El Diablo era el curaca Mateo Puma. José Yaru lo había reconocido por una cicatriz blanca que le cruzaba el cuello. Se abrió paso entre la multitud y lo abrazó.
Esa noche, mientras se desarrollaba la tradicional borrachera en torno a los fogones, el curaca Mateo Poma recibió a José Yaru ante la puerta de su choza. A su lado yacían los conejos que le habían traído sus fieles como tributo. Los habían condimentado con pasta de maíz y sebo de llama -tal como prescribían los viejos hechiceros- y fueron regados con chicha. José extrajo el lío y lo abrió ante el curaca. La piedra cristalina pasó solemnemente a la mano de Mateo Poma, quien le frotó harina le vertió chicha.
– ¿Qué te dijo? -preguntó a José.
– Que debía encontrarte en seguida y anunciarte que las huacas vienen en gran número para quebrar los huesos de los cristianos.
Las llamas del fogón daban bruscas pinceladas sobre los reconcentrados rostros de los indios. Mateo Poma se acarició la cicatriz de su cuello. También presentía la inminencia del terremoto.
Esa noche los visitadores eclesiásticos y sus ayudantes armados completaron la redada. Entre los reos atrapados que serían sometidos a interrogatorio, tortura y condena por prácticas de idolatría figuraban el curaca Mateo Poma y el indio José Yaru. Algunos, sometidos al potro, terminarían con los huesos quebrados.
Mientras, la Fiesta de Dios llegaba al cielo: los fuegos artificiales desparramaban fugaces víboras de color e iluminaban los ojos extasiados de los fieles.
62
– En siete días más llegarás a Lima -aseguró don José Ignacio.
– Ya quisiera estar allí -confesó Francisco-. El viaje se me ha hecho largo.
– Te comprendo. Pero ahora la ruta no ofrece dificultades serias. Hasta Guamanga continuará el trajín de ganado. Encontrarás cuestas, quebradas y algunos cañaverales barrosos, pero, como te dije, no son obstáculos importantes. Atravesarás el hermoso puente de Abancay, de un solo arco, que construyeron los primeros conquistadores para facilitar el tránsito con el Cuzco. Ah, después verás algo divertido.
– ¿Qué?
– Divertido y loco. Un cerro aislado donde se construye una iglesia a la Virgen. ¿Te das cuenta? Una iglesia solitaria en medio del desierto. Sin fieles. Por lo general se instala primero una población y después se levanta el templo. O ambos a la vez, pero no a la inversa. Ahí se procede a la inversa. ¿La razón de esta extravagancia? Dicen que el peregrino fue allí con la sagrada imagen y su peso aumentó de golpe. Supuso que se trataba de un milagro: que la imagen deseaba quedarse. Y empezaron a construir una iglesia en el yermo.
Francisco meneó la cabeza.
– Y bien. De Guamanga a Lima ya no tendrás otras paradas curiosas. Eso sí: te crecerá la impaciencia.
– Ya ha crecido bastante.
Apretó las manos ásperas de José Ignacio Sevilla y contempló largamente su rostro de viejo sabio. Por un instante creyó ver el océano en sus pupilas. Después fue a despedirse de María Elena y sus hijas.
Las pequeñas cambiaron bromas sobre las peripecias del viaje. Mónica recordó las salinas y Juana quiso hablar sobre la impresionante mezcla de mulas que los arrieros tramposos efectuaron antes de llegar a Salta. Mónica se burló de su hermana porque confundió pavos con cuervos. Y Juana se desquitó recordándole su miedo a quemarse en los baños de Chuquisaca. Mónica dijo que ya no la molestaba la mancha facial de Lorenzo y Juana se atrevió a tocar el brazo de Francisco y confesarle que lo extrañaría. La súbita ternura fue como un relámpago. Francisco se inclinó hacia las pequeñas y las besó: sus mejillas eran las de Felipa e Isabel.
La esposa de Sevilla lo guió hacia un aparte.
– Me dijo José Ignacio que estás impaciente por llegar a Lima. Quiero transmitirte esperanzas -sonreía como tantos años atrás lo hizo Aldonza-. Encontrarás a tu padre. Y juntos podrán orar al Señor.
– Muchas gracias, de veras.
– Cuando estén juntos, recuérdanos.
– Lo haré. Seguro que lo haré.
– Somos hermanos, sabes.
Francisco esbozó un gesto de sorpresa.
– Hermanos en la historia y en la fe -aclaró ella mirándolo con intensidad.
– Usted… ¿También usted?
Elena contrajo la frente y recitó:
– Shemá Israel … Recuerda eso, Francisco. Es la clave. Nuestra clave.
La súbita frontalidad de esta mujer lo azoró.
