Ella suspiró.
– Te creo, aunque sólo sea porque los hombres tipo militares como tú son muy malos mentirosos.
Carine regresó con unas mallas y una camisa de franela para su amiga y Rook aprovechó la oportunidad para apartarse e identificarse ante un policía local. Llegaron más coches de policía al camino.
Mackenzie se dirigió a los policías y sanitarios por su nombre de pila e intentó decirles lo que tenían que hacer.
– Nada de camilla -dijo al personal de la ambulancia-. Si intentáis ponerme en una camilla, vamos a tener más que palabras.
Uno de ellos, un hombre musculoso de cara roja más o menos de la edad de ella puso los ojos en blanco.
– Te vamos a poner en una camilla, Mackenzie, así que cállate.
– Nunca te he caído bien, ¿verdad, Carl?
Él sonrió.
– ¿Bromeas? Yo estaba en primero en el instituto cuando tú estabas en tercero. Todos estábamos locos por ti. Esas pecas tan adorables…
– Vale. ¿Dónde está mi pistola?
Él se echó a reír y un momento después, su compañero y él la tenían colocada en una camilla.
Cuando se fue la ambulancia, Rook caminó hasta el lago. La puerta del cobertizo se movía con la brisa. Dos policías del pueblo sellaban ya la zona esforzándose por no contaminar posibles pruebas.
Rook vio sangre que había saltado al suelo arenoso y salpicado la hierba y helechos cercanos.
Sangre de Mackenzie.
Ella había hecho más de lo que quería admitir. Rook no reconocía la descripción de su atacante. No era Harris, aunque éste fuera la razón de que él se encontrara en New Hampshire. No estaba allí por su relación con Mackenzie. Quizá debería haberlo estado, pero no era así.
Apartó la vista de la sangre. Si hubiera mantenido la cena tal y como estaba planeado y hubieran hecho el amor en su casa, ninguno de los dos estaría en New Hampshire en ese momento.
Al otro lado del lago divisó una casa pequeña, presumiblemente la de los padres de ella. Carine le había contado quién habitaba en el lago por si había alguien más en peligro. Imaginó a Mackenzie allí de niña y se pregunto qué fuerzas la habrían llevado hasta el servicio de marshals.
Empezó a llegar la policía estatal. Con una agente federal atacada en la propiedad de una jueza, estaba claro que a continuación llegarían también el FBI y los marshals.
Rook tenía otro trabajo.
Ocho
Bernadette Peacham odiaba que su marido la hubiera sorprendido cenando lasaña congelada. Ni siquiera se había molestado en colocarla en un plato o en hacer una ensalada, simplemente había metido el envase en el microondas, apartado el plástico que lo cubría y acababa de empezar a comérsela, cuando entró Cal en la cocina tan atractivo como siempre.
Y era su cocina, no la de él. A pesar del divorcio, había conseguido conservar tanto su casa de Washington, en la Avenida Massachusetts, como la casa del lago en New Hampshire. Su primer matrimonio le había enseñado a proteger sus intereses económicos, aunque no a mejorar su gusto sobre los hombres.
– Acabo de saber lo de Mackenzie -dijo Cal-. Ha pasado un agente del FBI por mi despacho y he venido directamente. ¿Has hablado con alguien?
– El FBI acaba de irse.
Él parecía muy afectado.
– Bernadette, gracias a Dios que no has ido al lago el fin de semana. La policía dice que el hombre que ha atacado a Mackenzie puede haber acampado en tu propiedad.
Ella tiró el recipiente de lasaña a la basura.
– Yo no le he dado permiso -repuso.
– ¿Sabes quién ha sido?
– No.
Cal pasó un dedo por la mesa redonda pintada de blanco, una costumbre que tenía cuando estaba estresado e intentaba no mostrarlo. Había perdido los cinco kilos que había ganado en los seis últimos meses de su matrimonio y tenía buen aspecto. El pelo era más bien escaso en la parte superior y el poco que quedaba estaba ya gris sin rastros del tono rubio oscuro que tenía antes. Bernadette lo había conocido tres años atrás y había tenido la sensación de que llevara toda su vida esperándolo, pero ahora apenas podía soportar verlo.
Y estaba segura de que la sensación era mutua.
