– Oye, si no se trata de negocios, petróleo o soldados, Danny, ¿por qué diablos me haces perder el tiempo? -le había preguntado un ilustre senador. Ese comentario resumía la quintaesencia de la política exterior de Estados Unidos.
¿Es que estaban ciegos?, se había preguntado Buchanan una y otra vez. ¿0 el idiota perdido era él?
Finalmente, Buchanan decidió que sólo le quedaba una opción. Era del todo ilegal, pero cuando un hombre se encuentra al borde del abismo no puede permitirse el lujo de respetar la ética prístina. Valiéndose de la fortuna que había amasado en el transcurso de los años, había comenzado a sobornar, de manera muy especial, a ciertos políticos importantes para que lo ayudaran. El método había funcionado a la perfección. La ayuda a sus clientes había aumentado de todas las formas imaginables. Incluso a medida que su patrimonio se consumía, las cosas parecían marchar mejor, o eso creía Buchanan. Al menos no empeoraban; para él el terreno ganado con esfuerzo era un éxito. Todo había ido sobre ruedas, hasta haría cosa de un año.
Justo en ese momento, llamaron a la puerta de su despacho, arrancándolo de su ensueño. El edificio estaba cerrado, en teoría era seguro y el personal de limpieza ya se había marchado hacía rato. Buchanan no se levantó. Se limitó a observar la puerta que se abría para descubrir la silueta de un hombre alto, que extendió la mano y encendió la luz.
Buchanan entrecerró los ojos, deslumbrados por la luz del techo; cuando se acostumbraron al resplandor, vio que Robert Thornhill se quitaba la gabardina, se alisaba la chaqueta y la camisa y se sentaba frente a él. Los movimientos del hombre eran elegantes y pausados, como si se hubiera dejado caer en el club campestre para disfrutar de una copa en su tiempo libre.
– ¿Cómo has entrado? -preguntó Buchanan con acritud-. Se supone que el edificio es seguro. -Por algún motivo, intuyó que había otras personas detrás de la puerta.
– Y lo es, Danny. Lo es. Para la mayoría.
– No me gusta que vengas aquí, Thornhill.
– Soy lo bastante educado como para llamarte por tu nombre de pila. Te agradecería que hicieras lo mismo. No es importante, lo sé, pero al menos no te pido que te dirijas a mí como «señor» Thornhill. Ésa es la norma entre amo y sirviente, ¿no, Danny? Verás, no resulta tan terrible trabajar para mí.
Buchanan sabía que la expresión de suficiencia del hombre tenía la finalidad de distraerlo para que no pensara con claridad. Sin embargo, se reclinó en el asiento y entrelazó las manos sobre el estómago.
– ¿A qué debo el placer de tu visita, Bob?
– A tu reunión con el senador Milstead.
– Podría reunirme con él en la ciudad. No entiendo muy bien por qué insististe en que fuera a Pensylvania.
– Pero si de esa manera tendrás otra oportunidad para recabar fondos para todos esos seres hambrientos. Como ves, tengo mi corazoncito.
– ¿No te remuerde lo más mínimo eso que llamas conciencia por aprovecharte del sufrimiento de millones de hombres, mujeres y niños para quienes es un milagro ver salir el sol, en beneficio de tus objetivos egoístas?
– No me pagan para tener conciencia, sino para proteger los intereses de mi país. Tus intereses. Además, si nos eligieran por tener conciencia, ya no quedaría nadie en esta ciudad. De hecho, apruebo tus esfuerzos. No tengo nada contra los pobres y los desamparados. ¡Me alegro por ti, Danny!
– Perdona, pero no me lo trago.
Thorhhill sonrió.
– En todos los países del mundo hay personas como yo. Es decir, las hay si son inteligentes. Obtenemos los resultados que todos quieren porque la mayor parte de ese «todos» carece del valor para hacerlo por sí misma.
– ¿Así que juegas a ser Dios? Debo reconocer que es un trabajo interesante.
– Dios es un concepto. Yo trabajo con hechos. Por cierto, tú impulsaste tu programa valiéndote de medios ilegales; ¿quién eres tú para negarme el mismo derecho?
Buchanan no supo qué replicar, y la obstinada tranquilidad de Thornhill no hacía otra cosa que aumentar su sensación de impotencia.
– Alguna pregunta sobre la reunión con Milstead? -inquirió Thornhill.
– Sabes lo bastante sobre Harvey Milstead como para encerrarlo durante tres vidas. ¿Qué es lo que de verdad quieres? Thornhill se rió.
– Espero que no me acuses de albergar intenciones ocultas. -Puedes contármelo, Bob, somos socios.
– Tal vez sea tan sencillo como querer que saltes cuando chasquee los dedos.
– Bien, pero de aquí a un año, si continúas presentándote así, quizá no salgas por tus propios medios.
– Amenazas de un cabildero solitario a mi-suspiró Thornhill-. Aunque no tan solitario. Cuentas con un ejército de una persona. ¿Cómo está Faith? ¿Está bien?
– Faith no forma parte de esto. Faith nunca formará parte de esto.
Thornhill asintió.
– Estás solo en la tela de araña. Tú y tu grupo de políticos criminales. La flor y nata de América.
Buchanan miró fríamente a su antagonista pero guardó silencio.
– La situación está llegando a un punto crítico, Danny -prosiguió Thornhill-. El espectáculo acabará dentro de poco. Espero que sepas retirarte limpiamente.
– Cuando me vaya, mi rastro estará tan limpio que ni siquiera tus satélites espías podrán detectarlo.
