El sendero se fue haciendo suave y húmedo a medida que llegaban a un arroyo que desembocaba en el lago. Se detuvo cuando Rook se colocó a su lado y señaló a través del arroyo cruzado por rocas.

– Hay un claro al otro lado de esa colina. He pensado que podemos echarle un vistazo.

– ¿Necesitas una mano para cruzar? -preguntó él.

– No.

Saltó el estrecho arroyo, pero una de las deportivas aterrizó en un montón de barro negro mezclado con plantas podridas. Normalmente habría saltado medio metro más sin problemas. Sacó el pie del barro, lo que le causó una punzada de dolor, y se echó hacia delante con las manos en las rodillas y los dientes apretados mientras reprimía un juramento y esperaba que remitiera el dolor.

– Ya está -se enderezó lentamente y sonrió a Rook, que había esquivado el barro sin problemas-. Los puntos siguen intactos. Me falta práctica saltando arroyos.

– Esta mañana no has tomado analgésicos, ¿verdad?

– Los de codeína no. He tomado un par de paracetamoles.

– No deberías estar aquí fuera. No es tu trabajo encontrar al hombre que te atacó.

– El tuyo tampoco.

Mackenzie siguió por un sendero de madreselva japonesa invasiva que Bernadette llevaba años combatiendo. Caminar le ayudaba a despejar la mente. El día anterior había mirado docenas de fotos de detenidos en la comisaría después de pasar por Urgencias. Había hecho docenas de búsquedas de su atacante en el ordenador utilizando distintos criterios. Con barba, sin barba. Con ojos azules, sin especificar el color de los ojos. En distintas zonas geográficas o sin concretar ninguna.

No era inteligente mirar muchas caras. Tenía que limitarse a las fotos que tuvieran posibilidades reales. No quería que las caras de la pantalla del ordenador empezaran a confundirse con la que tenía en mente del atacante real. Estaba entrenada para reconocer rasgos que pudieran introducirse en una base de datos o ayudar con un boceto, pero las narraciones de testigos, incluida la suya, eran poco fiables.

Aunque seguía estando segura de que había visto antes a ese hombre.

La noche anterior había encontrado una libreta y un bolígrafo en la mesilla de noche y había anotado todo lo que pudo recordar del ataque sin censurarse a sí misma. Todo lo que le acudía a la mente terminaba en el papel. Colores. Pensamientos. Olores. Sabores. Dónde había sentido la brisa. Qué le había parecido oír pavos salvajes en la espesura.

El momento exacto en el que se dio cuenta de que la había pinchado.

El momento en el que sintió la sangre. El dolor.

Escribió una descripción de la saliva en la barba de su atacante. Los toques de gris en su pelo moreno…

Sus ojos.

¿Se había dado cuenta él de que le resultaba familiar?

¿Sabía dónde se habían visto antes?

Mackenzie tenía buena memoria, pero nada de lo que hacía le ayudaba a situar al hombre que la había atacado con un cuchillo de asalto. Comprendía que los investigadores sospechaban que el atacante le había resultado familiar debido a algún mecanismo de defensa de vida o muerte.

En otras palabras, que su subconsciente había inventado ese reconocimiento.

Pero no era así.

Cuando Mackenzie llegó al claro, el lago brillaba entre los árboles, una vista que siempre había amado.

– Yo venía a acampar aquí.

Rook se situó a su lado.

– ¿Sola?

– A veces. No tenía miedo. No sé por qué, porque oía animales salvajes toda la noche -sonrió-. Claro que mis padres y Beanie no estaban muy lejos.

– ¿Siempre quisiste ser policía?

– Jamás. Eso llegó más tarde, cuando trabajaba en la tesis y me di cuenta de que anhelaba hacer algo diferente. ¿Y tú?

– Siempre.

– Si me echan de los marshals, puedo volver a la enseñanza -suspiró-. Aquí no hay nada. Probablemente ese hombre esté ya en Wyoming.

Se volvió. Cuando llegaron al arroyo, no intentó cruzarlo de un salto, sino que utilizó una roca en el medio y desde ella pasó a la orilla.

