– ¿Los libros?

– Sí, los libros que usted vende. Fray Bartolomé me habló de ellos.

El sacerdote puso el gato sobre la falda y, mientras le acariciaba la pelambre, hizo un gesto de aprobación. Su mirada parecía decir «apúrate mujer, he traído el comprador que tanto anhelabas». Pero Aldonza pretendía noticias de su marido. ¿Lo habían juzgado? ¿Volvería pronto? Sus hijos se arracimaron en la puerta, ansiosos también. Lima quedaba tan lejos, «y usted viene de allí».

El caballero se rascó la nuca y dijo que no estaba enterado sobre la suerte de su marido; por ende, nada tenía que informar. Aldonza, cruzando los dedos, le rogó que no se molestase: no pedía informes, sino alguna noticia. El caballero agregó que no había venido a Córdoba a traer el correo, que ella sufría una ridícula confusión. Sólo podía decirle -y lo dijo desdeñosamente- que se había comentado en Lima sobre el ingreso a las cárceles secretas de la Inquisición de un médico portugués traído del Sur: «puede que sea el hombre». Fray Bartolomé movió su cabezota y le agradeció tan importante y amable servicio. Después se dirigió a la desfigurada mujer para insistirle que hiciera traer el cofre con los libros: «Sí, hija, el cobre con los libros. Que los traigan. Vamos a mostrarlos.»

Diego llamó a Luis y entre ambos transportaron el pesado arcón. Aldonza se ocupó de buscar la llave y accionarla en el candado. Miró al fraile. No se animaba a levantar la tapa: era un sarcófago. Pero adentro no yacía un cadáver, sino cuerpos con vida, y seguramente enojados. Fray Bartolomé se impacientó. «Abre de una vez.» Ella lo hizo torpemente, con miedo a que saltara veneno o que apareciera la zarpa del diablo. El caballero vio adentro, asombrado, una mortaja de color tierra. Luis y Diego introdujeron sus brazos y la extrajeron con su macizo contenido, Fray Bartolomé desplegó las forzadas y la estancia se iluminó. El arrogante bachiller evaluó el colorido de los volúmenes, torció la cabeza hacia uno y otro lado como quien examina joyas y extendió su mano hacia el libro más próximo. Lo levantó, calculó su peso, observó la tapa y contra tapa y dejó correr las hojas. Eligió otro, leyó un párrafo, pasó un dedo por su lomo, releyó el título y lo depositó a un costado de la pila. Alzó el siguiente y procedió de la misma forma.

Fray Bartolomé se distendió: había conseguido un buen cliente. Acariciaba al felino y se preguntaba si el bachiller consideraría más importante el título, el autor, el estado del libro, la calidad de la impresión o la perversidad de los párrafos atrapados al azar. Y también cuánto dinero ofrecería.

Diego volvió al racimo de hermanos que espiaba desde la puerta. En la sala imperaba un silencio que el erudito y arrogante caballero venido de Lima violaba al deslizar las páginas entre sus dedos. Aldonza, parada cerca, observaba la operación con malestar. Hurgaban la intimidad de su marido: le tocaban los ojos, los dientes, la nuca, la nariz. Cuando depositó el último volumen, el forastero empezó a separar algunos hasta quedarse con seis.

– ¿Qué decidió? -preguntó el fraile.

– Hablaremos -se puso de pie.

Hizo una ligera reverencia y enfiló hacia la puerta. Bartolomé Delgado caminó ligerito para no quedarse muy atrás. El bachiller llevaba bajo su brazo seis volúmenes. Los compraba, parecía.

El salón quedó desocupado. Así debía sentirse una ciudad cuando se alejaba el invasor: con el miedo aún circulando en el aire, pero con la feliz certeza de que ya se fue. Francisco se aproximó al brillante montículo. Reconoció algunos libros por su tamaño y su color. Volvían a respirar. Se sentó a su lado. No intentó abrirlos. Los quería acariciar. Acariciar a su padre. Aldonza lo dejó hacer.

Francisco explica al atónito fray Urueña que había decidido asumir plenamente su fe y que desde hacía años la practicaba en secreto. De esta forma satisfacía las demandas de su conciencia.

– ¡Tengo la sensación viva de Dios! -exclama.

El dominico ruega a los santos que le provean argumentos para rebatir la de maníaca exaltación de este hereje: tenía que desgarrar las tinieblas que se aprovecharon de su alma.

– Dice usted -lo interrumpe el fraile- que tiene la sensación viva de Dios. -Sí.

– Sin embargo, usted lo niega.

– ¿Lo niego?

– Niega a Dios. Niega a nuestro Señor Jesucristo.

Francisco Maldonado da Silva deja caer los brazos. Retumban escandalosamente sus cadenas.

– Este hombre no ha entendido nada -suspira-. He hablado a un muñeco.

24

No supieron cuánto dinero pagó el elegante bachiller por los seis libros; no era dinero para su familia, sino para «sufragar los gastos del reo». Iría derecho a la tesorería del Santo Oficio. El fraile elogió el pastel de almendras y salió parsimoniosamente con su felino pegado a la sota nao Diego murmuró entre dientes:

– Lo quiero matar. Algún día lo vaya matar.

– y o también -dijo Francisco.

– Hijos, hijos -rogó Aldonza.

Diego palmeó a su hermano.

– Vámonos de aquí -hizo señas a Luis-. Trae la mula y una talega.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Francisco.

– Donde matan -susurró.

