CAPÍTULO PRIMERO
Después de esa interminable pendiente de mareos y angustias que había sido la travesía a bordo del André Lebon , una sorprendente quietud se apoderó de la nave cierto mediodía, obligándome al desagradable esfuerzo de entreabrir los ojos, como si, de ese modo, pudiera averiguar por qué el paquebote había dejado de batirse contra el oleaje por primera vez en seis semanas. ¡Seis semanas…! Cuarenta días infames, de los cuales sólo recordaba haber estado en cubierta uno o dos, y eso con mucho valor. No vi Port Said, ni Djibuti, ni Singapur… Ni siquiera fui capaz de asomarme por las ventanillas de mi cabina mientras cruzábamos el Canal de Suez o atracábamos en Ceilán y Hong-Kong. El decaimiento y las náuseas me habían mantenido tumbada en aquel pequeño lecho de mi camarote de segunda desde que salimos de Marsella la mañana del domingo 22 de julio, y ni las infusiones de jengibre ni las inhalaciones de láudano, que me atontaban, habían conseguido mejorar un poco mis congojas.
El mar no era lo mío. Yo había nacido en Madrid, tierra adentro, en la meseta castellana, a mucha distancia de la playa más próxima, y aquello de subir en un barco y cruzar medio mundo flotando y balanceándome no me parecía natural. Hubiera preferido mil veces hacer el viaje en ferrocarril, pero Rémy siempre decía que era mucho más peligroso y, ciertamente, desde la revolución de los bolcheviques en Rusia, atravesar Siberia suponía una verdadera locura, de modo que no tuve más remedio que comprar los pasajes para aquel elegante paquebote a vapor de la Compagnie des Messageries Maritimes anhelando que el dios de los mares fuera compasivo y no sintiera el excéntrico deseo de llevarnos al fondo, donde seríamos devorados por los peces y el légamo cubriría nuestros huesos para siempre. Hay cosas que no las traemos al nacer y yo, desde luego, no había llegado al mundo con espíritu marinero.
Cuando la quietud y el desconcertante silencio del barco me reanimaron, contemplé las familiares aspas giratorias del ventilador que colgaba de las tablas del techo. En algún momento de la travesía me había jurado que, si llegaba a poner de nuevo los pies en tierra, pintaría ese ventilador tal y como lo veía bajo los confusos efectos del láudano; quizá consiguiera vendérselo al marchante Kahnweiler, tan aficionado a los trabajos cubistas de mis paisanos Picasso y Juan Gris. Pero la visión brumosa de las aspas del ventilador no me proporcionó una explicación de por qué el barco se había detenido y, como tampoco se oía el zafarrancho propio de la llegada a los puertos ni las carreras alborotadas de los pasajeros dirigiéndose a cubierta, tuve rápidamente un mal presentimiento… Al fin y al cabo estábamos en los azarosos mares de China donde, todavía en aquel año de 1923, peligrosos piratas orientales abordaban los buques de pasaje para robar y asesinar. El corazón empezó a latirme con fuerza y las manos a sudarme y, justo en ese momento, unos golpecitos siniestros sonaron en mi puerta:
– ¿Da usted su permiso, tía? -inquirió la voz apagada de esa sobrina recién estrenada que me había tocado en una rifa sin haber comprado papeleta.
– Pasa -murmuré, reprimiendo unas ligeras náuseas. Como Fernanda sólo venía a verme para traerme la infusión contra el mareo, cada vez que aparecía por mi camarote el estómago se me destemplaba.
Su gordezuela figura cruzó el dintel trabajosamente. La muchacha traía un tazón de porcelana en una mano y su sempiterno abanico negro en la otra. Jamás se desprendía del abanico como tampoco jamás se soltaba el pelo, siempre recogido en un moño a la altura de la nuca. Llamaba mucho la atención el duro contraste entre sus lozanos diecisiete años y el riguroso vestido de luto que nunca se quitaba, escandalosamente anticuado incluso para una señorita de Madrid y, por supuesto, totalmente inadecuado para los tórridos calores que sufríamos en aquellas latitudes. Pero, aunque yo le había ofrecido algo de mi propia ropa (unas blusas más ligeras, muy chics , y alguna falda más corta, hasta la rodilla, según mandaba la moda de París), como buena heredera de un carácter seco y poco agradecido, rechazó de plano mi oferta, santiguándose y bajando la mirada hacia sus manos, con un gesto categórico que daba por zanjada la cuestión.
– ¿Por qué se ha parado el barco? -quise saber mientras me incorporaba, muy despacito, y empezaba a oler los agresivos aromas de aquella pócima que los cocineros del paquebote preparaban rutinariamente para varios pasajeros.
– Hemos dejado el mar -me explicó sentándose al borde de mi lecho y acercándome la taza a la boca-. Estamos en un lugar llamado Woosung o Woosong, no sé…, a catorce millas de Shanghai. El André Lebon avanza lentamente porque estamos remontando un río y podríamos chocar contra el fondo. Llegaremos dentro de unas horas.
– ¡Por fin! -exclamé, advirtiendo que la cercanía de Shanghai me aliviaba mucho más que la tisana de jengibre. Sin embargo, no me sentiría bien hasta que no dejara aquel dichoso camarote con olor a salitre.
Fernanda, que no retiraba el tazón de mis labios por mucho que yo me apartase, hizo una mueca que quería ser una sonrisa. La pobre era clavadita a su madre, mi insufrible hermana Carmen, desaparecida cinco años atrás durante la terrible epidemia de gripe de 1918. Además del carácter, tenía sus mismos ojos grandes y redondos, su misma barbilla prominente y esa nariz terminada en una graciosa bolita de carne que les confería a ambas un aire cómico a pesar de que sus caras siempre lucían un gesto agrio que espantaba incluso a los más animosos. La gordura, sin embargo, la había sacado de su padre, mi cuñado Pedro, un hombre de barriga imponente y con una papada tan abultada que, para disimularla, se había tenido que dejar crecer la barba desde muy joven. Tampoco Pedro era un dechado de simpatía, así que no resultaba extraño que el fruto de aquel desgraciado matrimonio fuera esta chiquilla seria, enlutada y tan dulce como el aceite de ricino.