Él se disponía a mudarse a un dúplex que había comprado en un edificio caro del Potomac y ella le había permitido quedarse hasta entonces en una suite de invitados de la casa que habían compartido antes. Era un abogado de éxito que no necesitaba nada de ella, pero jamás lo vería así. Bernadette sabía que Cal era un hombre que siempre querría más y más.
No siempre había sido así. Cuando se conocieron, él hablaba de vivir siempre en el lago. De pescar, remar, cultivar un huerto. Pero su matrimonio le había abierto algunas puertas y Bernadette había visto cómo aumentaban sus ingresos, su nivel de estrés, su tolerancia al riesgo y su amor por la aventura. El lago había perdido su atractivo para él. Ahora le parecía un desperdicio cuando ella podía vender parcelas, ganar una fortuna, derruir la casa y construir una urbanización. Tenía muchos planes para lo que podía hacer ella con la propiedad que llevaba generaciones en su familia.
Bernadette sencillamente no había visto el cambio en él hasta que había sido tarde y su matrimonio ya no tenía arreglo.
– Tú y tus cachorros de tres patas -dijo él.
– Ya te he dicho que yo no le he dejado…
– Me refiero a Mackenzie.
Bernadette dio un respingo, sorprendida.
– No puedo creer que digas eso. Te has convertido en un bastardo. Mackenzie ha estado a punto de morir hoy. Por lo menos espera a que se cure antes de empezar a despreciarla.
– No la desprecio, sólo digo la verdad. ¿Dónde estaría ahora sin ti?
– Imagino que haría lo mismo que hace.
– No, no es cierto. Tú sabes lo que hiciste por ella.
– ¿Qué hice? Contraté a su padre para que me construyera un cobertizo y por poco se mata. Eso fue lo que hice.
Cal hizo una mueca.
– Fue un accidente, tú no tuviste la culpa. Se descuidó, estaba preocupado por su salvaje hija…
– ¡Por el amor de Dios, Cal! Mackenzie tenía once años. No era salvaje. Se volvió un poco salvaje más tarde, pero… Por favor, no quiero hablar de esto. Sé que no te gusta que haya ayudado a gente, pero es parte de lo que soy. Yo no pienso en ello ni busco nada a cambio, así que olvídalo.
– Yo no soy tan bueno como tú -la voz de él era condescendiente-. Nunca ha sido fácil vivir a tu sombra.
Bernadette suspiró.
– No me culpes a mí de tus inseguridades -comentó con cansancio.
– Nunca te he pedido que seas menos buena de lo que eres -dijo Cal-. Pero me cansé de que me recordaran todos los días que no estaba a la altura, si no tú, tus amigos o tus colegas. Mis propios clientes.
Bernadette reprimió su impaciencia. Estaban divorciados, no tenía que agotarse intentando animarlo.
– Vamos a dejar a un lado tus problemas. ¿Qué quieres? ¿Esperas beneficiarte de algún modo de lo que ha pasado hoy en New Hampshire?
– Eso no es justo.
Ella suspiró.
– No, no lo es.
– ¿Eres feliz como jueza federal? -preguntó Cal.
– ¿Qué tiene que ver eso?
– Contesta a la pregunta.
– Ya no pienso en la felicidad. No estoy segura de saber lo que es. ¿Una buena comida? ¿Un atardecer bonito? ¿Los pocos momentos en los que la vida es hermosa? Ni siquiera creo que la felicidad importe en nuestra vida. No es lo que busco.
Él apartó la vista.
– Soy un hombre decente, Bernadette. No soy perfecto. Espero que lo recuerdes.
– Nunca he pedido ni querido perfección, Cal.
– Tal vez no. Me alegro de que no le haya ocurrido nada peor a Mackenzie. Sé cómo la aprecias. Siento haberme mostrado insensible. Ha hecho muchas cosas con su vida y se culpa por lo de su padre, ¿sabes? Aunque haya pasado mucho tiempo, todavía se culpa.
Bernadette asintió.
– Lo sé.
– También se culpará por no haber atrapado hoy a ese hombre. Por lo menos no le ha pasado nada irremediable -se acercó a Bernadette y le tocó el pelo-. Estás agotada -apartó la mano-. Pasamos buenos tiempos juntos, Beanie.