Gus y Carine los esperaban en el porche de Bernadette. Carine llevaba a Harry sobre la cadera. Rook se excusó y se metió en la casa.

– Sólo venimos a verte -dijo Gus-. No hay nada nuevo. Beanie llamó anoche. No quería molestarte. Dijo que uses la casa todo el tiempo que necesites.

– Se lo agradezco, pero volveré a trabajar en cuanto me deje el médico.

– ¿Rook se marcha?

– Tiene un vuelo esta noche. El mío no es hasta mañana.

– No podrás volar mañana -declaró Gus.

Carine sonrió.

– Vosotros dos habéis discutido desde que Mackenzie empezó a hablar. No podemos quedarnos, pero si necesitas algo, dímelo.

– Ahora mismo no, pero gracias.

Cuando se marcharon, Mackenzie se sentó en un sillón de mimbre del porche, cerró los ojos y olió el aire limpio, disfrutando de la baja humedad. Su vida podía haber sido así: una casa en un lago tranquilo, un trabajo que le permitiera pasar tiempo allí. Pero se había alejado de eso y ahora se preguntaba si el ataque del día anterior significaba que su nueva vida se había cruzado de algún modo con la vieja.

Pero no pudo pensar mucho rato en eso, pues se adormiló enseguida.

Trece

De camino al aeropuerto en su coche alquilado, Rook se desvió a la pequeña universidad privada donde daba clases Mackenzie antes de ir al Centro de Entrenamiento para agentes federales de Georgia. El aislado campus era típico de Nueva Inglaterra, con edificios de ladrillo cubiertos de hiedra y césped exuberante, bastante tranquilo en esas semanas anteriores al comienzo de las clases. Un cartel gigante hecho a mano daba la bienvenida a los estudiantes nuevos.

Rook se detuvo a la sombra de un roble gigante. ¿Por qué había renunciado Mackenzie a esa vida? ¿Qué la había impulsado? La imaginó en uno de los senderos, corriendo a clase, sonriendo a los estudiantes, que no eran mucho más jóvenes que ella.

– Estás loco -murmuró para sí-. Vete a casa.

Menos de cuatro horas después, Rook estaba en Washington. T.J. fue a buscarlo al aeropuerto y Rook le informó de todo. Pero su amigo conocía ya lo ocurrido en New Hampshire.

– Aparte del ataque a una agente federal, ¿cómo te ha ido en el bosque? -preguntó-. ¿Algún rastro de nuestro informador desaparecido?

– Harris ni siquiera se puede considerar un informador. Lleva tres semanas jugando conmigo; no tengo nada en firme -Rook miró por la ventanilla; a pesar del aire acondicionado del coche, se notaba que la ola de calor no había pasado en Washington. La ciudad parecía soltar vapor-. New Hampshire es uno de los Estados más seguros del país y aparece un lunático con un cuchillo en casa de Bernadette Peacham el mismo día que voy yo buscando a Harris.

– El mundo es muy curioso -repuso T.J. Paró delante de la casa de Rook y movió la cabeza-. Treinta mil dólares en arreglos y parecería que aquí vive un agente duro del FBI y no una dulce abuelita.

– Cállate, Kowalski.

– Venías aquí a por galletas de chocolate después del colegio, ¿verdad?

– Voy armado.

Pero T.J. tenía razón. Rook había crecido a corta distancia de la casa de su abuela y de niño había pasado allí a por galletas, a ayudarla con sus tareas o a contarle sus historias del colegio. Cuando entró en el FBI, no esperaba acabar en Washington viviendo en su antiguo barrio. Sus siete años en Florida le habían dado cierta distancia de la piña que era su familia y le habían ofrecido una perspectiva que jamás habría tenido de haberse quedado. Cuando murió su abuela, pensó en arreglar la casa y venderla, pero en cuanto empezó a trabajar en ella, empezó a quedarse. Abrió claraboyas en las escaleras y en la cocina, sacó la moqueta y dejó el suelo de madera al descubierto y, en conjunto, empezaba a parecer menos la casa de una anciana, pero los comederos de pájaros del jardín todavía le recordaban a ella.

Su abuela sabía que sería agente de la ley. Era su destino. Rook nunca había pensado dedicarse a nada más.


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