– Debería recoger sus cosas, tía. ¿Quiere que la ayude a preparar el equipaje?
– Si fueras tan amable… -murmuré, dejándome caer en el camastro con un gesto de sufrimiento que, aunque en el fondo era bastante real, quedó un tanto amanerado porque lo estaba exagerando. Pero, en fin… Si la niña se ofrecía, ¿por qué no dejarla hacer?
Mientras ella revolvía en mis baúles y maletas, y recogía las pocas cosas utilizadas por mí durante aquel penoso viaje, empecé a escuchar ruidos y voces alegres en el pasillo; sin duda, los demás pasajeros de segunda estaban tan impacientes como yo por abandonar el medio acuático y regresar al terrestre, con el resto de la humanidad. Este pensamiento me animó tanto que hice un esfuerzo voluntarioso y, entre quejidos y lamentos, conseguí levantarme y quedar sentada en la cama con los pies en el suelo. Me encontraba muy débil, de eso no cabía ninguna duda, pero aún peor que la fatiga era recuperar la sensación de tristeza que el letargo del láudano había conseguido borrar y que, por desgracia, la vigilia me devolvía.
No sabía cuánto tiempo tendríamos que quedarnos en Shanghai tramitando los asuntos de Rémy pero, aunque en aquellos momentos pensar en el viaje de regreso me ponía los pelos de punta, esperaba que nuestra estancia en esta ciudad fuera lo más breve posible. De hecho, había concertado telegráficamente una cita con el abogado para la mañana siguiente, con el propósito de acelerar las gestiones y resolver cuanto antes los temas pendientes. La muerte de Rémy había sido un golpe muy duro, terrible, un trance que todavía me resultaba difícil de aceptar: ¿Rémy, muerto? ¡Qué absurdo! Era una idea totalmente ridícula y, sin embargo, tenía muy fresco en mi memoria el recuerdo del día en que recibí la noticia, el mismo en el que Fernanda había aparecido en mi casa de París con su maletita de cuero, su sobretodo negro y su cursi capotita de niña española acomodada. Aún estaba intentando hacerme a la idea de que aquella mocosa, a la que no conocía de nada, era la hija de mi hermana y de su recientemente fallecido viudo, cuando un caballero del Ministerio de Asuntos Extranjeros apareció en la puerta, se quitó el sombrero y, dándome sus más sentidas condolencias, me entregó un despacho oficial al que venía adherido un cablegrama en el que se me anunciaba la muerte de Rémy a manos de unos ladrones que habían entrado a robar en su casa de Shanghai.
¿Qué podía hacer? Según el despacho, debía viajar a China para hacerme cargo del cuerpo y resolver los asuntos legales, pero también tenía que responsabilizarme, en calidad de tutora dativa, de aquella tal Fernanda (o Fernandina, como a ella le gustaba ser llamada, aunque no lo iba a conseguir de mí) cuyo nacimiento se había producido algunos años después de que yo rompiera definitivamente las relaciones con mi familia y me marchara a Francia, en 1901, para estudiar pintura en la Académie de la Grande Chaumière -la única escuela de París donde no había que pagar matrícula-. No tenía tiempo para venirme abajo ni para compadecerme de mí misma: deposité en el montepío un par de cadenitas de oro, malvendí todas las telas que tenía en el estudio y compré dos carísimos pasajes para Shanghai en el primer barco que zarpaba de Marsella al domingo siguiente. Después de todo, Rémy De Poulain era, al margen de cualquier otra consideración, mi mejor amigo. Sentía una punzada aguda en el centro del pecho cuando pensaba que ya no estaba en este mundo, riéndose, hablando, caminando o, simplemente, respirando.
– ¿Qué sombrero quiere ponerse para desembarcar, tía?
La voz de Fernanda me devolvió a la realidad.
– El de las flores azules -murmuré.
Mi sobrina se quedó inmóvil, observándome con la misma fijeza indefinida con que me observaba su madre cuando éramos pequeñas. Esa habilidad heredada para ocultar sus pensamientos era lo que menos me gustaba de ella porque, de todos modos, y mal que le pesara, se le adivinaban. Así que, como yo había practicado aquel deporte durante mucho tiempo con su abuela y su madre, aquella niña no tenía nada que hacer conmigo.
– ¿No preferiría el negro de los botones? Le quedaría bien con algún vestido a juego.
– Voy a ponerme el de las flores con la blusa y la falda azules.
La mirada neutral continuó.
– ¿Recuerda que va a venir al muelle personal del consulado para recogernos?
– Por eso mismo voy a ponerme lo que te he dicho. Es la ropa que mejor me sienta. ¡Ah, y el bolso y los zapatos blancos, por favor!
Cuando todos los baúles estuvieron cerrados y la ropa que había pedido dispuesta a los pies de la cama, mi sobrina salió del camarote sin decir una sola palabra más. Para entonces, yo ya me encontraba bastante recuperada gracias a la engañosa inmovilidad de la nave que, según pude advertir por las ventanillas, avanzaba lentamente entre un denso tráfico de buques tan grandes como el nuestro y un enjambre de veloces barquichuelas con velas cuadradas bajo cuyos sombrajos se cobijaban pescadores solitarios o, increíblemente, familias enteras de chinos, con ancianos, mujeres y niños.