– Además, hacen falta contactos -Palermo aplicaba la llama del encendedor a su cigarrillo-. Conocer el mercado clandestino donde colocar el hallazgo… Y yo controlo -el cigarrillo en los labios le deformaba la voz-… Por Dios. El ochenta por ciento del tráfico de esmeraldas en el mundo es clandestino, dirigido por las mafias judías de Bélgica e Italia… ¿Cree que no sé por qué viajó a Amberes?
Amberes. Coy había estado allí como en muchos otros sitios: un puerto inmenso, kilómetros de grúas y tinglados y barcos. Que Tánger también hubiera estado era otra sorpresa, pensó; aunque de pronto le vino a la memoria aquella tarjeta postal junto a la copa de plata, en el piso del paseo Infanta Isabel. De modo que se dispuso a escuchar muy atento, sin hacerse demasiadas ilusiones. En relación con esa mujer, no había una sola novedad que resultara tranquilizadora, ni agradable.
– No me digas que ella no te habló de Amberes -la brasa brillaba como un ojo irónico que apuntase a Coy desde la boca del buscador de tesoros-. ¿De veras?… Pues entérate: antes de que os conocierais en Barcelona, ella hizo un discreto viajecito. Unas cuantas visitas que… Vaya -bajó la voz para evitar que lo oyese el chófer-. Incluida cierta dirección dela Rubenstraat: Sherr y Cohen. Especialistas en tallar piedras para cambiar su aspecto y borrar rastros… Yo también conozco gente que me cuenta cosas.
Coy olía el aroma de tabaco. El humo gris claro se deslizaba en el contraluz antes de deshacerse, alejándose de la silueta de Palermo.
– Así que tampoco te habló de eso. Es increíble.
He vendido el alma, pensaba Coy. Le he vendido el alma a esta tía, y me van a dar bien por saco entre todos. Ella, éste. Hasta el bereber me va a dar. Esto es como querer nadar entre marrajos con mucha hambre. Si fuera listo, y a estas alturas queda claro que no lo soy, echaría ahora a correr monte abajo, saltaría a bordo del “Carpanta”, le diría al Piloto que soltara amarras, y me largaría de aquí a toda prisa.
El ojo rojizo apuntaba de nuevo a Coy.
– ¿No te ha hablado todavía delas esmeraldas?… ¿No te ha dicho que es la más rentable de las piedras preciosas?… Yo he visto muchas. Saqué varias en mis tiempos con Fisher. Y te aseguro que en Amberes pagarán cualquier cosa por un lote de esas piedras antiguas y en bruto. Tu amiguita… Ella lo sabe muy bien.
– ¿Y si no acepto?
Tánger apretaba el bolso contra el pecho, y su perfil daba tijeretazos masculinos a la penumbra. No me extrañaría, pensó Coy, que llevara una pistola en el auto bolso.
– Nos pegaremos a ustedes como si fuéramos sus sombras -la brasa se movía mientras Palermo informaba en tono objetivo, igual que quien recita un manual de instrucciones-. La zona entre el cabo de Gata y el cabo de Palos… Bueno. Eso no es demasiado grande; y en cuanto identifique allí su embarcación, puedo usar un helicóptero… Localizarlos, ¿comprenden?, en plena faena. Y si damos el negocio por perdido, melas arreglaré para que reciban la visita de una patrullera de la guardia civil.
La risa canina resolló por tercera vez. Había estrellas fugaces que se desplomaban desde el cielo a lo lejos, como ángeles caídos, o almas en pena, o misiles cansados. Ahí voy yo, pensaba Coy. Dejen sitio.
– Si no estoy dentro -añadió Palermo-, no tienen ninguna posibilidad. Sin olvidar ciertos riesgos físicos.
Hubo un silencio largo, y después ella dijo:
– Me asusta usted.
No parecía asustada en absoluto. Por el contrario, aquello sonaba arrogante. Sonaba frío como una astilla de hielo, y también muy peligroso. Palermo se había quitado la brasa de la boca y se dirigía a Coy.
– Tiene casta, ¿verdad?… Es una zorra con mucha casta. No me extraña que te tenga agarrado por los huevos.
