– Cada día paso por aquí, camino de casa. A veces compro algo…
¿No es curioso lo que ocurre con los libros viejos?… A diferencia de los otros, éstos te eligen a ti. Escogen a su comprador: hola, aquí estoy, llévame contigo. Se diría que están vivos.
Dio unos pasos y se detuvo ante “El cuarteto de Alejandría”: cuatro volúmenes de ajadas cubiertas, a precio de saldo.
– ¿Lo has leído? -preguntó.
Coy hizo un gesto negativo. Aquel Durrell con apellido de pilas alcalinas no le daba frío ni calor. Era la primera vez que se fijaba en libros de ese fulano. Norteamericano, supuso. O inglés.
– ¿Tiene algo sobre el mar?
– preguntó, más cortés que interesado.
– No, que yo sepa -ella reía, bajo y suave-. Aunque de algún modo Alejandría no deja de ser un puerto…
Coy había estado allí, y no recordaba nada de especial: el calor de los días sin brisa, las grúas, los estibadores tumbados a la sombra de los contenedores, el agua sucia chapaleando entre el casco del barco y el muelle, las cucarachas que pisabas de noche al bajar a tierra. Un puerto como cualquier otro, excepto cuando el viento sur traía nubes de polvo rojizo que se colaban por todas partes. Nada que justificase cuatro tomos. Tánger tocaba el primero con el índice y él leyó el título: “Justine”.
– Todas las mujeres inteligentes que conozco -dijo ella- han querido ser Justine alguna vez.
Coy miró el libro con aire estúpido, considerando si debía comprarlo o no, y si el librero lo obligaría a adquirir los cuatro. En realidad los que le llamaban la atención eran otros que había cerca: “El barco de la muerte”, de un tal B. Traven, y la trilogía de la “Bounty: El motín, Hombres contra el mar” y “La isla de Pitcairn” en un solo volumen. Pero ella seguía adelante; la vio sonreír de nuevo, dar unos pasos más y entretenerse hojeando distraída otra maltrecha edición en rústica -”El buen soldado”, leyó Coy; aquel Ford Madox Ford sí le sonaba, porque había escrito “La aventura” a medias con Joseph Conrad-. Al cabo Tánger se giró a mirarlo, fijamente.
– Estás loco -repitió.
Él volvió a tocarse la nariz y no dijo nada.
– No me conoces -añadió ella un momento después-. Lo ignoras todo sobre mí.
De nuevo tenía un punto de dureza en la voz. Coy miró a un lado y luego a otro. Curiosamente no se sentía intimidado, ni fuera de lugar. Había ido a verla, haciendo lo que creyó debía hacer. Y habría dado cualquier cosa por ser un hombre elegante, suelto de palabra; con algo que ofrecer, aunque fuese el dinero justo para comprar los cuatro tomos del cuarteto e invitarla a cenar esa misma noche en un restaurante caro, llamándola Justine o como ella quisiera que la llamase. Pero no era su caso. Por eso callaba, y estaba allí plantado con la mayor sencillez de que era capaz, y se limitaba a sonreír un poco, de aquel modo que era a un tiempo sincero y ausente, casi tímido. Y eso no era mucho, pero era todo.
– No tienes ningún derecho a presentarte así. A ponerte delante de mí con cara de buen chico… Ya te di las gracias por lo de Barcelona. ¿Qué pretendes que haga ahora?… ¿Llevarte a casa como uno de estos libros?
– Las sirenas -dijo él, de pronto.
Lo miró, sorprendida.
– ¿Qué pasa con las sirenas?
Coy alzó un poco las manos y las dejó caer de nuevo.
– No sé. Cantaban, dice Homero. Llamaban a los marinos, ¿verdad?… Y ellos no podían evitarlo.
– Porque eran idiotas. Iban derechos a los arrecifes, destrozando el barco.
– Ya estuve allí -la expresión de Coy se había ensombrecido-. Ya estuve en los arrecifes, y no tengo barco. Tardaré algún tiempo en volver a tenerlo, y ahora no encuentro nada mejor que hacer.
