atrás.

– Bueno, no veo ningún chico guapo lanzado en nuestra persecución. Me parece que hemos despistado a Brad Pitt.

– Buena cosa. Es exactamente mi tipo: apuesto, sexualmente atractivo, presuntuoso y absolutamente indigno de confianza.

– ¿Cómo sabes que no es de fiar? Sólo lo tuviste frente a ti veinte segundos.

– Todos los hombres son indignos de confianza.

– Es probable que tengas razón. ¿Piensas dejarte ver esta noche por el Andy's?

– Sí, sólo estaré una hora o así. Primero tengo que ducharme.

Llevaba el polo empapado de sudor.

– Yo también. -Lisa vestía pantalones cortos y calzaba zapatillas de deporte-. He estado entrenándome con el equipo de hockey. ¿Por qué sólo una hora?

– He tenido un día pesadísimo. -El partido había distraído a Jeannie, pero el agotamiento reapareció en aquel instante y provocó en ella una mueca de dolor-. He tenido que ingresar a mi madre en una residencia geriátrica.

– ¡Oh, Jeannie, cuánto lo siento!

Jeannie le contó la historia mientras entraban en el edificio del gimnasio y descendían por la escalera del sótano. En el vestuario, Jeannie vio al pasar la imagen de ambas reflejada en el espejo. Eran físicamente tan distintas que casi parecían actrices de un número cómico. Lisa tenía una estatura inferior a la talla media, Jeannie medía casi metro ochenta y cinco. Lisa era rubia y curvilínea, mientras que Jeannie era morena y musculosa. Lisa tenía una carita preciosa, salpicada de pecas a través de la coqueta naricilla y boca en forma de arco. La mayoría calificaba a Jeannie de impresionante, a algunos hombres les parecía guapa, pero nadie la había llamado nunca bonita.


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