Tres

Harris salió tambaleándose del bar de mala muerte de Georgetown, un viejo favorito suyo donde podía hacer una apuesta sin tener que preocuparse de que nadie lo mirara con desaprobación. Estaba cansado y había bebido mucho. Después de veinticuatro horas, ya no podía hacer acopio de energía para esquivar a amigos o enemigos. No le quedaban facultades para esconderse.

Además, era ya muy tarde por la noche. ¿Quién narices se iba a molestar en darle caza?

Cuando llegó a la calle M, reconoció a un columnista del Washington Post y un prominente senador que entraban en un coche privado y les hizo un gesto obsceno con el dedo corazón, odiándolos por la vida que él había dilapidado. En otro tiempo había tenido chófer privado y ahora se veía reducido a los taxis, autobuses y un Honda antiguo al que costaba mantener en la carretera. No era tanto cuestión de finanzas como de prestigio.

La gente que no tenía a donde ir no necesitaba chóferes ni coches de lujo.

Olía a humo de tabaco rancio, sudor y alcohol. Pasó al lado de bares buenos, restaurantes buenos, oyó música y risas y vio a personas que parecían buenas, que eran buenas. Él había sido como ellos, lleno de esperanza, ambición… y aburrimiento. Había sabido que era más listo que la mayoría de la gente y creído que no podía fallar.

Ahora lo perseguía el FBI.

Y algo peor.

El calor y la humedad pegajosa le hicieron empezar a sudar de nuevo. Tenía la camisa pegada a la espalda y le picaban los ojos. Quería vomitar, pero no en la calle M. No delante de personas que antes lo respetaban.

Por otra parte, ¿por qué narices no? ¿Quiénes se creían que eran? Ellos tenían también sus secretos y sus compulsiones. Todo el mundo los tenía.

– Harris, por el amor de Dios.

Por un momento, Harris no se dio cuenta de quién le hablaba, pero levantó la vista y vio a Cal Benton.

– ¿Cal?

Éste le agarró el brazo justo debajo del codo.

– Estás borracho.

– Mareado.

Cal olía a desodorante. Sudaba también, pero había que ser inhumano para no sudar en una noche así.

– Ven aquí -tiró de Harris hacia una cafetería casi vacía.

– Si nos ven…

– No nos verán -Cal abrió la puerta de cristal y se detuvo a mirar a Harris-. A menos que tu nuevo amigo el agente especial Rook esté por aquí.

Harris se lamió los labios. Después de tres cervezas, se sentía todavía deshidratado, seco.

– ¿Quién?

– Eres un arrastrado, un hijo de perra corrupto, Harris.

La reacción de Cal era una muestra de pánico.

De miedo incipiente.

– Le dijo la sartén al cazo.

– ¡Vete al infierno!

Harris no contestó. ¿Para qué? En los últimos cinco años, se había acostumbrado a que la gente lo mandara al infierno. Cal lo empujó sobre una silla destartalada y se acercó a la barra, de donde volvió con dos cafés.

– Esos vasos de plástico me queman los dedos -protestó Harris-. ¿No tienen de esas tazas con asas de cartón?

– No. Empieza a beber. Tienes que ponerte sobrio.

– Estoy sobrio -Harris se inclinó para inhalar el vapor de su café-. Demasiado sobrio.

– ¡Maldita sea, Harris! -siseó Cal-. Te estoy buscando desde anoche. Te vi en el hotel con tu agente del FBI. ¿Qué narices hacías? Podría haberte visto alguien.

– El agente Rook y yo sólo tomábamos una copa en paz. Conozco a muchos agentes del FBI.

– Lo he investigado. Rook es un tipo duro. No habla contigo por la bondad de su corazón -Cal apoyó los codos en la mesa y cerró y abrió los puños. Miró a Harris con más desdén que hostilidad.

– Te arrojará debajo del autobús, estúpido bastardo.

– No le he dicho nada de ti. No lo haría. Tú no eres el único…

– A Rook no le importas nada -Cal no alzó la voz-. Le importa la información que puedas darle para progresar en su carrera. Nada más.

– Es ambicioso, pero no es deshonroso.

