En Shanghai existían tres importantes divisiones territoriales y políticas, siguió explicándonos el agregado mientras conducía a toda velocidad haciendo sonar la bocina para apartar a personas y vehículos; la primera, la Concesión Francesa, donde nos encontrábamos, una alargada franja de terreno a la que también pertenecía el muelle del Bund en el que había atracado el André Lebon ; la segunda, la vieja ciudad china de Nantao, un espacio casi circular ubicado al sur de la Concesión Francesa y rodeado por un hermoso bulevar construido sobre los restos de las antiguas murallas que fueron derribadas tras la revolución republicana de 1911; y, por último, y mucho más grande que las anteriores, la Concesión Internacional, al norte, gobernada por los cónsules de todos los países con representación diplomática.

– ¿Y todos mandan igual? -pregunté, sujetándome contra el pecho el fular que el viento me lanzaba hacia la cara.

– Monsieur Wilden tiene plena autoridad en la parte francesa, madame . En la Internacional, se nota más el peso político y económico de Inglaterra y de Estados Unidos, que son las naciones más fuertes en China, pero hay colonias de griegos, belgas, portugueses, judíos, italianos, alemanes, escandinavos… Incluso de españoles -recalcó amablemente; yo era francesa por matrimonio, pero mi origen se delataba sin ninguna duda gracias a mi acento, mi nombre (Elvira), mi pelo negro y mis ojos marrones-. Por otra parte, en estos últimos tiempos -continuó explicando mientras sujetaba el volante con mucha fuerza-, Shanghai se ha llenado de rusos, tanto de los rusos bolcheviques que viven en el consulado y sus inmediaciones, como de rusos blancos que han huido de la revolución. Éstos son los más numerosos.

– En París ha ocurrido lo mismo.

M. Favez giró la cara hacia mí un instante, se rió, y, luego, volvió a mirar rápidamente hacia la avenida, tocando la bocina y maniobrando con pericia para no chocar contra un tranvía atestado de celestes con sombreros occidentales y largas vestiduras chinas que viajaban, incluso, colgados de las barras exteriores del vehículo. Todos los tranvías de Shanghai estaban pintados de verde y plata, y exhibían vistosos rótulos publicitarios con extraños caracteres.

– Sí, madame -concedió-, pero a París han ido los rusos ricos, la aristocracia zarista; a esta ciudad sólo han llegado los pobres. En realidad, la raza más peligrosa, si se me permite decirlo así, es la nipona, que lleva mucho tiempo intentando apoderarse de Shanghai. De hecho, han creado su propia ciudad dentro de la Concesión Internacional. Los imperialistas japoneses tienen grandes ambiciones sobre China y, lo que es peor, también tienen un ejército muy poderoso… -De repente se dio cuenta de que, quizá, estaba hablando demasiado y sonrió con turbación-. Aquí, Mme. De Poulain, en esta hermosa ciudad que es el segundo puerto del mundo y el primer mercado de Oriente, vivimos dos millones de personas, ¿sabe?, de las cuales sólo cincuenta mil somos extranjeros y el resto, amarillos. Nada es sencillo en Shanghai, como ya tendrá oportunidad de comprobar.

Fue una lástima que sólo viéramos el corto tramo del Bund que pertenecía a Francia porque, aquel primer día, y como M. Favez torció pronto a la izquierda entrando en el Boulevard Edouard VII, no pudimos disfrutar de las maravillas arquitectónicas de la calle más impresionante de Shanghai, a lo largo de la cual se encontraban los hoteles más lujosos, los clubes más espléndidos, los edificios más altos y los bancos, las oficinas y los consulados más importantes. Todo ello frente a las aguas sucias y malolientes del Huangpu.

La Concesión Francesa constituyó una sorpresa muy agradable. Yo temía encontrar barrios de calles estrechas y casas de tejados con cuernos, al modo chino, pero resultó ser un lugar encantador, con el aire residencial de los arrabales de París, lleno de preciosas villas de fachadas blancas y jardines con exquisitos macizos de lilas, rosales y alheñas. Había clubes de tenis, cabarets, plazoletas jalonadas con sicomoros, parques públicos en los que se veían madres cosiendo junto a los cochecitos de sus bebés, bibliotecas, un cinematógrafo, panaderías, restaurantes, tiendas de moda, de cosméticos… Podía haberme encontrado en Montmartre, en los pabellones del Bois o en el Barrio Latino y no habría advertido ninguna diferencia. De vez en cuando, aquí o allá, se divisaba desde el auto alguna casa china, con sus ventanas y puertas pintadas de rojo, pero eran las excepciones en aquellos agradables y limpios barrios franceses. Por eso, cuando el vehículo de M. Favez se detuvo frente a los portones de madera de una de esas residencias orientales sin que él nos hubiera comentado nada acerca de un recado o alguna tarea que tuviera que hacer antes de dejarnos en casa de Rémy, me quedé un poco desconcertada.

– Ya hemos llegado -declaró alegremente mientras apagaba el motor y salía del auto.

Bajo uno de los dos globos rojos de papel con caracteres chinos que colgaban a los lados de la puerta, se veía una cadenilla que salía del interior de la casa por un agujero en el muro. M. Favez tiró de ella con energía y regresó para abrirme la portezuela y ayudarme galantemente a salir del vehículo. Pero, aunque su mano permanecía tendida, esperando, una fulminante parálisis se había apoderado de mi cuerpo y no era capaz de moverme. Jamás, en veinte años, Rémy me había comentado que vivía en una casa china.

