– ¿Crees que puedes bajar hasta cincuenta metros? -preguntó ella.

– Supongo que sí. Llegué algo más abajo de los sesenta, aunque el límite de seguridad son cuarenta. Pero entonces tenía veinte años menos… El problema es que a esa profundidad puedes estar muy poco tiempo abajo, al menos con equipos normales de aire comprimido… ¿Tú no buceas?

– No. Me da horror. Y sin embargo…

Coy seguía adujando cabos. Marino. Buzo. Conocimientos de navegación a vela. Estaba clarísimo, se dijo, que ella no lo tenía allí porque la fascinara su conversación. Así que no te hagas ilusiones, chico. No le interesa tu cara bonita. Suponiendo que tu cara haya sido bonita alguna vez.

– ¿Hasta dónde calculas que podrías llegar? -quiso saber Tánger.

– ¿Vas a dejar que baje solo, sin ver lo que hago?

– Confío en ti.

– Eso es lo que me mosquea. Que confíes tanto en mí.

Al decir confío en ti se había vuelto por fin hacia él. Maldita, pensó. Se diría que pasa las noches planificando cada gesto. Observó la cadena de plata que desaparecía en el cuello de la camiseta blanca, hacia los sugerentes volúmenes que se moldeaban bajo la camisa abierta. No sin esfuerzo, reprimió el impulso de sacársela fuera y echar un vistazo.

– Salvo que utilices equipos especiales, lo que un buceador puede bajar sin problemas no va más allá de ochenta metros explicó él-. Y ésa es mucha profundidad. Además, si trabajas te cansas y consumes más aire, y todo se complica… Hay que usar mezclas, y tablas de descompresión detalladas.

– No es mucha profundidad. Al menos eso creo.

– ¿Ya has hecho tus cálculos?

– En la medida de mis posibilidades.

– Pues te veo muy segura.

Coy sonreía. Lo hizo sólo a medias, pero a ella no pareció gustarle esa sonrisa.

– Si estuviera muy segura no te necesitaría.

Él se echó hacia atrás en la silla. El movimiento hizo incorporarse a “Zas”, que le dio un par de afectuosos lametones en el brazo.

– En ese caso -estimó- tal vez haya posibilidad de bajar. Aunque eso de las posiciones siempre es relativo, incluso con cartas modernas y GPS. No es fácil encontrar un barco, o lo que suele quedar de él. Y mucho menos un barco hundido hace dos siglos y medio… Depende de la naturaleza del fondo y de muchas otras cosas. La madera se habrá ido al diablo, o el fango puede cubrir el pecio. Y luego están las corrientes, la mala visibilidad…

Tánger había cogido la cajetilla de tabaco, pero se limitaba a darle vueltas entre los dedos. Contemplaba las facciones de Héroe.

– ¿Tienes mucha experiencia como buceador?

– Tengo alguna. Hice un curso en el Centro de Buceo de la Armada, y un par de veranos trabajé limpiando cascos de buques, con un cepillo de alambre y sin ver más allá de mis narices. En vacaciones también sacaba ánforas romanas con Pedro el Piloto.

– ¿Quién es Pedro el Piloto?

– El patrón del “Carpanta”. Un amigo.

– Ahora eso está prohibido.

– ¿Tener amigos?

– Sacar ánforas.

Había dejado la cajetilla y miraba a Coy. Éste creyó advertir una chispa de especial atención en sus ojos.

– También entonces lo estaba -admitió-. Pero la clandestinidad le ponía emoción. Además, ningún guardia mira tu bolsa cuando vuelves de una inmersión, en un puerto donde eres conocido. Dices hola, él dice hola, sonríes y listo. En aquella época, frente a Cartagena, la costa era un inmenso campo de restos arqueológicos. Yo buscaba sobre todo cuellos de ánfora, que son muy bonitos, y vasijas… Usaba una pala de ping-pong para remover la arena que las cubría. Y llegué a conseguir docenas.

– ¿Qué hacías con todo eso?

– Se lo regalaba a mis novias.