– ¿Deshonroso? -Cal hizo una mueca de incredulidad-. A la gente ya no le importa el honor. Le importan los resultados.

A Harris le habría gustado pensar con claridad, pero los pensamientos flotaban a su lado, fuera de su alcance. Era como si estuviera en una corriente de aire que lo llevara a donde quisiera y él no pudiera controlarla.

Se inclinó sobre su café, con el vapor subiéndole a los ojos.

– Rook puede salvar a Bernadette.

– ¿De qué?

– De ti, Cal -Harris alzó la vista al hombre situado enfrente-. Y de Jesse.

Ya estaba. Había dicho el nombre. Jesse Lambert. El diablo.

Harris conocía a Cal desde antes de que empezara a salir con Bernadette, pero sus destinos sólo se habían cruzado en los últimos tres meses. Cal era ambicioso, un mujeriego que había parecido, al menos en los primeros tiempos de su matrimonio con Bernadette, preparado para echar raíces.

Jesse Lambert había percibido que Cal estaba maduro para la recolección y lo había atacado en su momento más débil.

Y Harris le había ayudado.

– Deberías darle el dinero -dijo-. Créeme, Cal. Sé lo que digo. Dale el maldito dinero ahora y salte de eso.

Cal apartó la vista.

– Si le doy el dinero a Jesse, no habrá forma de salir. Nunca -miró a Harris-. Me convertiré en ti.

– Si no le pagas, nos matará a los dos.

– Es un negociante, no un asesino. Le ofreceremos un trato. No te ablandes ahora.

Harris percibía el desdén en la voz de Cal. Después de todo, era él el que había metido a Jesse Lambert en la vida de Cal. En la vida de Bernadette. Eso era lo que le corroía el alma. Al utilizar a Cal, Harris sabía que utilizaba también a la única amiga que le quedaba en el mundo.

– Jesse es el diablo -dijo Harris con calma-. Y hemos hecho un trato con él.

Cal no respondió enseguida. Bebió su café y miró a Harris con expresión indescifrable. Jesse Lambert había entrado en la vida de Harris cinco años antes, aprovechando sus inseguridades y compulsiones, y Harris se había dejado victimizar. El escándalo del juego que había acabado con su carrera había sido el menor de sus pecados. Por culpa de Jesse había traicionado a sus amigos y la confianza del público.

Había dejado que el diablo hiciera lo que quisiera con él.

Tres meses atrás, Jesse había regresado a Washington y buscado carne fresca a cambio de su silencio sobre las transgresiones de Harris.

Y éste le había entregado a Cal Benton.

El trabajo de Cal y su matrimonio con Bernadette Peacham le proporcionaban el tipo de acceso e información que Jesse podía usar. Él se quedaba en un segundo plano maniobrando y manipulando. Pero cuando había ido a cobrar, Cal se había negado a darle nada.

– Es hora de pagarle al diablo su diezmo, Cal.

– Lo haremos, pero en nuestros términos. No le vamos a robar, sólo retrasamos el pago hasta que Jesse salga de nuestras vidas.

– ¿Nuestras?

Cal se inclinó hacia delante.

– No creas que Jesse no sabe que me has ayudado.

Harris palideció. Unas semanas atrás había dado a Cal información sobre Jesse Lambert y Cal la había usado para descubrir la verdadera identidad de Jesse. Cal tenía un dossier completo sobre aquel diablo. Nombres, direcciones, cuentas bancarias… Su póliza de seguros, como él lo llamaba. Su juego era directo pero peligroso. Jesse chantajeaba a personas usando información procedente de Cal. Entre esas personas había un popular congresista, un poderoso ayudante de un senador y una viuda de Washington muy bien relacionada. Jesse permanecía al fondo, anónimo. Cal y Harris eran los que organizaban los pagos. En tres meses habían amasado un millón y medio de dólares en metálico. Ellos dos tenían que repartirse quinientos mil y Jesse se quedaría un millón.

Sólo que Cal retenía el millón hasta que Jesse saliera de sus vidas.

Y había conservado el dossier. Si Jesse volvía a respirar el aire de Washington, acabaría en manos de investigadores federales. Éstos no tenían por qué saber nada de la participación de Cal o Harris para detenerlo.


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