Tomaron la calle del río. El pequeño vería una fiesta de sangre. Contra el cielo duro se elevaba la doble hilera de olivos que hicieron plantar los jesuitas a poco de radicarse en Córdoba. Un buey viejo arrastraba el cilíndrico carro de aguatero. Atrás, con los bultos de ropa recién lavada sobre su cabeza, caminaba un grupo de esclavos; lo hacían a buen ritmo; sus pies se arreglaban para mantener inmóvil el cráneo y su carga. Luis, rengueando, les sonrió con su boca deforme. Cuando Francisco le preguntó varias veces el origen de esa deformación el negro se limitó a contestar: «Me hicieron comer brasas.»

La calle diluía sus bordes. Entre las huellas se formaban pequeños matorrales. Avistaron el río. Alfombras de berro se extendían por los remansos. Del otro lado ascendían plantaciones de maíz. Doblaron hacia el camino del Este que seguía el curso de las aguas. Allí Luis cumplió un rito que traía del África; entregó las riendas de la mula a Diego y saltó sobre una pierna hasta la orilla; tenía mucha fuerza y equilibrio con ese miembro; el otro le servía de minusválido acompañante. Eligió una piedra ancha y se arrodilló. Arrancó briznas de hierba, se frotó con ellas la cabeza, las pasó por ambos hombros y las deshizo formando una medialuna. Después introdujo las manos en cuenco y bebió. Arrojó unas gotas hacia atrás. Farfulló palabras que le enseñaron en la infancia. No sabía su significado, pero traían buena suerte (parecía una remota imitación del bautismo que en la época de Cristo se efectuaba en el Jordán). Recuperó las riendas de la mula y prosiguieron la marcha. El negro quebraba en forma regular su paso, tenía una renguera inconfundible. Las gotas de su nuca tardaron en secarse: lentamente introducían la buena suerte en su sacrificado cuerpo.

Un lejano rumor mezclaba ruidos del combate. El sendero viboreaba hacia una construcción rústica sobre el arco de una loma. Vaharadas malolientes anunciaban la proximidad de la meta. Emprendieron el ascenso. La mula protestó y Luis tironeó del cabestro. El animal olía peligro, se resistía. Con fuertes palmadas en la grupa el negro consiguió que avanzara. Aparecieron varios negros anunciando que, próximas a unos sauces, aguardaban las carretas. Bueyes y caballos pastaban a su alrededor. La atmósfera hedía: excrementos, orina y olor de carne cruda. Un vapor sanguíneo brotaba al otro lado de la construcción rectangular. El sendero concluía en un portón desvencijado. Diego ya conocía el lugar y prefirió que Francisco fuera hacia donde se realizaban las transacciones.

El matadero funcionaba sobre una especie de meseta donde hombres con el torso sudado y largos puñales se ocupaban de carnear. Poderosos ganchos esperaban a las reses chorreantes y entre las grandes ruedas olfateaban los perros con esperanzas de conseguir una ración. Un hidalgo miserable -como ya casi eran Diego y Francisco- se entretenía arrojándoles piedras: eran sus hambrientos competidores. Un vehículo inició la partida; los esclavos habían terminado de llenado y azuzaron a los bueyes. Un ato de intestinos resbalaba por su abertura posterior desenrollándose como una serpiente rojiza; los perros saltaron sobre la entraña y la rompieron a tarascones. El hidalgo los agredió con un bastón largo: no toleraba vedas comer.

En el potrero el desorden de cerdos y vacas se mezclaba con las risotadas de los carniceros. También rió Francisco cuando uno de esos hombres cayó en el barro al escapársele un lechón. El lechón huyó a un potrero vacío creyendo que así se salvaba. El hombre, un mestizo barrigón, se levantó bramando y emprendió su caza, pero el cerdo volvió a zafarse. Manchas de légamo le cubrieron la cara y el pecho. Blasfemó mientras lo amenazaba con su cuchillo. El animal corría despavorido hacia un lado y otro buscando la salida. El mestizo lo fue cercando y lo atrapó nuevamente; pero nuevamente se escabulló. Para el carnicero ya no era un trabajo sino una venganza. Negros, mestizos, mulatos y los pocos españoles que estaban allí se amontonaron para ver el inmundo espectáculo. El carnicero se jugaba la honra con un puerco. Era el remedo de una corrida de toros sobre charcos calientes. Se le acercaba con sigilo y luego lo corría a los gritos: era una forma insólita de carnear. Le descargó una cuchillada al costado y otra al garrón. Brotó una cinta carmesí sobre el cuero negro. El animal consiguió voltear nuevamente a su agresor y siguió corriendo en tres patas. El improvisado público ovacionaba al cerdo. El redondo abdomen del mestizo estaba cubierto de barro y de sangre; su boca chorreaba espuma. Blandió el cuchillo en el aire y, ciego de ira, embistió contra su enemigo. Un cabezazo del animal le hizo volar el cuchillo. El hombre rodó y se incorporó en seguida como un monstruo que emerge del pantano. Sacudió la cabeza crenchuda para quitarse la mugre de los ojos, recuperó el arma y volvió a saltar sobre la bestia. La abrazó con sus piernas y empezó a propinarle puñetazos y cuchilladas. La hoja entraba y salía entre los chorros de sangre. Le tironeó de las orejas y consiguió abrirle un profundo tajo en la garganta. El cerdo se encorvó y cayó; el carnicero se desplomó a su lado. El cuello del animal era un cráter que escupía lava roja. Francisco sintió pena por la víctima. El embadurnado carnicero levantó los brazos y profirió un rugido triunfal. Luego, inclinado sobre el cuerpo aún caliente, se dispuso a gozar de su trabajo y venganza. Lo arrastró y lo colgó, lo abrió por el medio y extrajo las vísceras. Le cortó la cabeza y la puso sobre la suya, como una corona.


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