– Repito: cuando vuelva a casa, se lo entregas de mi parte. Y le dices que lo perdió en la parada del 24. Lo he forrado como mejor he sabido.
La mano de David sujeta el libro que ha recibido y se mantiene apoyada en el canto de la puerta, sin abrirla del todo, mientras la otra mano sigue mariposeando en la cintura. Debajo de la boina roja y los cabellos rubios, la cabeza permanece gacha. No es un gesto de humildad, ni mucho menos. Es una torva concentración de fantasía y mala leche.
– ¿Lo ha forrado usted? Qué bonito le quedó, bwana.
– Si no fuera por tu madre, por no echarle otra preocupación encima, que ya tiene bastantes, te arrancaría las orejas y la lengua, muchacho. Qué te parece.
– ¿En serio?
– Tenlo por seguro.
Su tono es monótono y cortante, aunque no expresamente amenazador. El inspector Galván no masculla las palabras ni las escupe. David sí lo hace, y con especial saña:
– Usted sigue a mi madre. Yo lo sé. La sigue por la calle, escondiéndose para que ella no le vea. La sigue y la sigue y la sigue. ¿Por qué?
El inspector reflexiona antes de responder.
– A veces uno está obligado a hacer cosas que pueden molestar.
– ¡Y un huevo! ¿La sigue por si le lleva sin querer hasta mi padre? ¿O por qué lo hace? ¿Eh?
– Vas por mal camino, chico. Levanta la cabeza y mírame. ¿Se lo has dicho a ella?
– No, pero se lo diré.
– No lo harás -el inspector se inclina un poco, se acerca a David y añade-: De lo contrario, yo le contaré lo que te dejas hacer en el cine Delicias por el chico del barbero, ese gordito de mirada bizca, cómo se llama… Ese que anda por ahí con unas maracas.
David alza la vista por fin, pero las gafotas de sol ocultan el chisporroteo vengativo de sus ojos. A su vez, el inspector se inclina un poco más mirándole sin pestañear, y añade:
– Ya sabes a qué me refiero. Le darías a tu madre un disgusto de muerte. Y no queremos que eso ocurra, ¿verdad?
– No.
– Entonces no hay más que hablar.
– Sí, bwana.
El inspector menea la cabeza con aire conmiserativo, inicia la retirada dando media vuelta, pero lo piensa mejor, se vuelve y se queda mirando fijamente a David.
– ¿Qué pasa contigo, hombre? ¿De verdad te gusta eso, o lo haces por una perra chica? ¿O sólo es un juego? ¿Qué es, coño?
David medita la respuesta con los ojos risueños escudados tras las gafas.
– ¿Sabe una cosa? ¡Nadie me verá nunca con una mano en el trasero!
– A ver si he entendido bien…
– Dicen que mi padre anda por ahí con la mano en el culo y hecho un cristo, pero tenga usted por seguro que a mí nadie me verá nunca así. Y no me sacará usted una palabra más acerca de este asunto. Por mucho que me interrogue, bwana.
– No recuerdo el nombre de tu amigo, ese pimpollo. ¿Bardolet?
– Paulino Bardolet, para servir a Dios y a usted y a la hostia en vinagre. Qué pasa.
– Tu lenguaje y tu desvergüenza me tienen asombrado, chaval, de verdad. Y ahora escúchame bien: no quiero verte con ese tal Paulino. Y que tu madre no se entere.
El inspector se queda mirándole pensativo y haciendo gala de aquella inmovilidad tan absoluta y persistente que a veces parece un hombre congelado. Antes de irse, prueba a darle un coscorrón presuntamente amistoso, que David esquiva. Entonces descubre a un perro pachón arrastrándose penosamente sobre las baldosas, detrás del chico, con el rabo entre las piernas y los orejones caídos.
– ¿De dónde ha salido esto?
– Es mío -se apresura a decir David-. Me lo dio el acomodador del Delicias. Le prometí que lo cuidaría. ¿Pasa algo?
El perro husmea los calcetines largos de David y suelta una tos que más parece ansia de vómito, y que le hunde el costillar. El inspector respira hondo, como si cogiera fuerzas para hablar sin ganas.
– Es un perro callejero -y vuelve la cabeza para mirar el sendero que corre paralelo al torrente seco, con la esperanza, piensa David, de ver llegar a la pelirroja; enseguida simula interés por el perro, sólo para ganar tiempo-. Un chucho.