– ¿Se encuentra bien, Mme. De Poulain?

Los portones se abrieron lentamente, sin ruido, y tres o cuatro sirvientes nativos, entre los que había una mujer, salieron a la calle haciendo reverencias y murmurando, en su extraña lengua, frases que, por el contexto, debían de ser saludos y cumplidos. El primer movimiento que fui capaz de realizar no fue, sin embargo, el de coger la paciente mano de M. Favez sino el de volver la cabeza hacia el asiento de atrás para mirar a mi sobrina en busca de un poco de comprensión y complicidad. Y sí, Fernanda tenía los ojos abiertos como platos, expresando así la misma horrorizada sorpresa que sentía yo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el agregado, inclinándose con solicitud.

Me repuse como pude de la turbación y puse, al fin, mi mano en la de M. Favez. No tenía nada en contra de las casas chinas, naturalmente, pero no era lo que esperaba de Rémy, tan sibarita y refinado, tan francés, tan atento a las comodidades y al buen gusto europeo. Cómo había podido adaptarse a vivir en una antigua y vulgar residencia de celestes era algo que escapaba a mi entendimiento.

La sirvienta china, una mujer diminuta y delgada como un junco, de una edad tan imprecisa que lo mismo hubiera podido decir que tenía cincuenta como setenta años -más tarde descubrí que este fenómeno obedece al hecho de que los celestes no encanecen antes de los sesenta-, dejó de dar órdenes a los tres hombres que estaban cargando el equipaje para inclinarse ante mí hasta casi besar el suelo.

– Mi nombre es señora Zhong, tai-tai [2] -dijo en perfecto francés-. Bienvenida a la casa de su difunto esposo.

La señora Zhong, ataviada con una casaca corta de cuello alto y unos calzones amplios del mismo color azul con el que parecían uniformarse todos los celestes y hacerles vestir a juego con su calificativo, volvió a inclinarse ceremoniosamente. Tenía unos ojos que parecían ranuras de alcancía y el pelo negro azabache recogido en un moño similar al que llevaba Fernanda, aunque ése era todo el parecido entre ambas porque hubieran hecho falta dos o tres señoras Zhong para ocupar el espacio físico que llenaba mi sobrina, que continuaba sentada en el auto sin decidirse a salir.

– Vamos, Fernanda -la animé-. Tenemos que entrar.

– En España todo el mundo me llama Fernandina, tía -repuso fríamente, hablándome en castellano.

– Por favor, no pierdas la educación ante M. Favez y la señora Zhong, que desconocen nuestro idioma. Te ruego que bajes del auto.

– Yo me despido de ustedes en este momento, madame y mademoiselle -apuntó el agregado ajustándose elegantemente el frégoli-. Debo pasar por el consulado para confirmar a M. Wilden que mañana almorzará usted con él.

– ¿Nos deja ya, M. Favez? -me alarmé.

Mientras Fernanda descendía del Voisin, el agregado se inclinó ante mí y tomó mi mano, llevándosela ligeramente a los labios a modo de despedida.

– No se preocupe, madame -susurró-. La señora Zhong es de absoluta confianza. Ha estado siempre al servicio de su difunto marido. Ella la ayudará en todo cuanto necesite.

Se incorporó y me sonrió.

– Mañana vendré a buscarla a las doce y media, ¿le parece bien?

Asentí y el diplomático se volvió hacia la niña, que se había puesto a mi lado.

– Adiós, mademoiselle . Ha sido un placer conocerla. Espero que disfrute de su estancia en Shanghai.

Fernanda hizo un gesto vago con la cabeza, ladeándola no sé cómo, y a mí me vino de golpe a la mente la imagen de su abuela, mi madre, cuando se sentaba en el salón grande de la vieja casa familiar de la calle Don Ramón de la Cruz, en Madrid, los jueves por la tarde, para recibir a las visitas envuelta en su hermoso mantón de Manila.

El Voisin desapareció a toda velocidad por el fondo de la calle y nosotras nos giramos hacia la entrada de la vivienda con la alegría de un condenado a garrote vil. La señora Zhong sostenía una de las hojas del portalón para franquearnos el paso y no sé por qué le vi en aquel momento un aire de guardia civil español que me inquietó. Quizá le confundí el pelo con el tricornio, pues los dos eran del mismo color y tenían el mismo brillo acharolado. Lo raro era que me estaba acordando de cosas de España que había olvidado desde hacía más de veinte años o que, por lo menos, no había vuelto a recordar y, eso, sin duda, se debía a la presencia de esa niña huraña y cejijunta que había traído de vuelta mi pasado guardado en su maleta.

Entramos en un patio inmenso, lleno de exuberantes arriates de flores, estanques de agua azul verdosa decorados con rocalla y enormes árboles centenarios desconocidos para mí, algunos de ellos tan grandes que ya había visto sus ramas asomarse a la calle por encima del muro. Un amplio camino en forma de cruz conducía desde la puerta hacia tres pabellones rectangulares de un solo piso con hermosos soportales llenos de plantas a los que se accedía por unas anchas escaleras de piedra; los pabellones, de paredes blancas y grandes ventanas de madera tallada con formas geométricas, tenían unos horribles tejados de esquinas cornudas hechos con loza vidriada de un color verde tan brillante que refulgía con las últimas luces de la tarde.

[2] Tratamiento que usan los criados chinos para dirigirse a sus amas.



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