– Estoy deseando salir de aquí -dijo la jueza-. ¡Hace tanto calor!

Mackenzie se quedó de pie, pues no pensaba estar mucho tiempo.

– No me extraña. ¿Cuándo vas a New Hampshire?

– El viernes.

– ¿Te preocupa estar allí…?

– ¿Con ese lunático suelto? No, claro que no. Para entonces andará ya muy lejos, o esperemos que lo hayan detenido. Nunca he tenido miedo de estar sola en el lago y no voy a empezar ahora. Además, seguro que Gus estará pendiente de mí. A veces es como una madraza.

– He dejado comida en el frigorífico.

Bernadette se dejó caer en un sillón de orejeras.

– ¿Y cómo estás tú? Me han dicho que tuviste suerte de que el cuchillo no entrara más.

– Es una herida superficial. Dolorosa, pero se curará. Cada día está mejor.

– Seguro que no fue solamente suerte que no te hiciera más daño. Siempre has sabido pelear bien.

Mackenzie era consciente de la presencia de Rook en el umbral, pero él no parecía interesado en intervenir en la conversación.

– Lo tenía -dijo-, pero no pude retenerlo.

– Te había apuñalado. Policías con más experiencia han vacilado también en situaciones similares -dijo Bernadette-. Date tiempo para curar. No te presiones demasiado o sólo conseguirás retrasar la recuperación.

– Por eso no he vuelto hasta hoy.

– Bien. Ese hombre… ¿lo conocías?

– Me resultaba vagamente familiar.

– ¿Vagamente? Eso no es lo que queremos oír en un tribunal.

Los policías estatales, agentes del FBI y marshals que investigaban los dos ataques en New Hampshire tampoco querían oírlo. Querían datos concretos y Mackenzie no podía dárselos. Los ojos habían confirmado la sensación de que lo había visto antes, pero eso no resultaba de ayuda.

– ¿Lo reconocerías si volvieras a verlo? -preguntó Bernadette.

– Sabría que era el mismo hombre. Pero no sé si eso me ayudaría a descubrir dónde lo he visto antes.

Bernadette la observó con atención, pero Mackenzie no se inmutó. La jueza era brusca y directa, pero también muy generosa, inteligente y justa. La mujer movió la cabeza.

– Lo siento. Me gustaría que el ataque no se hubiera producido; me gustaría poder ayudar a encontrar al que lo hizo. He visto a muchos arrastrados pasar por el tribunal, pero no tengo ninguna idea. No soy buena interpretando dibujos; no creo que me reconociera ni a mí misma en uno.

– ¿Y Cal?

– ¿Cal? -preguntó Bernadette-. ¿Por qué va a saber él algo?

Mackenzie miró a Rook de soslayo, pero él se mostraba impenetrable. Se encogió de hombros.

– Por nada.

– Ya apenas lo veo, aunque todavía vive aquí. Tiene la suite de invitados de abajo -añadió con rapidez.

Mackenzie se había quedado allí a menudo en sus visitas a Washington. Bernadette siempre había sido una anfitriona bien dispuesta, aunque algo menos después de su matrimonio con Cal Benton. Mackenzie no sabía si él no quería compañía o si no le gustaba ella. Tal vez percibía que a ella no le caía bien él.

– ¿Cuándo se marcha? -preguntó con brusquedad.

Bernadette no pareció ofenderse.

– Este fin de semana. Cuando yo vuelva de New Hampshire en septiembre, él habrá salido ya de mi vida.

– ¿Has hablado con él de los ataques en New Hampshire?

– Por supuesto. Sugirió que tu atacante podía ser alguien a quien hubiera ayudado yo en algún momento.

– ¿Uno de tus «cachorros de tres patas»? ¿No nos llama así? -preguntó Mackenzie.

La frialdad de su tono hizo que Rook la mirara, pero él no dijo nada. Cal, que no la había conocido de niña, había dejado claro que la consideraba una de los «cachorros» de su esposa.

– Cal no se da cuenta de lo ofensivo que es a veces -repuso Bernadette-. Creo que es su modo de intentar ser gracioso. Tampoco reconoce a ese hombre por la descripción ni por el dibujo. La policía parece pensar que es un vagabundo loco y puede que tenga razón. Quizá tú lo has visto alguna vez en la tienda de Gus o algo así -Bernadette la miró-. Veo que estás cansada. ¡Ojalá supiera algo que te ayudara a encontrar a ese hombre!

