El tiempo tomaba un cariz doble: el que le dedicaba a la niña, que era todo, y el restante, que no era poco; sumando con cuidado, podía decir que era más el tiempo libre que el ocupado. A Hin la miraba con creciente distanciamiento. Pasado el primer desconcierto, Lu había llegado a la conclusión de que el desarrollo de las criaturas se llevaba a cabo con una inflexibilidad mecánica que nada podía afectar; y esto por mucho que contrastara con la aparente (y tan celebrada) delicadeza exquisita y blandura expuesta a todo influjo externo, en esos seres minúsculos. Estudioso de la naturaleza como era, no podía dejar de notar que esa contradicción en realidad era una necesidad causal. Los niños estaban en manos de puntualidades de bronce, y no se trataba tanto de una cohorte de dragones protectores como un dosel de exactitudes que se sucedían con absoluta independencia del mundo y la realidad. Era una secuencia que excluía a los padres, y el disfraz de dulzuras apenas alcanzaba a velar ese viaje astronómicamente perfecto.

De modo que el «otro» tiempo lo empleaba en esto o aquello, o bien en lo general. Incluso había hecho una pequeña ampliación en la casa; no tan pequeña, considerando todo, por cuanto había cambiado lo que podría llamarse el «espíritu» del diminuto edificio; se trataba de una oficina, dedicada al papelerío de las obras hidráulicas, que al fin de cuentas habían quedado a su cargo en la faz organizativa. Había pasado más de dos años distanciado de la administración, e incluso mal mirado, aunque nadie se atrevió a reprocharle nada, por temor a recursos de los que él dispondría, tanto más graves cuanto más vagos e innombrables. Pero al fin, como sucedía siempre, las cosas habían vuelto a su curso inmemorial y perenne. Y a consecuencia de ello, se exaltaba con la idea de trocar de una vez para siempre lo más perenne, cual era el curso fluido y cambiante de los ríos. Dividió hábilmente las tareas antes de empezar, y se quedó con lo más abstracto del trabajo, con lo burocrático quintaesenciado, para sorpresa de quienes conocían la practicidad de sus tareas concretas con el agua. Tampoco de la necesidad de este paso le resultó difícil convencerlos.

Y según su costumbre, hizo innovaciones personales. Nunca antes había hecho ese tipo de trabajo oficinesco, y ahora inventó un sistema de archivos que llamaba la atención a todos los que lo examinaban; adaptó para ello, con poco trabajo, muebles que antaño se utilizaban para el almacenamiento de porcelanas, y el resultado incidental del esfuerzo por conseguir esos muebles fue que quedaron en su poder un par de centenares de piezas antiguas, perdidas hasta entonces en la provincia, y que en la mayoría de los casos se incluían, sin cargo o con uno despreciable, en las transacciones por sus muebles. Las donó al museo ex-Imperial de la Hosa meridional, y organizó el envío en una operación rápida y delicada a resultas de la cual no se perdió una sola porcelana.

Había en él una cierta sensualidad en el contacto con los papeles, su clasificación, el hecho de que se cubrieran, en jornadas que luego se confundían (aunque no se confundían los papeles) de signos; y la mera circunstancia de que estuvieran ahí, debidamente ordenados, le gustaba. Sin amor al papel, decía, no hay burocracia, y sin burocracia no hay política de verdad, y mucho menos civilización (porque la política, según su punto de vista, era una etapa preparatoria para la civilización). Como detestaba la mera idea de emplear papeles de distintos colores, como suele hacerse en oficinas, debió idear sistemas clasificatorios inusuales, que al fin de cuentas resultaron más prácticos. Estableció contactos con proveedores de papel incluso de regiones lejanas, del Yenh-He, donde se lo producía desde época inmemorial. Esos contactos le resultaron útiles más adelante, en sucesivos cambios de actividades.

