Francisco, al regresar del convento, la encontró levantada, cubierta por un largo camisón de estameña. Aprovechaba la recuperación incipiente para efectuar unos arreglos. Pero cuando descubrió la finalidad de esos arreglos, Francisco sufrió un desgarro: había buscado y terminado de coser su mortaja. La depositó prolijamente doblada junto a su cabecera. Sobre la mortaja puso el cinturón de seda que había usado en el casamiento. Arriba, como un pisapapeles, instaló el crucifijo que le regaló su madre ya muerta. Contempló la lúgubre pila con satisfacción, casi con esperanza. Pidió a Francisco que la ayudara a recostarse. Había adelgazado mucho y estaba vieja. Cada movimiento exacerbaba su dolor. Los quejidos se le escapaban contra su voluntad.

– Hijo: quiero confesarme.

Salió en busca de un sacerdote. Esquivando charcos, fue a lo de fray Bartolomé. No podría explicar por qué sus pasos lo llevaban hacia allí. Iba al convento dominico con los ojos cerrados. Atravesó el portal gris, cruzó en diagonal el destemplado claustro y se plantó frente al comisario. Lo encontró junto a la puerta de su celda con el ovino gato sobre las rodillas, leyendo un informe.

– Padre…

El clérigo lo miró a través de las cejas, molesto por la interrupción, y no se movió hasta que el muchacho le informó sobre la urgencia. Tardó aún varios segundos en reaccionar, como si no hubiera entendido. Después lo recorrió un estremecimiento, depositó los papeles y levantó su cuerpo pesado.

– Vamos -dijo.

Nunca marchó tan de prisa. Su abdomen se movía locamente y de su papada salían vagidos estertorosos. El gato corría unos metros junto a su pie derecho y alternaba otros metros junto al izquierdo. Su apuro por llegar junto a la moribunda disminuyó la hostilidad de Francisco hacia ambos. Miraba de reojo el cuello del gato y decidió que en ese momento no lo degollaría; tampoco le cortaría la papada a fray Bartolomé. Exhalaban cierta inexplicable bondad. Quizá Aldonza tenía razón. O tal vez esa bondad era sólo la penitencia que se aplicaban por haberle arrancado su marido, su hijo y sus hijas. Esa penitencia supuesta se convirtió en real cuando la enferma balbuceó:

– Gracias por venir, padre. Pero me confesaré con fray Isidro.

– Estoy preparado para recibir tu confesión, hija -resistió el comisario.

Ella negó con la cabeza. Fray Bartolomé se puso pálido. La faca que días atrás penetró en el tórax de Aldonza se clavó en el corazón del fraile. «Bien, mamá -sonrió Francisco-: era la respuesta que alguna vez quería escuchar de una santa como tú.» Y corrió otra vez, pero en busca del fraile con ojos saltones y espíritu cobarde.

Isidro no se sobresaltó como fray Bartolomé: estaba resignado a esperar la calamidad siguiente como eslabones de una cadena. Sin decir una palabra recogió la vestimenta ritual y el sagrado óleo. Presentía que Aldonza necesitaba algo más que confesión. Su marcha contrastó con la de fray Bartolomé. Era digna, casi solemne, mientras la de aquél fue descontrolada. Fray Isidro asumía la potestad de su sagrado rol, mientras fray Bartolomé perdió los empaques de su arrogancia. Isidro se sentía limpio y en paz; Bartolomé turbio y con culpa. Isidro se comportaba con esa terrible oportunidad como a don Diego le hubiese gustado.

Ingresó en la habitación calefaccionada por el humeante brasero y los vapores de las hierbas. Hizo la señal de la cruz y quedó a solas con la enferma. Fray Bartolomé fue invitado por el dueño de casa a tomar asiento en el salón de recibo que tenía muebles nuevos y lujosos. Hacía demasiado frío para permanecer afuera.

Francisco pasó a otro cuarto donde una esclava planchaba ropa sobre una larga mesa. Se acurrucó en suelo. La negra vació la ceniza de su plancha de hierro y la llenó con carbones; aseguró el cierre de la ventanita por donde los introdujo y después balanceó vigorosamente el pesado artefacto para que se calentara la base. Tendió la ropa, la asperjó levemente y aplicó su plancha. Con su mano izquierda estiraba la tela y con la derecha borraba las arrugas. De vez en cuando miraba al afligido muchacho. Afuera, los árboles desnudos recibían una garúa helada.

Reapareció fray Isidro con las ventosas de sus ojos cubiertas de lágrimas. Caminó despacio bajo las agujas de la llovizna, los brazos colgantes, encorvado. Francisco se envolvió con una arpillera y fue a su encuentro se tomaron las manos y se abrazaron en la gélida intemperie.

Francisco se acercó a su madre. El cuerpo estaba cubierto con una frazada; emitía quietud. De cuarzo eran sus flacas mejillas. En su frente, repentinamente liberada de los surcos que expresaban el sufrimiento, relucía la cruz del óleo sagrado. Ella ya no respondería; tampoco tendría accesos de tos. Se había convertido en un pedazo de eternidad. Francisco avanzó cautelosamente, con miedo de cometer una profanación. Se arrodilló junto a ella. La miró transido de puntadas. Sus dedos caminaron vacilantes hacia la mano querida e inmóvil. La tocó, la apretó. Entonces empezó a llorar con una mezcla de quejido animal y de asfixia. Le rodeó la cara con las manos, aún tibia de fiebre, y le besó la frente, las mejillas fláccidas la nariz, los labios, el mentón. Era atroz comprobar que estaba muerta.


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