Fray Bartolomé partió con majestuoso enojo y lo siguió el cortejo de familiares. Aldonza se sentó en la silla que poco antes había ocupado el fraile. Francisco se deslizó hacia el fondo y, tras verificar que nadie lo vigilaba, ingresó en su escondite. «Aquí podría refugiarse Diego en caso de regresar.» Se tendió en la tierra lisa y fresca. Vio a su hermano galopando hacia el matadero y allí, mezclado con la multitud de animales, carretas y esclavos, cambiaba la cabalgadura. Imaginó la persecución de Valdés: el caballo sin jinete le hizo pensar que Diego estaba cerca y ordenaba registrar el hediondo paraje. Sus auxiliares se introducían en los potreros, golpeaban a los peones. Y mientras perdían el tiempo, su hermano ganaba kilómetros en dirección a Buenos Aires.
Antes de oscurecer Catalina ofreció la frugal cena. Francisco acarició la mano de su madre y le quiso transmitir que no era tanta la desgracia: Diego ha logrado escapar, galopa rumbo al océano. Pero esa noche no logró dormirse. Cuando por fin lo venció la fatiga, fue sobresaltado. El estrépito violó el descanso. Se abrieron los párpados de unas candelas. Chocaban hierros. Francisco saltó de la cama y encontró a su hermano sucio y tembloroso entre guardias que lo sujetaban al aljibe. Las lámparas develaron hematomas en su rostro y una estría sanguinolenta en su camisa rota. Estaba maniatado. Lo empujaron hacia la sala de recibo. Uno de los oficiales mandó buscar a fray Bartolomé. Aldonza se precipitó hacia su hijo, pero la detuvieron antes de que cruzara la puerta. Suplicó y cayó de rodillas. Diego intentó sentarse: se lo prohibieron. La espera se prolongaba, tensa y lóbrega. Aldonza rogó que lo dejasen descansar y le permitieran beber agua. Le dijeron que no. Francisco fue al aljibe, llenó una jarra y se la alcanzó sin pedir permiso. Un familiar le arrebató la jarra y volcó el contenido a los pies del prisionero. Ingresó el comisario; lo seguía, soñoliento también, su felino. El familiar que tironeaba los cabellos de Francisco siguió al fraile. Todos entraron en el salón. Fray Bartolomé se sentó ampulosamente, estiró los pliegues de su sotana, acomodó la cruz de su pecho y ordenó que acercaran al reo. El notario acomodó el tintero, las plumas y el papel.
– Identifíquese -pidió.
El joven balbuceó su nombre.
– Profesión.
El joven vio que el comisario se elevaba en el aire y giraba como una pelota. Se restregó los ojos, estaba mareado.
– Profesión -insistió el fraile burocráticamente.
– No sé.
– Patrimonio. Diga cuáles son sus bienes.
Diego bajó la cabeza. «Bienes.» Esa palabra tenía un sonido extraño. «Bienes.» «Bien.» «El Bien y el Mal. Mis bienes.
El comisario enumeró:
– Dinero.
Negó.
– Tierras. Objetos de plata. Caballos. Mulas. Esclavos. Objetos de oro.
El notario hacía correr su pluma sonora. Diego se movía como un olmo empujado por el viento. Iba a caer. Estaba vencido. Y mortalmente cansado. Fray Bartolomé empuñó la cruz y la acercó a su nariz hasta obligarlo a levantar la vista.
– ¿Has judaizado?
Diego movió la cabeza negativamente. Al comisario no le alcanzaba.
– ¿Contesta! ¿Has judaizado?
– N… no. Soy católico devoto -tembló su voz-. Usted sabe que soy un católico devoto.
Fray Bartolomé devolvió la cruz a su pecho.
– De todas formas -dijo reprimiendo un bostezo-, serás sometido al juicio de la Inquisición. Te llevarán a Chile y allí serás embarcado hacia Lima.
Se levantó. Había concluido la solemne audiencia. El notario terminaba rápidamente el acta legal. Los esbirros tironearon los brazos atados de Diego. Los familiares hicieron una doble fila de honor al redondo comisario y levantaron sus lámparas.
Las pocas horas que restaban de la noche sólo sirvieron para incrementar el desasosiego. A la mañana siguiente el primogénito de Núñez da Silva partiría a reencontrarse con su padre (o con el cadáver de su padre) y fray Bartolomé regresaría con un pergamino en la mano para volver a registrar el patrimonio de estos impenitentes. Terminaría por llevarse hasta los harapos.
Francisco pudo dormirse cuando despuntaba el amanecer. Sus ovillados pensamientos habían sido atravesados por una idea cortante como un sable: «¿Cuándo llegará mi turno?» Había cumplido diez años de edad.
La secuencia conocida: pasos, tranca, llave, crujido, alfombra de luz. Entran varios soldados.
– ¡Levántese! -le ordenan.
Francisco hace un esfuerzo enorme. Su cuerpo está débil, cribado de dolor.
Le abren los grilletes. Los herrumbrados anillos se llevan fragmentos de piel y gotas de pus. Sus muñecas y tobillos se asombran por la inesperada libertad. Pero le atan una soga a la cintura. Larga, gruesa, firme.
– ¡Caminado!
– ¿Adónde me llevan?
– ¡Caminando, he dicho!
Tambaleándose, avanza hacia la puerta. Dos soldados le aferran los brazos: lo sostienen y dirigen. Ingresa en el corredor. Por fin pasará algo distinto.