– La confianza es alentadora, pero suele depositarse en quien no la merece.
– ¿Eso es todo lo que querías decirme? ¿Que me prepare para escapar? He estado preparado desde que te conocí. Thornhill se puso en pie.
– Concéntrate en el senador Milstead. Consíguenos detalles jugosos y que valgan la pena. Que te hable de los ingresos que tendrá cuando se retire, de las tareas simbólicas que desempeñará para cubrir las apariencias. Cuanto más especifique, mejor.
– Me anima que disfrutes tanto con esto. Tal vez sea mucho más divertido que lo de la bahía de Cochinos.
– Eso ocurrió antes de que yo llegara.
– Bueno, estoy seguro de que has dejado tu impronta de otras formas.
Thornhill se enfureció por unos instantes y acto seguido recobró la calma.
– Serías un buen jugador de póquer, Danny. Pero no olvides que el farol que uno se marca cuando no se tiene nada sigue siendo un farol. -Thornhill se puso la gabardina-. No te molestes en acompañarme a la salida. Conozco el camino.
Instantes después, Thornhill ya se había marchado. Era como si hubiera aparecido y desaparecido por arte de magia. Buchanan se reclinó en el asiento y exhaló un suspiro. Le temblaban las manos y las apretó con fuerza contra el escritorio hasta que se le estabilizó el pulso.
Thornhill había irrumpido en su vida como un torpedo. Buchanan se había convertido en un lacayo, espiaba a quienes había sobornado durante años con su propio dinero y les sonsacaba información que este ogro utilizaría para chantajearlos. Y a Buchanan le resultaba imposible impedírselo.
Irónicamente, la disminución de sus bienes materiales y el hecho de trabajar para otro lo habían devuelto al lugar de donde había venido. Había crecido en la insigne Philadelphia Main Line. Había vivido en una de las mejores fincas de la zona. Los muros de piedra, como gruesas pinceladas grises de pintura, perfilaban las grandes extensiones de césped perfectamente recortado, sobre las que se elevaba una casa de mil metros cuadrados con porche y un garaje no adosado para cuatro coches con un apartamento encima. La mansión poseía más habitaciones que una residencia de estudiantes y baños lujosos con azulejos caros y capas de oro en objetos tan corrientes como los grifos.
Era el mundo de los aristócratas estadounidenses, donde la vida regalada coexistía con expectativas abrumadoras. Buchanan había contemplado este complejo universo desde una perspectiva única, aunque no fuera uno de sus componentes más afortunados. Su familia estaba integrada por los chóferes, criadas, jardineros, chicos para todo, niñeras y cocineras de estos aristócratas. Tras sobrevivir a los inviernos de la frontera canadiense, los Buchanan habían emigrado al sur en masa, a un clima más agradable con un trabajo menos exigente que el del hacha y la pala, la barca y el anzuelo. En el norte habían tenido que cazar para comer y cortar leña para calentarse y, aun así, se habían visto obligados a presenciar, presas de la impotencia, la muerte de los suyos a manos de la naturaleza, proceso que había fortalecido a los supervivientes y a sus descendientes. Y quizá Danny Buchanan fuera el más fuerte de todos.
El joven Danny Buchanan había regado el césped y limpiado la piscina, barrido y pintado la pista de tenis, recogido flores y verdura y jugado, guardando siempre las formas, con los niños. Durante la adolescencia, Buchanan se había codeado con la generación más joven de los ricos mimados y con ellos había fumado, bebido y explorado su sexualidad en la profundidad de sus jardines. Incluso había portado un féretro y derramado lágrimas sinceras mientras llevaba a hombros a dos de los jóvenes ricos que habían echado a perder sus vidas privilegiadas al mezclar demasiado alcohol con un coche de carreras y conducir demasiado deprisa con los sentidos embotados. Cuando se vive con tanta rapidez, no es raro morir joven. Ahora mismo, Buchanan intuía que su fin no estaba demasiado lejos.
Desde entonces, nunca se sintió cómodo en ninguno de los dos grupos, el de los ricos o el de los pobres. Por mucho que su cuenta bancaria aumentara, nunca pertenecería a la clase acomodada. Había jugado con los herederos ricos, pero a la hora del almuerzo ellos se iban al comedor oficial y él se dirigía a la cocina para compartir la mesa con los otros criados. Los aristócratas jóvenes habían estudiado en Harvard, Yale y Princeton; Buchanan había tenido que conformarse con las clases nocturnas en una institución de la que sus superiores se burlaban abiertamente.
En la actualidad, se sentía ajeno a su propia familia. Enviaba dinero a sus parientes, pero éstos se lo devolvían. Cuando los visitó, no tenían nada que contarle. No comprendían ni les interesaba lo que hacía. Sin embargo, le dieron a entender que creían que su ocupación no era honesta; Buchanan lo notó en sus rostros demacrados, en las palabras que farfullaban. Washington guardaba tan poca relación con ellos y sus valores como el infierno. Buchanan mentía para ganar enormes sumas de dinero. Habrían preferido que siguiera sus pasos y llevase una vida de trabajador honrado. Al elevarse por encima de ellos, había caído muy por debajo de lo que representaban: justicia, integridad, carácter.
El camino que había elegido durante los últimos diez años no había hecho más que acrecentar su aislamiento. Apenas tenía amigos. No obstante, millones de desconocidos en todo el mundo dependían de él para algo tan básico como la subsistencia. Él mismo reconocía que se trataba de una existencia bastante peculiar.