Luego transcurrieron veinte minutos. Al menos una vez cada minuto intentó concentrarse en las palabras que iba a pronunciar cuando ella apareciera, si es que lo hacía; y las veinte veces terminó bloqueado, entreabierta la boca como si de veras la tuviera delante, incapaz de hilvanar el arranque de una frase coherente. Estaba en la sala consagrada a la batalla de Trafalgar, bajo un óleo que representaba una escena de combate naval -el “Santa Ana” contra el “Royal Sovereign”-, y de improviso el hormigueo volvió a recorrerle el estómago, asestándole, y ésa era la palabra exacta, una acuciante necesidad de huir de allí. Pica el ancla, imbécil, se dijo; y con eso pareció despertar de un sueño y quiso salir despavorido escaleras abajo, para meter la cabeza bajo un grifo de agua fría y sacudirla hasta despejar la confusión que reinaba dentro. Maldita sea mi estampa, se increpó. Maldita sea mi estampa veinte veces pares. Señora Soto. Ni siquiera sé si vive con un hombre, o está casada.

Se volvió, retrocediendo indeciso. Sus ojos se detuvieron al azar en la inscripción de una vitrina: “Sable de abordaje que ciñó don Carlos de la Rocha en el combate de Trafalgar, siendo comandante del buque Antilla…” Entonces alzó la vista y vio a Tánger Soto a su espalda, reflejada en el cristal. La vio allí inmóvil, callada, sin haberla oído llegar, mirándolo con una expresión entre sorprendida y curiosa, lo mismo de irreal que la primera vez. Tan imprecisa como una sombra que estuviese encerrada en la vitrina, y no fuera de ella.

Coy no era un hombre sociable. Y ya dijimos que eso, junto con algunos libros y una visión precozmente lúcida de los ángulos oscuros del ser humano, lo había llevado desde muy temprano al mar. Sin embargo, ese punto de vista, o posición, no era del todo incompatible con cierto candor que a veces descollaba en sus actitudes, en su forma de quedarse quieto o silencioso mirando a los otros, en el modo algo torpe con que se desenvolvía en tierra firme, o en el punto sincero, desconcertado, casi tímido, que tenía su sonrisa. Había embarcado muy joven, empujado más por intuiciones que por certezas. Pero la vida no maniobra con la precisión de un buen buque, y las amarras fueron cayendo al mar poco a poco, enredándose a veces en las hélices, o arrastrando consecuencias. Respecto a eso, hubo mujeres, por supuesto. Y también hubo un par de ellas que llegaron más allá de la piel, hasta la carne y la sangre y la conciencia, realizando en el conjunto las operaciones físicas y químicas pertinentes, bálsamos analgésicos y destrozos de rigor. LPPI: Ley del Pago Puntual de su Importe. A esas alturas, aquel rastro era ya sólo eso: punzadas indoloras en la memoria del marino sin barco. Recuerdos precisos y también indiferentes, más parecidos a la melancolía de los años lejanos -habían transcurrido ocho o nueve desde la última mujer importante para Coy- que al sentimiento de verdadera pérdida material, o de ausencia. En el fondo, aquellas sombras sólo continuaban ancladas en su memoria porque pertenecían al tiempo en que para él todo estuvo en los inicios; cuando en su flamante chaqueta de paño azul y en las palas de las hombreras de sus camisas relucían galones nuevos, y pasaba largo rato admirándolos del mismo modo que admiraba el cuerpo de una mujer desnuda, y la vida era una carta náutica nueva y crujiente, con todos los avisos a la navegación actualizados, tersa superficie blanca aún no marcada por el lápiz y la goma de borrar. Cuando él mismo, ante la vista de la línea de tierra en el horizonte, experimentaba todavía, en ocasiones, el vago deseo de personas o cosas que esperaban allí. Lo otro, el dolor, la traición, los reproches, las noches interminables despierto junto a espaldas silenciosas, eran en ese tiempo sólo piedras sumergidas, bajos asesinos que acechaban su momento ineludible, sin que ninguna carta informase en recuadro aparte de la eventualidad de su presencia. Lo cierto es que no añoraba en concreto esas sombras de mujer, sino que se añoraba a sí mismo, o más bien al hombre que él mismo era entonces. Tal vez aquélla fuera la única razón por la que esas mujeres o esas sombras, últimos puertos conocidos en su vida, acudían a veces, muy difuminadas en el contorno de la memoria, a fantasmales citas al atardecer, cuando él daba largos paseos junto al mar, en Barcelona. Cuando remontaba el puente de madera del Puerto Viejo mientras el sol poniente enrojecía las alturas de Montjuic, la torre de Jaime I, los muelles y las pasarelas de embarque de la Trasmediterránea, y Coy buscaba en los antiguos muelles y norays las cicatrices dejadas sobre la piedra y el hierro por miles de estachas y cabos de acero, por barcos hundidos o desguazados hacía décadas. A veces pensaba en aquellas mujeres, o en su recuerdo, al caminar por fuera del centro comercial y los cines Maremagnum, entre otros hombres o mujeres solitarios, aislados, absortos en el atardecer, que dormitaban en los bancos o soñaban mirando el mar, con las gaviotas planeando sobre la popa de pesqueros que cruzaban por el agua roja bajo la torre del Reloj; junto a una viejísima goleta sin velas ni jarcia que Coy recordaba siempre en el mismo sitio, año tras año, con sus maderas agrietadas, descoloridas bajo el viento, el sol, la lluvia y el tiempo. Y que a menudo le hacía pensar que barcos y hombres deberían hundirse y desaparecer a su hora, en mar abierto, en vez de pudrirse amarrados a la tierra.