Se volvió hacia él con brusquedad, abriendo la boca como para decir algo desagradable. Sus iris relucían, agresivos. Aquello duró un momento, y en ese espacio de tiempo Coy se despidió mentalmente de su piel moteada y de todo el singular ensueño que lo había llevado hasta ella. Tal vez debí comprar lo de esa Justine, se dijo tristemente. Pero al menos lo intentaste, marinero. Lástima de sextante. Luego se dispuso a sonreír. Sonreiré en cualquier caso diga lo que diga, hasta cuando me mande al infierno. Al menos, que lo último que recuerde de mí sea eso. Ojalá pudiera sonreír como su jefe, ese capitán de fragata al que le relucen los botones. Ojalá no me salga una mueca muy crispada.
– Por el amor de Dios -dijo entonces ella-. Ni siquiera eres un hombre guapo.
III. EL BARCO PERDIDO
En el mar puedes hacerlo todo bien, ateniéndote a las normas, y aun así el mar te matará. Pero si eres buen marino, al menos sabrás dónde te encuentras en el momento de morir.
Justin Scott.
“El cazador de barcos”
Detestaba el café. Había bebido miles de tazas calientes o frías en guardias interminables de madrugada, en maniobras difíciles o decisivas, en horas muertas entre carga y descarga en los puertos, en momentos de hastío, tensión o peligro; pero le desagradaba aquel sabor amargo hasta el punto de que sólo podía soportarlo cortado con leche y con azúcar. En realidad lo usaba como estimulante, del mismo modo que otros toman una copa o encienden un cigarrillo. Pero él no fumaba desde hacía mucho tiempo. En cuanto a las copas, muy rara vez había probado el alcohol a bordo de un barco; y en tierra casi nunca sobrepasaba la marca de Plimsoll, la línea de carga de un par de ginebras azules. Sólo bebía de forma deliberada y a conciencia cuando las circunstancias, la compañía o el lugar prescribían grandes dosis. En esos casos, como buena parte de los marinos que conocía, era capaz de ingerir cantidades extraordinarias de cualquier cosa, con las consecuencias que ello acarreaba en lugares donde los maridos velan por la virtud de sus esposas, los policías mantienen el orden público, y los matones de club nocturno procuran que los clientes se comporten como es debido y no se esfumen sin abonar la cuenta.
Esa noche no era el caso. Los puertos, el mar y el resto de su vida anterior estaban muy lejos de la mesa junto a la que se hallaba sentado, en la puerta del hostal de la plaza de Santa Ana, mirando a la gente que paseaba por la acera o charlaba en las terrazas de los bares. Había pedido una ginebra con tónica para borrar el sabor del café de la taza pegajosa que tenía delante -siempre lo derramaba, torpe, al remover la cucharilla-, y permanecía recostado en la silla, las manos en los bolsillos de la chaqueta y las piernas extendidas bajo la mesa. Estaba cansado, pero demoraba el momento de irse a la cama. Te llamaré, había dicho ella. Te llamaré esta noche, o mañana. Déjame pensar un poco. Tánger tenía un compromiso ineludible aquella tarde, y una cena por la noche; así que tendría que esperar hasta verla de nuevo. Se lo dijo a mediodía, después de que la acompañase hasta el cruce de Alfonso XII con el paseo Infanta Isabel y ella se despidiera allí mismo, sin dejarlo llegar hasta su puerta. Lo había plantado vuelta hacia él bruscamente, alargándole aquella mano firme que él recordaba bien, en un apretón vigoroso. Coy le preguntó adónde diablos pensaba llamarlo, si no tenía en Madrid casa, ni teléfono, ni nada, y su equipaje estaba en la consigna de la estación. Entonces vio a Tánger reír por primera vez desde que la conocía. Una risa franca que le rodeaba los ojos con pequeñísimas arrugas que, paradójicamente, la rejuvenecían mucho, embelleciéndola. Una risa simpática, como la de un chico al que sientes deseos de acercarte, intuyendo que puede ser buen compañero de juego, o de aventuras. Se había reído de ese modo, la mano de Coy en la suya, y luego pidió perdón por el despiste y lo miró pensativa durante un par de segundos, con el último trazo de aquella risa desvaneciéndosele en la boca. Después dijo el nombre del hostal de la plaza de Santa Ana donde ella había vivido dos años cuando era estudiante, frente al teatro Español. Un sitio limpio y barato. Te llamaré, dijo. Te vea o no te vea nunca más, te llamaré hoy, o mañana. Te doy mi palabra de honor.