– ¿Quieres más hielo? -preguntó ella.

Negó con la cabeza. Hay mujeres, concluyó casi asustado, que ya miran así desde que nacen. Que miran como en ese momento lo miraban a él en el pequeño salón de la casa, cuyas ventanas se abrían al paseo Infanta Isabel y al edificio iluminado de ladrillo y cristal de la estación de Atocha. Voy a contarte una historia, había dicho ella apenas abrió la puerta, cerrándola a su espalda antes de conducirlo al cuarto de estar escoltado por un perro labrador de pelo corto y dorado que ahora estaba cerca, fijos en Coy los ojos oscuros y tristes. Voy a contarte una historia de naufragios y barcos perdidos -estoy segura de que te gusta ese tipo de historias-, y tú no vas a abrir la boca hasta que termine de contártela. No vas a preguntarme si es real o inventada o ninguna otra cosa, y vas a estar todo el tiempo callado, bebiéndote esta tónica sola porque lamento comunicarte que no tengo ginebra en mi casa, ni azul ni de ningún otro color. Después haré tres preguntas, a las que responderás sí o no. Luego te dejaré hacerme una pregunta, una sola, que bastará por esta noche, antes de que regreses a tu hostal a dormir… Y eso será todo. ¿Hay trato?

Coy había respondido sin titubear, hay trato, quizás un poco desconcertado pero encajando el asunto con razonable sangre fría. Luego fue a sentarse donde ella le indicó: un sofá tapizado en tela beige sobre una alfombra de buen aspecto, en el salón de paredes blancas ocupado por una cómoda, una mesita moruna bajo una lámpara, un televisor con vídeo, un par de sillas, un marco con una fotografía, una mesa con ordenador junto a un aparador lleno de libros y papeles, y una minicadena de sonido en cuyos altavoces Pavarotti -a lo mejor no era Pavarotti- cantaba algo parecido a “Caruso”. Echó una ojeada a los lomos de algunos libros: “Los jesuitas y el motín de Esquilache”. “Historia del arte y ciencia de navegar”. “Los ministros de Carlos III”. “Aplicaciones de Cartografía Histórica”. “Mediterranean Spain Pilot”. “Espejos de una biblioteca”. “Navegantes y naufragios”. “Catálogo de Cartografía Histórica de España del Museo Naval”. “Derrotero de las costas de España en el Mediterráneo…” También había novelas y literatura en general: Isak Dinesen, Lampedusa, Nabokov, Lawrence Durrell -el del “Cuarteto” de la cuesta Moyano-, algo llamado “Fuego verde”, de un tal Peter W. Rainer, “El espejo del mar” de Joseph Conrad, y varios más. Coy no había leído absolutamente nada de aquello, salvo lo de Conrad. Le llamó la atención un libro en inglés titulado igual que la película: “The Maltese Falcon”. Era un ejemplar usado, viejo, y en la cubierta amarilla había un halcón negro y una mano de mujer mostrando monedas y joyas.

– Es la primera edición -dijo Tánger, al ver que se detenía en ella-… Publicada en Estados Unidos el día de San Valentín de 1930, al precio de dos dólares.

Coy tocó el libro. “By Dashiell Hammet”, decía en la cubierta. “Author of The Dain Curse”.

– Vi la película.

– Claro que la viste. Todo el mundo la ha visto -Tánger señaló un anaquel-. Sam Spade tuvo la culpa de que por primera vez yo fuese infiel al capitán Haddock.

En el anaquel, un poco aparte del resto, estaba lo que parecía una colección completa de “Las aventuras de Tintín”. Junto a los lomos de tela de los volúmenes, estrechos y altos, vio una pequeña copa de plata abollada, y una postal. Reconoció el puerto de Amberes, con la catedral a lo lejos. A la copa le faltaba un asa.

– ¿Los leíste de niño?…

Él seguía mirando la copa de plata. “Trofeo de natación infantil, 19…” Era difícil leer la fecha.

– No -dijo-. Los conozco, y tal vez hojeé alguno, me parece. Un aerolito que cae en el mar.

– ”La estrella misteriosa”.

– Será ése.