Se llevó la brasa a los labios, y el rojo se hizo más intenso. Aquel fulano, reflexionó Coy casi con agradecimiento, tenía la rara virtud de proporcionarle válvulas de escape en el momento apropiado; de ponerle fáciles las cosas. Y todavía experimentaba aquella oleada de gratitud cuando tomó impulso, asestándole el primer puñetazo en la cara. Para acertarle bien, pues Palermo era bastante más alto, alzó un poco el codo y disparó el brazo con toda su alma, de abajo arriba y algo en diagonal, aplastándole la brasa del cigarrillo en la boca. Oyó el grito sofocado de Tánger a su derecha, que intentaba contenerlo; pero para ese momento él ya le sacudía otra vez al gibraltareño, con un nuevo golpe que echó al otro de riñones sobre la barandilla. Tampoco hace falta que te caigas, pensó con un hilo de lucidez. Tampoco quiero matarte, así que no me juegues la faena y te despeñes ahora. Por eso quiso agarrarlo de la ropa para evitar que se fuera abajo, atraerlo hacia sí y sacudirle la tercera sin que se cayera monte abajo gritando como todos los malos de las películas; pero en el intervalo Palermo pareció espabilarse, alzó los puños, y Coy sintió que algo estallaba entre el cuello y su oreja izquierda. Las estrellas del cielo se mezclaban con las que fabricaron en el acto sus sentidos maltrechos. Aquello parecía un Starfinder, y se fue para atrás dando traspiés.
– ¡Cafrón! -mascullaba Palermo-. ¡Cafrón!
La efe en lugar de la correspondiente be indicaba que el cazador de tesoros debía de tener el cigarrillo incrustado en las encías. Eso fue de algún consuelo para Coy; pero mientras procuraba conservar el equilibrio, oyó los pasos del bereber corriendo rápido sobre el hormigón del suelo, y comprendió que, con efes o con bes, sus posibilidades llegaban a cero en ese instante, y que él mismo iba a tener graves dificultades de pronunciación de allí a nada. LHM: Ley de las Hostias a Mansalva. Así que de perdidos al río. Respiró hondo, agachó la cabeza, y se lanzó de nuevo contra Palermo, bajo y compacto como era, con la furia de un toro ciego. Si llego antes que tu moro maricón, pensó, me acompañas barandilla abajo como que hay Dios. Y si no lo hay, ya verás qué risa.
No llegó. El que da primero dados veces; pero lo que el refrán no especificaba era que después de esas dos veces uno podía recibir doscientas. El bereber lo cazó por la espalda a medio camino, Coy oyó rasgarse su chaqueta por una costura, y para entonces Palermo y atenía preparado el puño; de modo que fue cuestión de pocos segundos que se encontrara sin respiración, de rodillas en el suelo, con las sienes llenas de zumbidos, los tímpanos vibrando y un ojo a la funerala. Estaba furioso consigo mismo, y se preguntaba por qué las rodillas y los brazos no obedecían sus órdenes de ponerse en pie y pelear. Quiso intentarlo una y otra vez, y siempre desfallecía antes de lograrlo. Parapléjico, pensó. Estos cabrones me han dejado parapléjico. Su boca tenía un sabor parecido a cuando pasas la lengua sobre hierro viejo. Escupió, sabiendo que echaba sangre. Me están poniendo, se dijo, guapo de cojones.
Se le iba la cabeza y todo empezaba a darle vueltas. Entonces oyó la voz de Tánger y pensó: pobrecilla, le ha llegado el turno. Todavía quiso ponerse en pie, una vez más, para echarle una mano a aquella bruja piruja. Para impedir que le tocaran un pelo de la ropa mientras él conservara fuerzas para cerrar los puños. El problema era que ya no estaba en condiciones de cerrar los puños, ni de cerrar nada que no fuera el ojo machacado y tumbarse boca arriba, como un boxeador fuera de combate. Pero no podía dejarla tal cual. No en manos de Palermo y el bereber; aunque en su estilo ella fuera peor que los dos juntos. Así que con un último y supremo esfuerzo, resignado, desesperado, ahogó un gemido mientras lograba ponerse al fin en pie. Entonces se acordó de la navaja del Piloto, tanteó el bolsillo de atrás buscándola mientras paseaba la vista alrededor con gesto de púgil sonado, y vio a los dos fulanos el uno junto al otro. Miraban a Tánger, que seguía quieta junto a la barandilla, y ellos también estaban muy quietos, igual que si algo atrajera poderosamente su atención. Coy se fijó más, con el ojo sano. Lo que tanto atraía el interés de aquellos dos era un objeto que Tánger tenía en la mano, como si se lo estuviera enseñando. Y él se dijo que debía de estar muy mal, muy sonado, porque aquel objeto tenía reflejos metálicos y parecía -no se atrevió a aseverar del todo semejante barbaridad- un pistolón amenazador, enorme.