– La policía no se ha rendido todavía -repuso Mackenzie-. ¿Tú estás bien? No pretendo asustarte, pero ese hombre andaba en tu propiedad.

– Tus amigos marshals pasan por aquí de vez en cuando. Pero te atacaron a ti, no a mí. ¿Tú tienes protección?

Mackenzie casi sonrió.

– Yo no soy una jueza federal que no sabe disparar una pistola.

– Odio las pistolas. Y gracias por tu interés, pero no estoy preocupada.

Mackenzie quería preguntarle por Harris Mayer, pero no lo hizo. Que lo hiciera Rook si quería. Ella no tenía información suficiente, pero si se entrometía en una investigación en marcha, podía acabar de vuelta en Cold Ridge y en la enseñanza antes de tener tiempo de hacerle un arañazo a la placa. Ni siquiera Nate Winter podría ayudarla entonces.

Bernadette pasó delante de Rook y salió al vestíbulo. Mackenzie la siguió.

– ¿Dónde está Cal ahora? -preguntó.

– No tengo ni idea -Bernadette apretó los labios-. ¿A qué vienen tantas preguntas?

– Sólo es conversación -dijo la joven.

Pero no era del todo cierto y se preguntó si tanto la jueza como Rook se daban cuenta de que ocultaba algo. Pero contar lo que sabía de Cal Benton y su última afrenta a su matrimonio no ayudaría a nadie.

– Cal echará de menos el lago, ¿verdad? -comentó con cautela.

– Si por él hubiera sido, habría dividido el terreno en parcelas y derribado la casa para construir una nueva. Dice que está muy vieja.

– ¿Cuándo fue la última vez que estuvo en New Hampshire?

Rook masculló algo inaudible y Mackenzie comprendió que había ido demasiado lejos. Bernadette se volvió desde la puerta de la cocina con los brazos cruzados sobre el pecho.

– Mackenzie, soy jueza. Antes de ser jueza, fui fiscal. Sé cuándo me están interrogando. Te lo permito debido a las circunstancias, pero quiero que se acaben las preguntas.

– Perdona. Ha sido un día largo. Disfruta del lago. Estos días ha hecho un tiempo fabuloso.

Bernadette sonrió, desaparecida ya su irritación.

– Siempre lo hace. No permití que lo que le pasó a tu padre me impidiera apreciarlo y no permitiré que me impida apreciarlo lo que te ha pasado a ti -soltó un respingo, sin duda horrorizada por sus propias palabras-. No pretendía que eso sonara así. Perdóname. No soy una insensible.

– Lo sé. Olvídalo. Nos veremos pronto.

– No sé nada del hombre que te atacó ni Cal tampoco. Él sabe cuidarse solo. Y por lo que he aprendido de él estos tres últimos años, siempre lo ha hecho bien.

– No tengo dudas.

La jueza clavó sus ojos verdes claros en los de Mackenzie.

– ¿Qué es lo que sabes que no me cuentas?

– Sólo tengo preguntas, Beanie. No respuestas.

La mujer tardó un momento en contestar.

– Conozco esa sensación -abrió la puerta-. Agente especial Rook, ha sido un placer conocerlo.

– Lo mismo digo, jueza Peacham.

– Es usted muy disciplinado, manteniendo la boca cerrada todo este tiempo.

Él le sonrió.

– Buenas noches, jueza.

Mackenzie fue a decir algo, pero Bernadette levantó una mano.

– Ya te he entretenido bastante. Cuídate. Gracias por venir.

– Siempre es un placer verte, Beanie.

El coche de Rook seguía relativamente fresco cuando Mackenzie volvió a su asiento, pero la invadía la fatiga y sentía la mirada de él observándola.

– ¿De dónde salió el apodo de Beanie? -preguntó él.

– Creo que se lo puso Gus en la escuela cuando eran niños y se quedó con él.

– ¿Pero es apreciada? ¿Es conocida por su bondad y generosidad?

– Eso no significa que sea blanda. Es lista y está muy entregada a su trabajo de jueza.

– ¿No tiene hijos?

Mackenzie negó con la cabeza.

– Estuvo casada unos cuantos años después de terminar la Facultad de Derecho, pero no salió bien. No hay hijos.

– Sólo tú -dijo él.


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