Harris pensó en el vestíbulo de su casa, con su espejo antiguo y la mesa de media luna. Una casa llena antes del sonido de niños corriendo y de la bienvenida de su esposa cuando llegaba a casa. Los había perdido a todos.

Pasaron unos segundos mientras Harris absorbía la realidad del grave problema que tenía. Al fin Jesse siguió hablando.

– ¿Cuánto sabéis Cal y tú de mí?

Harris no vaciló.

– Todo.

Tendría que habérselo contado todo al FBI desde el comienzo, pero, en vez de eso, había intentado jugar con Andrew Rook igual que había jugado con todos los demás que habían querido ayudarle, creer y confiar en él. El subterfugio y la traición eran sus armas. Su diversión. Rook estaba investigando, pero tenía poco en lo que basarse. Harris se había encargado de eso. Había mantenido sus revelaciones vagas, prometiendo detalles en encuentros futuros, manteniendo el interés de Rook sin darle nada concreto. Porque Cal tenía razón y a él, Harris, no le importaba ayudar al FBI, le importaba salvar el pellejo. El diablo había ido a cobrar su deuda, sí.

– Si lo supierais todo sobre mí, Harris, ni Cal ni tú os atreveríais a intentar traicionarme.

Jesse apretó el pulgar en la punta del cuchillo y sacó una gota de sangre.

– Eres un hombre violento, Jesse -Harris recuperó parte de su antigua presencia de ánimo en el tribunal, cuando nada de lo que veía ni oía en la sala le hacía parpadear-. Tú no usas la violencia como medio para conseguir lo que quieres. La violencia es lo que quieres.

– Ése es mi secreto, ¿vale?

– Es tu secreto y tu debilidad. Tu obsesión.

Jesse hizo una mueca y lamió la gota de sangre de su pulgar.

– Los tipos de Princeton leéis muchas tragedias griegas. Quiero mi dinero. Quiero todo lo que Cal y tú tenéis sobre mí. Quiero saber lo que sabéis.

– Yo jamás usaría lo que sé de ti y Cal tampoco lo hará. Es su póliza de seguros para mantenerte fuera de tu vida. Jesse… -Harris respiró con fuerza. ¿Se atrevía a esperar poder negociar un trato con aquel hombre?-. Jesse, puedes confiar en que no hablaré.

– Después de verte reunido con un agente del FBI, no, embustero hijo de perra, no puedo confiar en que no hables -Jesse saltó hacia delante y apoyó la hoja del cuchillo en un lado de la garganta de Mayer-. Quiero mi dinero.

– No puedo…

– Sí puedes. Puedes conseguir mi dinero -bajó el cuchillo y retrocedió-. Encontraremos el modo. Juntos. Entretanto -dijo con calma, con una sonrisa tan fría que sólo podía ser del diablo-, dime una cosa. Entre nosotros.

– ¿Cuál?

– ¿Quién era la pelirroja que estaba con la jueza Peacham anoche?

Cuatro

El viernes por la mañana, Rook se despertó temprano para tomar un avión a New Hampshire. Le dolía la cabeza y estaba de mal humor. Había anticipado un fin de semana muy diferente. Había esperado enseñarle a Mackenzie la casita de Cape Cod que había heredado un año atrás a la muerte de su abuela. Después de siete años trabajando en el sur de Florida, le habían ofrecido un destino en Washington, en su terreno, y su abuela le había dejado la casa para incitarlo a quedarse.

Estaba en una calle tranquila bordeada de árboles en Arlington. Sus dos hermanos mayores vivían a poca distancia de allí. Su hermano más pequeño tampoco andaba muy lejos. Andrew estaba rodeado de Rook y todos ellos eran agentes de la ley. Había sido infectado por el sentido de la responsabilidad de los Rook, los valores de trabajo y honradez de los Rook. Tenía treinta y cinco años y sentía la presión de que era hora de asentarse y formar una familia. Miraba su casa y los restos de la casita del árbol de su infancia en el gran roble del patio y sentía esa presión.

Se dirigió al cuarto de baño de abajo, que tenía todavía en la pared el papel de Cupido que había colgado su abuela con la ayuda de sus nietos. La casa necesitaba urgentemente una reforma. Él había trabajado de carpintero en el instituto y la universidad y podía hacer gran parte del trabajo personalmente. Había empezado bien, pero no había tenido ocasión de atacar aún el papel de Cupido.

