– Sí. Palermo habló de eso. La penumbra de allá abajo, dijo. Y todo lo demás.

Tánger asentía muy seria y muy grave, como si conociera el sentido de esas palabras. Y sin embargo era Coy quien había estado en barcos hundidos, y en barcos a flote, y en barcos varados. No ella.

– Por otra parte -advirtió Tánger- nadie sabe qué había a bordo del “Dei Gloria”.

Coy dejó escapar un suspiro.

– Quizás sí haya un tesoro, después de todo.

Ella imitó el suspiro de Coy, aunque tal vez no tenía el mismo motivo. Enarcaba las cejas con aire misterioso, como quien muestra el envoltorio que esconde una sorpresa.

– ¿Quién sabe?

Estaba inclinada hacia adelante, cerca de él, y su gesto iluminaba el rostro moteado con el aire cómplice de un chico resuelto, confiriéndole un atractivo elemental, acusadamente físico, hecho de carne y de células vivas y jóvenes, y de tonos dorados y de colores suaves que exigían imperiosamente la proximidad y el tacto y el roce de la piel sobre la piel. Volvió a latir la sangre en las inglés de Coy, y esta vez no se trataba de miedo. De nuevo el fogonazo de luz. De nuevo aquella certeza. Así que se dejó ir con toda voluntad a la deriva, sin concesiones al pesar ni al remordimiento. En el mar todos los caminos son largos. Y a fin de cuentas -ésa era su ventaja- él no tenía tripulantes a quienes taponar con cera los oídos, ni nadie que lo amarrara al palo para resistir a las voces que cantaban en los arrecifes, ni dioses que pudieran incomodarlo más de la cuenta con sus odios o sus favores. Se hallaba, calculó en rápido balance, jodido, fascinado y solo.

En esas condiciones, aquella mujer era un rumbo tan bueno como otro cualquiera.

Se había ido apagando la tarde, y la luz amarilla que primero iluminó las nubes bajas y luego reptó sobre la estación de Atocha, cubriendo de sombras larguísimas y horizontales el intrincado reflejo en el laberinto de vías, llenaba ahora la habitación, el perfil de Tánger inclinado sobre la mesa, su silueta oscura junto a la de Coy sobre el papel de la carta náutica número 4631 del Instituto Hidrográfico de la Marina.

– Ayer -recapitulaba él- situamos una latitud, que es de 37º 32’ norte… Eso nos permite trazar una línea aproximada, sabiendo que el “Dei Gloria” se encontraba, en el momento de hundirse, en algún lugar de esa línea imaginaria, entre Punta Calnegre y cabo Tiñoso, a una distancia de la costa que varía entre una y tres millas… Tal vez más. Eso puede darnos sondas de treinta a cien metros.

– En realidad son menos -apuntó Tánger.

Seguía muy atenta las explicaciones de Coy sobre la carta. Todo era ahora tan profesional como si se hallaran en el cuarto de derrota de un buque. Habían dibujado, con lápiz y paralelas, una línea horizontal que salía de la costa, milla y media por encima de Punta Calnegre, e iba hasta el cabo Tiñoso bajo el gran arco de arena formado por el golfo de Mazarrón. La profundidad, que era suave y tendida en el lado oeste, aumentaba a medida que la línea se acercaba hacia la costa rocosa situada más al este.

– En cualquier caso -puntualizó Coy- si el barco se encuentra muy abajo, no podremos localizarlo con medios limitados como los nuestros. Y mucho menos bajar hasta lo que quede de él.

– Ayer te dije que lo calculo a cincuenta metros como máximo…

Frío y silencio, recordó Coy. Y aquella penumbra verdosa a la que se había referido Nino Palermo. Conservaba en la piel la sensación de su primer descenso profundo, veinte años atrás, el reflejo plateado de la superficie vista desde abajo, la esfera azulada y luego verde, la pérdida paulatina de colores, el manómetro en su muñeca, con la aguja indicando el aumento gradual de la presión dentro y fuera de sus pulmones, y el sonido de la propia respiración en el pecho y los tímpanos, aspirando y expeliendo aire por la reductora. Frío y silencio, naturalmente. Y también miedo.

– Cincuenta metros ya es demasiado -dijo-. Hay que bucear con equipo del que no disponemos, o hacer inmersiones cortas con largas descompresiones: algo incómodo y peligroso. Digamos que la cota razonable de seguridad, en nuestro caso, es de cuarenta. Ni un metro más.

Seguía inclinada sobre la carta, pensativa. La vio morderse la uña de un dedo pulgar. Sus ojos iban recorriendo las sondas marcadas a lo largo de la línea de lápiz trazada por Coy, que se prolongaba casi una veintena de millas. Algunos de los números que indicaban la profundidad iban acompañados de una inicial: “A”, “F”, “P”… Fondos de arena y de fango, con algo de piedra. Demasiada arena y demasiado fango, pensaba él. En dos siglos y medio, esos fondos podían cubrir muchas cosas.

