Tenía que ver si había más víctimas en el cobertizo. Si su atacante hubiera tenido un cómplice, éste habría salido ya. Ella, con su bikini rosa, era un blanco fácil para dos hombres.
En el cobertizo no había nada fuera de su sitio. No había espacio para que se escondiera una persona; la canoa vieja estaba de pie y los kayaks ligeros apoyados en la pared. Mackenzie agarró una barra de hierro de las herramientas que colgaban de ganchos y clavos. Pero el peso tiró de la herida del costado y la hizo caer de rodillas. La barra cayó también al suelo de cemento y aterrizó a pocos centímetros de una mancha vieja… la sangre de su padre, que seguía allí después de veinte años.
Se obligó a levantarse, eligió un martillo menos pesado que la barra de hierro y salió del cobertizo guiñándole los ojos al sol. La brisa hacía que le castañetearan los dientes.
No podía desmayarse.
– Mac.
– ¿Qué?
Ella parpadeó intentando concentrarse, intentando impedir que le diera vueltas la cabeza. Debía de estar alucinando, porque no era posible que tuviera tan mala suerte. Primero la atacaban de pronto, la apuñalaban y humillaban, ¿y ahora se materializaba ante ella Andrew Rook, agente especial del FBI, con su pelo moreno y sus ojos oscuros y sin humor?
Él achicó los ojos al ver la sangre que caía por el costado de ella. Se mostraba controlado, centrado.
– ¿Qué ha ocurrido?
– Me han atacado. Y no ha sido un tiburón -señaló detrás del cobertizo con la mano ensangrentada-. El hombre que me ha pinchado está en el bosque. No lleva mucha ventaja. Puedes alcanzarlo.
– Necesitas un médico.
Ella negó con la cabeza.
– Mi amiga Carine está en el camino con su hijito. Yo no puedo ir a buscarlos -tosió. Un error, pues el dolor se hizo tan intenso que lo vio todo blanco y estuvo a punto de soltar el martillo-. Vete, ¿vale?
Rook metió la mano al bolsillo de la chaqueta.
– Llamaré a la policía.
– El móvil no funciona aquí. Hay un teléfono en la casa. Yo llamaré, tú vete -Mackenzie alzó la vista sujetándose el costado ensangrentado e intentó no estremecerse-. ¿Y se puede saber qué haces aquí?
Él suspiró entre los dientes apretados.
– Más tarde -sacó la pistola de su funda y se la tendió-. Voy a buscar a tu amiga. Quédate esto.
– No es necesario -ella levantó el martillo-. Estoy armada.
– Toma la maldita pistola, Mac -él le quitó el martillo y le puso la nueve milímetros en la mano-. Yo tengo otra.
Ella no discutió y se enderezó, súbitamente consciente de que llevaba un bikini rosa minúsculo.
Miró hacia la casa, pero después de dos pasos, el estómago le dio un vuelco. Se quedó inmóvil, mareada, con la mente confusa. ¿Cómo había ocurrido eso? Un rato antes estaba nadando y ahora se encontraba herida y discutiendo con el hombre al que había ido a olvidar a New Hampshire.
– Sabía mi nombre -dijo, cuando pasó la náusea.
Creyó oír que Rook maldecía entre dientes.
– Ponte presión en la herida y busca calor. No te arriesgues a una hipotermia.
Ella lo miró.
– ¿Intentas mosquearme o es que no piensas irte?
Rook no contestó y se alejó por el bosque.
Mackenzie se tambaleó hasta el porche de la casa y consiguió entrar en la cocina. Encontró el teléfono y marcó el 911. Contó a la operadora todo lo que sabía.
– Avise a los equipos que buscan a la senderista perdida de que el hombre que me ha atacado a mí puede haberla encontrado antes a ella.
– Señora, tiene que buscar un lugar seguro y tumbarse…
Ella había olvidado identificarse como agente federal. Lo hizo y ofreció el nombre de Gus como contacto.
Cuando colgó el teléfono, encontró un paño de cocina limpio y lo apretó en la herida, que seguía sangrando. Apartó bolsas de panecillos de hamburguesas y chocolatinas en busca de las llaves del coche de Carine. Iría a buscarla personalmente.