Se duchó rápidamente, se puso un traje y fue a la cocina.

T.J. Kawasaki estaba en la puerta, puntual para llevarlo al aeropuerto. T.J., también agente especial del FBI, no estaba muy de acuerdo con la lógica que llevaba a Rook a New Hampshire.

– ¿Preparado?

– Más o menos.

T.J. entró en la cocina. Aparte de la cicatriz de siete centímetros debajo del ojo, era el estereotipo del militar, con su pelo moreno muy corto, la mandíbula cuadrada y sus trajes impecables.

– Tu juez Harris Mayer es un callejón sin salida.

– Tal vez -Rook agarró una libreta y anotó instrucciones para su sobrino-. Tengo que saberlo. Tú déjame en el aeropuerto. Yo vuelo a New Hampshire, busco a mi informador desaparecido y regreso mañana por la noche. Es fácil.

– Contigo nada es fácil. Ya no.

Rook dobló la nota sin contestar, escribió Brian con letras grandes en la parte exterior y la apoyó en el pimentero. Su sobrino la vería.

– Mackenzie Stewart es de New Hampshire -dijo T.J.

– Por eso conoce a la jueza Peacham.

– ¿Y a Harris?

– Supongo. Él visitaba a la jueza allí. Su esposa y él alquilaron una casa en el mismo lago varias veces. Él se ha largado. Ayer me dejó un mensaje diciendo que se largaba a un clima más fresco. ¿Qué te dice eso?

– No me dice que esté en New Hampshire.

Rook sabía que T.J. tenía razón, pero él estaba nervioso y no creía que Harris hubiera decidido salir de pronto del calor.

– Es razonable inspeccionar la casa del lago de la jueza Peacham.

– Supongo que sí -repuso T.J., escéptico todavía.

– Sólo perderé dos días -Rook tomó su bolsa de cuero y señaló la nota-. ¿Crees que la verá mi sobrino? Vuelve esta noche de la playa.

– La verá seguro -T.J. no fingió que le interesara el tema-. Brian es un buen chico. No quemará la casa. Sólo vas a estar fuera esta noche.

Brian había sorprendido y enfurecido a sus padres al dejar la universidad en primavera y pedir a su tío Andrew si podía mudarse con él unos meses. Quería trabajar, juntar algo de dinero y pensar lo que iba a hacer con su vida. Scott, su padre, un fiscal federal, se había mostrado de acuerdo. Su madre había respetado la decisión, pero era obvio que no le gustaba. Según Scott, el mayor de los hermanos Rook, ella era muy maternal con sus dos muchachos.

Hasta el momento, Brian no había cumplido su parte del trato.

Lo cual suponía un problema.

Cuando Rook y T.J. salieron a la calle, hacía ya calor y se esperaba que el tiempo se mantuviera así unos cuantos días por lo menos. Rook pensó que, si él tuviera diecinueve años y estuviera desempleado, también se habría quedado en la maldita playa. Un SVU negro paró en el camino de grava detrás del coche de T.J. y Rook reconoció al conductor de aire sombrío, Nate Winter. Winter era una leyenda entre los marshals de los Estados Unidos. T.J. se había topado con él durante una investigación en primavera y confirmaba la reputación de Winter como serio, impaciente y muy profesional.

Salió del coche.

– Buenos días, señores.

– Nate -lo saludó T.J.-. Estaré en el coche. Quieres hablar con Rook, ¿no?

Winter asintió y T.J. se metió en su coche, donde puso inmediatamente el motor en marcha y cerró la ventanilla para que funcionara el aire acondicionado.

A Rook no le extrañó nada que Winter quisiera hablar con él. Winter era de la misma ciudad de New Hampshire que Bernadette Peacham y Mackenzie Stewart. En las últimas treinta y seis horas, desde que descubriera que Mackenzie era amiga de la jueza, Rook la había investigado un poco. Nunca era demasiado tarde.

– ¿Adónde vas? -preguntó Winter.

– Al aeropuerto -repuso Rook-, voy a volar a New Hampshire.

– Yo soy de New Hampshire y mi hermana Carine vive allí. Tiene un niño de ocho meses -miró a Rook-. Mackenzie Stewart y ella son amigas y esta noche han planeado un encuentro de «chicas» en la casa del lago de la jueza Peacham… para tostar malvaviscos y ponerse al día.


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