No era cierto, o al menos no del todo. Una vez en tierra, sacadas discretamente bajo las narices de los carabineros, esas ánforas las habían vendido el Piloto y Coy a turistas y anticuarios, repartiéndose las ganancias. En cuanto a las novias, Tánger no preguntó si habían sido muchas o pocas. En realidad, de aquel tiempo Coy sólo recordaba con especial afecto a una: se llamaba Eva y era norteamericana, hija de un técnico de la refinería de Escombreras. Una chica sana, rubia y bronceada, de dientes blancos y espaldas de windsurfista, junto a la que pasó un verano cuando él ya era estudiante de náutica. Reía a carcajadas por cualquier cosa, tenía bonitas caderas y era pasiva y tierna haciendo el amor, en calas escondidas entre acantilados de piedra oscura, con el mar lamiéndoles las piernas, en rojos atardeceres rebozados de salitre y arena. Durante un tiempo, Coy retuvo en los dedos y en la boca el sabor de su carne y de su sexo: aromas de sal, yodo, agua secándose sobre una piel caliente bajo los rayos del sol. También guardó algunos años una fotografía: ella junto al mar, el pecho desnudo, el pelo húmedo y echada hacia atrás la cabeza, bebiendo en una bota de vino que le dejaba regueros como de sangre entre los senos menudos, insolentes, de jovencita. Como buena chica gringa, su memoria histórica, reducida a sólo dos o tres centurias, le había planteado dificultades para aceptar, incrédula, que el fragmento de barro con asas regalado por Coy -un elegante cuello de ánfora olearia del siglo I, procedente del pecio del “Capitán”- llevaba dos mil años en el fondo del mar en cuya orilla se amaron aquel verano.

– Conoces bien esas aguas, entonces -dijo Tánger.

No era pregunta, sino reflexión en voz alta. Parecía satisfecha, y él hizo un gesto vago sobre la carta.

– En algunos sitios, sí. Sobre todo entre cabo Tiñoso y cabo de Palos. Incluso visité un par de naufragios… Pero nunca oí hablar del “Dei Gloria”.

– Ni tú ni nadie. Y varias razones explican por qué. En primer lugar, había algún misterio a bordo; como lo prueban los pocos datos obtenidos del pilotín y su extraña desaparición. Además, la situación que dio a las autoridades de marina…

– Suponiendo que fuese auténtica…

– Supongámoslo, puesto que no tenemos otra cosa.

– ¿Y si no lo es?

Tánger enarcaba las cejas recostándose en la silla, con un suspiro.

– Entonces tú y yo habremos perdido el tiempo.

De pronto parecía fatigada, como si la apreciación de Coy la hiciera considerar la eventualidad de un fracaso. Fue sólo un momento, durante el que estuvo inclinada hacia atrás y mirando la carta; y luego apoyó una mano firme sobre la mesa, adelantó el mentón y dijo que había otras razones por las que el barco no fue buscado. La posición que dio el pilotín lo situaba en una zona de difícil acceso en 1767. Después la técnica facilitó ese tipo de inmersiones, pero el “Dei Gloria” ya estaba sepultado entre legajos y polvo, y nadie volvió a acordarse de él.

– Hasta que apareciste tú -apuntó Coy.

– Eso es. Pudo ser cualquier otro, pero fui yo. Encontré el documento y me puse a trabajar.

¿Qué otra cosa podía hacer?…-rozó con las yemas de los dedos, casi afectuosa, a Héroe en su paquete de cigarrillos-. Se parecía a eso que a veces sueñas cuando niña. El mar, el tesoro…

– Dijiste que no hay tesoros de por medio.

– Y es cierto; no los hay. Al menos en lingotes de plata, doblones o piezas de a ocho. Pero el encanto persiste… Voy a enseñarte algo.

Parecía distinta, más joven, cuando se levantó y fue hasta los libros del anaquel: tal vez porque se movía con una decisión llena de vigor que hacía flotar los faldones de la camisa militar que llevaba abierta, o porque sus ojos eran más azul marino que nunca y parecían sonreír cuando vino de regreso a la mesa con dos álbums de Tintín en las manos: “El secreto del Unicornio” y “El tesoro de Rackham el Rojo”.

– El otro día me dijiste que no eras tintinófilo, ¿verdad?

Coy movió la cabeza ante la extraña pregunta, y repitió que para nada, que muy por encima. Lo suyo habían sido “La isla del tesoro”, “Jerry en la isla” y otros libros sobre el mar de Stevenson, Veme, Defoe, Marryat y London, antes de pasarse con armas y bagajes a “Moby Dick”. Conrad vino luego, por vía natural, con “La línea de sombra” y con el tiempo.


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