– Sí, bwana. Un chucho, un mil leches.
– Y es muy viejo. ¿Cómo lo llamas?
– Chispa -dice David-. Qué pasa, ¿no le gusta? El señor Auge se lo encontró abandonado en el vestíbulo del cine y le puso Niebla, porque aquella semana ponían una peli que se llama Niebla en el pasado. También pensó en llamarlo Nodo, porque al oír la música del noticiario No-Do el perro se ponía alegre…
– Muy propio, sí señor.
– El mundo entero al alcance de todos los perros, decía el señor Auge. Qué pasa, ¿tampoco le gusta?
– Me das pena, muchacho.
– Y qué, bwana. Qué pasa.
Aplastado en el suelo, vencido por los años y los achaques, Chispa hace un intento de menear el rabo, pero desiste enseguida y con su ojo menos quebrantado escruta al inspector.
– Este animal está más muerto que vivo.
– Usted no entiende de perros.
– Le harías un favor sacrificándolo.
– ¡¿Cómo?! ¡¿Cómo dice?!
– Que lo mejor sería darle una bola de estricnina.
– ¡Y una mierda! ¡Lo estoy curando ¿sabe?!
– Lo único que vas a conseguir es que sufra más. ¿Qué opina tu madre?
– ¡Nada que le importe! ¡El perro es mío! ¡Y ni hablar de matarlo, ni por viejo ni por enfermo ni porque lo diga mi madre!
– Está bien -dice el inspector iniciando la retirada-. No olvides lo que te he dicho…
– Y otra cosa, bwana -lo interrumpe David de nuevo en tono de chunga, tal vez por torcer la conversación y quitarle la pelirroja de la cabeza, impedir que se aproxime a ella siquiera de palabra o pensamiento-. ¿Por qué no me explica qué pasó con el ahorcado de la calle Legalidad? ¿Qué me dice de ese misterio? ¿Usted lo vio, colgado debajo de aquella glorieta como si fuera un muñeco?
– Algo me han contado -gruñe el inspector.
– Se ve que lo perseguían. Dicen que se colgó porque estaba cansado de esconderse.
– Esconderse de quién. De qué.
– Dejó una carta explicando que se ahorcaba por culpa de su mujer. Yo lo vi colgando de la cuerda, ¿sabe? Tenía la lengua fuera y colorete en la cara, como los payasos, y la carta que dejó llevaba una firma extraña: El gusano invisible. ¿Qué cree que significa?
El inspector levanta las cejas y suspira.
– No sé nada de gusanos. Adiós. No te olvides de mi encargo.
– Sí, bwana.
Escudado en sus gafas de plástico, David le ve irse bordeando el páramo gris junto al barranco. ¡La estocada de Lagardere acabará contigo, guripa! Cierra la puerta del zaguán y de la noche, coge el perro en brazos y con su faldita plisada y su bonito jersey de angorina corre por las estancias desiertas llenas de muebles que gimen bajo fundas fantasmales, embiste con el hombro la cortina verde en mitad del estrecho pasillo y luego la pequeña puerta de cristales esmerilados que separa el chalet del consultorio y alcanza nuestra exigua vivienda realquilada, abre de par en par la puerta de día que da al callejón y saca a pasear a Chispa para que pueda husmear las cagarrutas de otros perros y así tal vez, quién sabe, se sienta menos solo y quebrantado. Quién sabe.
Mamá ha encargado a David que la despierte a las tres y media. Hace un rato ha sacado los pies hinchados del agua salada de la palangana y ahora duerme la siesta sentada en el sillón de mimbre. David se acerca a ella sigilosamente, retira la palangana y le envuelve los pies en una toalla. Antes de incorporarse coge su mano y comprueba que está bien dormida, y entonces, con mucho cuidado, se abraza a sus rodillas y apoya la mejilla y la oreja contra su vientre. Un botón desabrochado de la bata le permite sentir en la mejilla la tensión de la piel cálida alrededor del ombligo, y capta con la oreja el apagado murmullo de lo que parece una melodía, como si la pelirroja cantara en sueños y su voz al caer se remansara en el útero. ¿Me estás oyendo, enano? Incluso dormida, tiene una canción a flor de labios. ¿Qué opinas tú, microbio, tú que escuchas su corazón a través de la sangre? ¿Por qué canta en sueños, y a quién le canta?