Temblaba, sudaba y se le doblaban las rodillas.
– Odio esto -dijo para sí; se puso las chanclas con el paño de cocina apretado en la herida.
Volvió al porche llevando la pistola de Rook en la mano libre. No tenía intención de desmayarse y estrellarse contra un árbol. No lo haría.
Pero cuando llegó al camino de grava, sabía ya que no iba a entrar en el coche de Carine. No iría a ninguna parte. No sólo por el riesgo para ella, sino porque podía acabar atropellando a alguien. Tal vez a Rook.
Se tensó para impedir que le castañetearan los dientes. Tendría que confiar en que Rook salvara a Carine y a su hijo.
Seis
Jesse Lambert escupió a un lado del camino estrecho de tierra que rodeaba el lago pintoresco y se preguntó si Mackenzie Stewart se desmayaría antes de que pudiera pedir ayuda o no. No sabía cómo de grave era su herida.
¿Y si sólo era un arañazo y ella lo perseguía ahora?
Esa idea le gustó. Le estimulaba estar de vuelta en las montañas. Unas semanas de marchas le agudizarían la mente, el cuerpo y el espíritu, apagados por el estilo de vida que llevaba en Washington. Volvería a estar en forma en poco tiempo. Pero no disponía de unas semanas… todavía no.
Le dolía la rodilla donde la agente federal le había dado una patada.
«Zorra».
Pero se sentía lleno de energía por el enfrentamiento entre ellos, por la lucha y el espíritu de ella. Eso no se lo esperaba. Pensó que debía haber sido el destino lo que la había llevado allí.
Y New Hampshire era el único lugar que se le ocurría donde Cal pudiera haber escondido su dinero.
¡Pobre Harris, que intentaba hacerse rico con una última apuesta! Pero New Hampshire era una respuesta razonable y Jesse había llegado allí la noche anterior y forjado un plan osado pero bien estructurado. Había considerado a Cal y a Harris socios que se habían aprovechado de su relación con él. Y ahora lo habían engañado.
A primera hora de la mañana había salido para las montañas. Sus montañas. Ellas lo consolaban y reconfortaban. Nunca estaba tan en paz consigo mismo como en las Montañas Blancas. Nunca viviría allí, porque hacerlo disminuiría el poder de restablecerlo que tenían. Pero siempre volvía a ellas después de un estallido violento.
El llanto del bebé lo sacó de sus pensamientos.
Una mujer dobló el recodo del camino con un niño con gorro rojo colgado en una especie de mochila a su espalda. Se sobresaltó y después sonrió.
– Ah, hola. No sabía que había alguien aquí.
Jesse sabía que mentía, pues sujetaba una piedra grande en una mano. Lo había visto o lo había oído. La miró a los ojos.
– Bonita tarde para pasear -dijo.
Ella respiró hondo.
– Desde luego. Voy a reunirme con una amiga.
– Usted es Carine Winter, ¿verdad?
La mano de ella apretó visiblemente la piedra. ¿Qué iba a hacer? ¿Darle en la cabeza con ella? Llevaba a su hijito encima y estaba pensando en matar a un hombre a golpes. A él.
Pero ella señaló vagamente el camino.
– Llego tarde.
– Vale. Sin problemas -Jesse se colocó en la sombra de un roble al borde del camino para dejarla pasar-. He tropezado con Mackenzie Stewart hace unos minutos. Me ha dado un susto de muerte. Yo iba caminando y ella ha aparecido de pronto.
Carine apretó el paso sin decir palabra. Debía tener muchas preguntas sobre él, pero no se iba a quedar a hacerlas. Jesse vio que el gorro rojo del niño subía y bajaba con el paso apresurado de su madre, que caminaba todo lo deprisa que osaba ir sin atreverse a hacer daño a su hijo ni a llamar la atención sobre su miedo.
Era una Winter, y todos los Winter de las Montañas Blancas eran gente dura.
La sorpresa para él había sido Mackenzie Stewart.
– Dígale a su amiga pelirroja que no pretendía hacerle daño, que sólo estaba asustado -dijo.
Los marshals, el FBI, la policía estatal… todos analizarían lo que había dicho y pensarían que era algún tipo de loco.