28
Iban seguido a la iglesia. Aldonza caminaba con paso vencido y culpable, sostenida por una hija de cada lado. Francisco zigzagueaba adelante o detrás, a veces parecía el guía, a veces el perro. La gente procuraba evitarlos. Irradiaban melancolía y desgracia. Así de solas debieron sentirse las tres Marías cuando crucificaron a Cristo, pensaba el muchacho con obstinación. «Cristo fue despreciable como mi padre y mi hermano; quienes lo amaban fueron despreciados también. Aquellos que mataron a Cristo y estos que nos quitan el saludo se parecen.»
A Francisco le gustaban los sermones de fray Santiago de la Cruz, director espiritual del convento dominico, porque no abundaba en amenazas. No asustaba con los castigos del infierno ni se dedicaba a explicarlos con morbosa minucia como la mayoría de los clérigos, que arrojaban pedradas desde el púlpito. Prefería extenderse hacia el lado del amor. Subyugaron a Francisco sus explicaciones sobre las finezas de Cristo. El director espiritual levantaba las amplias mangas de su hábito y se apoyaba sobre la baranda de madera y hacía una breve introducción con labios sonrientes. Sin decirlo, prometía minutos de placer y no de paliza. «Aunque hoy no es Jueves Santo -explicaba-, en el que se pronuncia el sermón del Mandato, vaya referirme a él porque debería estar presente en todos los sermones. Recuerden que en la ceremonia del lavatorio, cuando Cristo se arrodilló y lavó los pies de sus discípulos, incluso los de Judas Iscariote, dijo: "Un mandato nuevo os doy: que os améis los unos a I otros, así como yo os he amado."»
Con ejemplos sencillos demostraba que el amor no es sólo una fórmula. «Es cristiano cabal quien ama a los otros. Al final de su vida, Cristo nos ofreció una síntesis de su misión. Amándonos los unos a los otros, lo amamos a Él. De ahí que toda imitación de Cristo debe comenzar por el ejercicio del amor a nuestra madre y a nuestro hijo, a nuestro hermano y a nuestro padre, a nuestro pariente, a nuestro vecino, a los pobres, a los santos y a los culpables. Cada ser humano está señalado por el dedo de Cristo como el destinatario de nuestro cariño -por primera vez levantó su índice-. No hacerlo es enturbiar el éxito de su divina misión.»
En el altar colgaba Jesús. De la corona de espinas descendían los hilos de sangre. Hilos de sangre bajaban de los clavos que atravesaban sus manos y sus pies, una cinta de sangre caía del costado que atravesó la lanza; también brotaba sangre de sus rodillas y de varias partes de su cuerpo flagelado locamente. Sufrió para la felicidad de los hombres. «Sufrió por nosotros, por mi padre y por Diego -pensó Francisco-. Si de imitación de Cristo se trata, nosotros lo imitamos sufriendo ahora.»
29
Francisco debía presentarse diariamente en el convento de Santo Domingo, escuchar misa, efectuar trabajos de penitencia y estudiar el catecismo. En horas de la tarde volvía a su casa. En el camino recogía los frutos que se asomaban por las tapias. Hacía compañía a su madre y hermanas que a esa hora se sentaban en el patio a bordar en silencio. Para quebrar la atmósfera de duelo les contaba sus peripecias, el arte de los cuzqueños Agustín y Tobías que tallaban relieves maravillosos para un nuevo altar o los beneficios de éste y aquel sacramento que le explicaron en la clase.
Después salía dar una vuelta con la única mula que le dejaron, vieja y mañosa. Partía hacia el río y desde allí tomaba el rumbo de la serranía. El atardecer calentaba los colores. Las aves revoloteaban cerca de su cabeza y le transmitían mensajes. Brotaban fragancias de la creciente quietud. Los cascos de la mula sonaban amortiguados. Mirando hacia atrás, veía la aglomeración de casas junto al río de bordes arenosos.
Desmontó porque la mula parecía herida. Sangraba la pata anterior derecha. Le abrió los pelos y el animal se asustó. Lo acarició y, tomándolo de las riendas, lo llevó de regreso. Se había alejado bastante. En el extremo del camino brotaron dos hombres y una mula. Venían apurados. Era obvio que querían llegar a Córdoba antes de la noche. Reconoció el color de los franciscanos. Uno era esbelto y avanzaba adelante. Lo seguía quien tiraba de la mula: jiboso y con una barba que apenas dejaba asomar la nariz. Dieron alcance a Francisco y le preguntaron cuánto faltaba para llegar a Córdoba.
– Ya están en Córdoba: basta atravesar ese recodo verán la ciudad.
El fraile alto caminaba velozmente; movía los brazos como remos y su mirada causaba impresión: parecía loco. En su manchado hábito se reconocía el polvo del largo trayecto andado.
– ¿Vienen de lejos? -preguntó Francisco.
– De La Rioja.
Trató de adaptar su marcha a la de los frailes. Dijo que no conocía La Rioja, pero que su padre había estado allí. El flaco recibió con una leve sonrisa el comentario preguntó quién era su padre. Le contó que era médico y se llamaba Diego Núñez da Silva, que había estado en La Rioja para atender unos enfermos.
– ¿Diego Núñez da Silva?
Se acercó a Francisco y lo rodeó con su largo brazo.
– Conocí a tu padre en La Rioja… Lo conocí y hablamos de medicina, entre otros asuntos. Necesitamos médicos en estas tierras. Yo no pude continuar mi formación porque me enviaron al convento de Montilla y después convento de Loreto. A tu padre le impresionaron mis relatos sobre la peste bubónica en España. ¿Sabes qué es la peste bubónica?
Francisco negó con la cabeza.