Ahora Coy hablaba desde hacía cinco minutos, sin apenas interrupción. Estaba sentado junto a una ventana del primer piso del Museo Naval, y cuando se volvía un poco abarcaba las ramas verdes de los castaños extendiéndose a lo largo del paseo del Prado, hacia la fuente de Neptuno. Dejaba caer las palabras como quien llena un vacío que sólo es incómodo si se prolongan demasiado los silencios. Hablaba despacio y sonreía ligeramente cuando callaba un momento antes de hablar de nuevo. Su incertidumbre se había esfumado apenas entrevisto el rostro en el cristal; hacía sus comentarios en tono tranquilo, de nuevo dueño de sí, con objeto de eludir las pausas y retrasar posibles preguntas. A veces desviaba la vista al exterior y luego se volvía de nuevo hacia la mujer. Un asunto en Madrid, decía. Una gestión oficial, un amigo. Casualmente el museo estaba allí. Decía cualquier cosa, lo mismo que había hecho la primera vez en Barcelona, con la franca timidez que le era propia; y ella escuchaba y callaba, un poco inclinada la cabeza y las puntas asimétricas del cabello rubio rozándole el mentón. Y los ojos oscuros con reflejos pavonados parecían de nuevo azul marino, fijos en Coy; en la sonrisa leve, sincera, que desmentía lo casual de sus palabras.

– Y eso es todo -concluyó.

Eso no era nada, pues nada había dicho ni hecho todavía, salvo acercarse a la dársena con mucho cuidado, las máquinas en avante poca, mientras esperaba que el práctico subiese a bordo. No era nada, y Tánger Soto lo sabía tan bien como él.

– Vaya -dijo ella.

Estaba apoyada en el borde de la mesa de su despacho, cruzados los brazos, y seguía mirándolo reflexiva, con la misma fijeza que antes; pero ahora también sonreía un poco, como si quisiera gratificar su esfuerzo, o su calma, o su manera de encararla sin esquivarle los ojos, sin alardes presuntuosos ni evasivas forzadas. Como si apreciara aquel modo de ponerse ante ella, pronunciar las palabras imprescindibles para justificar su presencia, y luego quedarse quieto con la mirada y la sonrisa limpias, sin pretender engañarla ni engañarse, aguardando el veredicto.

Y ahora fue ella la que habló. Lo hizo sin apartar sus ojos de los de él, interesada en comprobar el efecto de las palabras, o tal

vez del tono en que iba pronunciándolas una tras otra. Habló con naturalidad y un vago reflejo de afecto, o de agradecimiento, rozándole los labios. Habló de la extraña noche de Barcelona, del placer que le causaba verlo de nuevo. Y al fin se quedaron observándose, dicho todo cuanto era posible decir hasta ese momento. Y Coy supo otra vez que había llegado el momento de irse, o de buscar un tema, un pretexto, alguna maldita cosa que le permitiera prolongar la situación. O de que ella lo acompañara a la puerta dándole las gracias por la visita, o le dijese que no se fuera todavía. De modo que se puso lentamente en pie.


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