– Creo que será suficiente -dijo ella-. Bastará con cuarenta.

Me gustaría saber de dónde saca semejante seguridad, pensó él. Lo único seguro en el mar -Coy decía a veces “la” mar, como muchos marinos al referirse a sus cualidades físicas, pero nunca se le había ocurrido atribuirle un carácter femenino- era que allí no había nada seguro. Si uno lograba hacer las cosas bien y estibar la carga del modo adecuado, ponía la amura correcta al mal tiempo, moderaba máquinas y no se atravesaba con olas rompientes y viento por encima de fuerza 9 en la escala de Beaufort, el viejo y malhumorado bastardo podía llegar a tolerar intrusos; pero no había desafío posible. A las malas, él vencía siempre.

– No creo que esté mucho más abajo -apuntó Tánger.

Parecía haberse olvidado por completo de “Zas” y de su casa puesta patas arriba, observó Coy con asombro. Miraba concentrada las escalas con grados, minutos y décimas de minuto que bordeaban las cartas, y él admiró una vez más aquella aparente voluntad. La oía pronunciar palabras precisas, sin alardes ni circunloquios superfluos. Que me vuelen los huevos si esto es normal, se dijo. Ninguna mujer, ningún hombre que yo conozca, pueden ser tan dueños de sí como ella aparenta. Está acosada, acaban de darle un aviso siniestro, y sigue tan campante, haciendo garabatos sobre una carta náutica. O es una esquizofrénica, o como se diga, o es una mujer singular. En cualquier caso, es obvio que sí puede. Que es capaz, después de todo lo que ha pasado, de estar ahí manejando lápiz y compás de puntas con la sangre fría del cirujano que maneja bisturís. Quizá, después de todo, la razón radique en que realmente es ella quien acosa. Igual Nino Palermo, y el enano melancólico, y el chófer bereber y la secretaria y yo mismo no somos sino comparsas, o víctimas. Igual.

Procuró concentrarse en la carta. Establecida la latitud con el paralelo horizontal que señalaba ésta, quedaba ahora situar la longitud: el punto en que ese paralelo cortaba el meridiano correspondiente. La cuestión era averiguar cuál era el meridiano. Convencionalmente, del mismo modo que la línea del Ecuador constituía el paralelo cero para calcular la latitud hacia el norte o hacia el sur, el meridiano universalmente considerado como 0º era el de Greenwich. La longitud náutica se establecía también en grados, minutos y segundos o décimas de minuto, contando 180º

hacia la izquierda de Greenwich

para la longitud oeste y 180º hacia la derecha para la longitud este. El problema era que no siempre había sido Greenwich la referencia universal.

– La longitud parece clara -respondió Tánger-: 4º 51’ este.

– Yo no la veo tan clara. En 1767 los españoles no usaban Greenwich como primer meridiano…

– Claro que no. Primero fue el de la isla de Hierro, pero luego cada país terminó usando el suyo. No se unificó en torno a Greenwich hasta 1884. Por eso la carta de Urrutia, impresa en 1751, trae cuatro escalas de longitud diferentes: París, Tenerife, Cádiz y Cartagena.

– Vaya -Coy la miraba con respeto-. Sabes mucho de esto. Casi más que yo.

– He procurado estudiarlo. Es mi trabajo. Si buscas bien, todo puede encontrarse en los libros.

Coy dudó en silencio. Había leído toda su vida sobre el mar, y nunca había encontrado allí nada sobre el grito de angustia de una marsopa que salta en el agua con el flanco arrancado por la dentellada de una orca. Ni la noche más corta de su vida, con el alba iniciándose encadenada al crepúsculo en el horizonte rojizo de la rada de Oulu, a pocas millas del círculo polar ártico. Ni el canto de los kroomen, los estibadores negros, en el castillo de proa una noche de luna frente a Pointe-Noire, en Gabón, con las bodegas y la cubierta llenas de troncos apilados de okum\ y akajú. Ni el estrépito aterrador de un Cantábrico donde cielo y mar se confundían bajo una cortina de espuma gris, senos de 14 metros y viento de 80 nudos, con las olas deformando los contenedores trincados en cubierta como si fueran de papel antes de arrancarlos y llevárselos por la borda; la dotación de guardia sujeta en cualquier sitio del puente, aterrada, y el resto en los camarotes, rodando por el suelo contra los mamparos, vomitando como cerdos. Era como el jazz, a fin de cuentas: las improvisaciones de Duke Ellington, el saxo tenor de John Coltrane o la batería de Elvin Jones. Tampoco eso podía leerse en los libros.


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