Desde la oficina, en la que pasaba largos ratos, podía vigilar directamente a la niña, por un sistema de mamparas corredizas que puso entre su lugar de trabajo y la salita, y que después se extendió a toda la casa; que no hubiera mucho a qué extenderse, por la escasa amplitud del edificio, no hacía sino destacar el cambio radical de naturaleza que tenía lugar allí. La casa dejaba de parecer china, se volvía japonesa, coreana, se volvía un palacio en miniatura, un representante visible de lo lejano y extranjero; y vivir en una casa que representaba a otra casa se vuelve una experiencia notable. Su amigo Wen Tsi, que siguió el ritmo de las reformas con cierta aprensión al comienzo, y divertido después, le dijo que resultaba una casa no-marxista, por el mero hecho de que hiciera pensar en algo lejano; porque el marxismo para él era lo local por excelencia.

Si la arquitectura de la vivienda había cambiado por el trabajo burocrático-civilizador que se llevaba a cabo en una de sus dependencias, también había cambiado, pero secretamente, a causa del erotismo suspendido en el que su dueño se había embarcado. Y los dos cambios se superponían, creando esa tonalidad de extrañeza que ahora era la clave de su vida. ¿De modo que también su vida sería no-marxista? Eso ya era algo más difícil de determinar.

No se hizo repetir la insinuación de la señora Kiu. Desde el día siguiente se ocupó de procurarse la leche sin su ayuda, como para probarle que todo lo «provisorio» había desaparecido felizmente. Había dos pequeños tambos en ese extremo de la aldea, y los dos al extremo de caminos sinuosos, que parecían haber sido trazados personalmente por las vacas.

Pero bastaron unos pocos días para que tomara la decisión de renunciar a esta ocupación. Le resultaba chocante encontrarse con la señora Kiu (incluso hacían el camino de vuelta juntos) dando una demostración demasiado palmaria de la duplicación innecesaria del trabajo que se tomaban. Le pareció mucho más adecuado emplear a alguien para hacer el recado. Se vio ante la alternativa de tomar a un muchacho para que le hiciera sólo esa tarea, o bien dar cabida en su sistema doméstico a una mujer para que se ocupara, en términos amplios, de la niña y de la casa en general.

En realidad, ya lo había pensado, en distintos momentos de su vida. La idea de tener un ama de llaves era absurda en sí misma, pero no en sus consecuencias. Recurrió, como tantas veces lo había hecho, a la señora Kiu: esta vez no quería caer en errores. Le pidió que le recomendara a alguna señora que pudiera serle de utilidad, y a través de ella dio al fin con una señora de nombre Ma Whu, que reunía todas las cualidades (las pocas de ellas) que se requerían para el puesto. Era extraordinariamente pobre, y vivía de caridad en casa de unos parientes que no le tenían demasiado afecto. Era viuda de algún modo, no muy claro, carecía de hijos, y su edad oscilaba en los cuarenta años. Y era notablemente fuerte; aunque pequeña, irradiaba una suerte de vigor que le resultó reconfortante a Lu. Ignoraba si era ordenada (después averiguó que no era ni ordenada ni desordenada) pero algún riesgo había que correr. Le daría casa y comida, y un sueldo bimestral, por hacerse cargo de los trabajos de la criatura. Le aseguraron que había criado satisfactoriamente a varios sobrinos.

La señora Whu cayó del cielo en medio de las ampliaciones de la casita de Lu. Se mostró encantada con el jardín, pero puso en claro desde el primer momento que no pondría los pies en él; ya bastante trabajo calculaba que tendría con lo que hubiera dentro de la casa. Lu le rogó que no tocara nada que no fuera estrictamente necesario, y que no se atreviese a trasponer jamás los carriles de las puertas corredizas de su oficina.

– Si por mí fuera -dijo la señora-, no tocaría nada en absoluto.

Él le mostró a Hin, que dormía en una cesta.

– Ah -dijo la señora Whu entrecerrando los ojos.

Tres días después la señora Kiu se encontraba con su vecino en la calle y le transmitía su desolación por cierta malevolencia de la gente (que después de todo era inevitable). Se corría el rumor, y había llegado hasta ella, de que Lu había adoptado a la niña como mera excusa para poder tomar una mujer, etcétera. ¡Ella podía negarlo terminantemente, y le informó que lo había hecho donde se había presentado la ocasión! Pero no ocultaba que lo hacía más que nada porque ella había sido, siquiera indirectamente, motivo de que él necesitara a la niñera.


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