El piso no era lujoso pero andaba por encima de la media, con cojines de cuero de buena calidad y un cuadro auténtico en la pared, un óleo antiguo en marco ovalado con un paisaje de un río y una barca bastante aceptable -pese a llevar, estimó, poca vela para aquel río y aquel viento-, y cortinas de buen gusto en las dos ventanas que daban a la calle; y la cocina de la que ella había traído la tónica y el hielo y un par de vasos tenía aspecto limpio y luminoso, con un microondas a la vista, un frigorífico, una mesa y taburetes de madera oscura. Iba vestida casi como por la mañana, suéter de algodón ligero en vez de blusa, y no llevaba zapatos. Los pies, enfundados en las medias negras, se movían silenciosos por la casa, como los de una bailarina, con el labrador pendiente de cada paso. La gente no aprende a moverse así, pensó Coy. Eso no puede aprenderse de modo consciente, nunca. Uno se mueve, o no se mueve, de un modo o de otro. Una mujer se sienta, habla, camina, inclina la cabeza o enciende un cigarrillo de tal o cual forma. Unas formas se aprenden, y otras no. Modos y modos. Nadie puede superar determinados límites aunque se lo proponga, si no lo lleva dentro. Modales determinados. Gestos. Maneras.

– ¿Sabes algo de naufragios?

La pregunta cambió sus pensamientos y lo hizo reír sordamente, la nariz dentro del vaso.

– No he naufragado nunca del todo, si a eso te refieres… Pero dame tiempo.

Ella fruncía el ceño, ajena a la ironía.

– Hablo de naufragios antiguos -seguía mirándolo a los ojos-. De barcos hundidos hace tiempo.

Se tocó la nariz antes de responder que no mucho. Había leído cosas, claro. Y buceado junto a alguno de ellos. También conocía la clase de historias que suelen contarse entre marinos.

– ¿Alguna vez has oído hablar del “Dei Gloria”?

Hizo memoria un instante. El nombre le era desconocido.

– Un barco de vela de diez cañones -apuntó ella. Se hundió frente a la costa sudeste española el 4 de febrero de 1767.

Coy dejó el vaso en la mesita baja, y el movimiento hizo que el perro viniera a lamerle la mano.

– Ven aquí, “Zas” -dijo Tánger-. No molestes.

El perro ni se inmutó. Siguió junto a Coy, dándole lametones, arf, arf, y ella creyó necesario disculparse. En realidad no era suyo, dijo. Era de una amiga con la que compartía piso; pero la amiga tuvo que irse a otra ciudad dos meses atrás, por motivos de trabajo, y ahora viajaba todo el tiempo. Tánger había heredado su media casa y a “Zas”.

– No importa -medió Coy-. Me gustan los perros.

Era cierto. En especial los de caza, que solían ser leales y silenciosos. Durante un tiempo, en su infancia, poseyó un setter color canela que miraba igual que ése; y también hubo un chucho que había subido al “Daggoo IV” en Málaga, quedándose a bordo hasta que se lo llevó un golpe de mar a la altura de cabo Bojador. Acarició a “Zas” tras las orejas, distraído, y el perro se mantuvo cerca de su mano, moviendo alegremente el rabo. Arf.

Entonces Tánger contó la historia del barco perdido.

Se llamaba “Dei Gloria”, y era un bergantín. Había salido de La Habana el 1 de enero de 1767, con veintinueve tripulantes y dos pasajeros. El manifiesto de carga declaraba algodón, tabaco y azúcar con destino al puerto de Valencia. Aunque oficialmente pertenecía a un armador llamado Luis Fornet Palau, el “Dei Gloria” era propiedad de la Compañía de Jesús. Según se comprobó más tarde, aquel Fornet Palau era testaferro de los jesuitas, que dirigían por su mediación una pequeña flotilla mercante encargada de asegurar el tráfico de personas y el comercio que la Compañía, muy poderosa entonces, mantenía con sus misiones, reducciones e intereses en las colonias. El “Dei Gloria” era el mejor barco de esa flota: el más rápido y el mejor armado para un tráfico amenazado por los corsarios ingleses y argelinos. Lo mandaba un capitán de confianza llamado Juan Bautista Elezcano: vizcaino, experimentado, cercano a los jesuitas hasta el punto de que su hermano, el padre Salvador Elezcano, era uno de los principales asistentes del general de la Orden, en Roma.

Tras avanzar los primeros días dando bordos contra un viento contrario del este, el bergantín encontró pronto los del tercer y cuarto cuadrante, que lo ayudaron a cruzar el Atlántico entre fuertes rachas y chubascos. El viento refrescó al sudoeste de las Azores hasta convertirse en temporal que causó daños en la arboladura, e hizo que las bombas de achique trabajaran sin descanso. De ese modo el “Dei Gloria” alcanzó el paralelo 35º y siguió navegando sin otra novedad hacia el este. Luego dio una bordada en dirección al golfo de Cádiz a fin de resguardarse de los levantes del Estrecho, y sin tocar ningún puerto se halló al otro lado de Gibraltar el 2 de febrero. Al día siguiente dobló el cabo de Gata, navegando hacia el norte a la vista de la costa.


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