– «Escucha Israel-añadió ella en tono de plegaria-: el Señor, nuestro Dios, el Señor es único.»
– Lo dijo mi padre hace muchos años, cuando terminó de curarle una herida a mi hermano. Pronunciadas es judaizar. Es muy peligroso.
– Esas palabras son la fortaleza que nos dignifica. Nos sostienen, Francisco. Nos sostienen como los elefantes portentosos que míticamente sostenían el mundo.
63
Durante el trayecto final Lorenzo Valdés y Francisco Maldonado da Silva evocaron al indio José Yaru. Lorenzo cabalgaba en su corcel rubio y Francisco en una mula; las acémilas restantes llevaban el equipaje. Atravesaban una planicie cercada por el muro lila de los cerros.
– Lo descuartizarán -pronosticó Lorenzo sin inmutarse-. A menos que tenga la lucidez de arrepentirse e implorar perdón de rodillas y con lágrimas sinceras.
– Han arrestado a mucha gente, no matarán a todos.
– José es un indio pertinaz, tiene arraigada la idolatría. A él lo castigarán fuerte.
– ¿Cómo lo sabes? -Francisco se sintió molesto.
– No se levantaba de noche a mirar la luna?
– ¿Eso es idolatría?
– ¡Qué, si no! Le hablaba, yo lo vi.
– Hablaba a una piedra.
– ¿Sí? ¡Peor, entonces?
– ¿Cómo peor?
– La luna, por lo menos, tiene encanto, misterio. Una piedra… -Lorenzo torció la boca con repugnancia.
– O una madera, o un lago. El universo.
– Sí, ellos creen que son dioses. Creen en cualquier cosa. Son brutos. Ignorantes. Y no quieren aprender.
– O les enseñan mal.
– También -reconoció Lorenzo-. Los clérigos juntan a los indios y les hacen repetir la doctrina. ¡Bah! Repiten sin entender. Imagínate: ni yo entiendo toda la doctrina, ¿qué esperan de estos pasmarotes? Cuando uno de sus lenguaraces les explica, ¡vaya a saber qué les dice! Los clérigos se tranquilizan oyéndolos repetir palabras o viéndolos persignarse: quieren suponer que ya están evangelizados. Quieren suponer, es más cómodo. Porque no saben ser tan idiotas para tragarse el cuento.
– ¿Qué cuento?
– Que ya están evangelizados. Los indios fueron idólatras y siguen idólatras. Lo único que extirpar su idolatría, lo único, escúchame bien, es el potro, la horca y los azotes.
– Hace años que empezó la extirpación de idolatría con todo eso -Francisco tenía un rechazo visceral a ese método.
– Sí.
– Y no las extirparon.
– No del todo. Pero hay menos que antes.
– No estoy seguro -replicó Francisco.
Lorenzo aflojó sus manos sobre el pomo de la montura.
– ¿No?
– Creo, Lorenzo, que esta idolatría obstinada y que la famosa plaga del Taki Onkoy tienen una razón más profunda que la ignorancia de los indios.
– El Diablo.
– No se trata de la maldad, solamente.
– ¿Qué, entonces?
– No lo sé, o no puedo explicado.
– La idolatría no tiene profundidad, Francisco. Hace creer en lo superficial, en lo que reciben los ojos o el oído. Es un engaño del demonio.
– ¿Sabes? Aunque siento asco por la idolatría, esta idolatría de los indios no me subleva. Diría que… me conmueve.
– ¿Estás loco? ¿Qué hace mejor a la idolatría de los indios?
– No es mejor. Expresa algo.
– Que son unos brutos.
– Fíjate. La abandonaron por el dios Sol que impusieron los incas. Luego abandonaron el dios Sol por Nuestro Señor Jesucristo que impusimos los cristianos. Ahora abandonan al Dios de los cristianos para retornar al principio -discurría con esfuerzo, eligiendo cada palabra, inseguro.
– ¿A dónde quieres llegar?
– No lo sé bien -Francisco encogió los hombros-. Quizá a que esos dioses realzan su identidad, su raíz. Son los dioses de ellos, no los impuestos por otros.
– ¿Una piedra realza la identidad? -rió Lorenzo.
– Muchas piedras y montañas y árboles. Toda la tierra que conocen y sus antepasados y sus padecimientos. Todo eso necesita expresarse a través de una religión propia. La creencia en esos dioses absurdos les insufla algo así como el reconocimiento de su importancia. Son dioses que protegen los respetan a ellos. Nuestro Señor Jesucristo, en cambio, respeta y beneficia a los cristianos solamente. ¿Por qué lo van a querer, entonces?
– Tus ideas son ridículas. Confunden y molestan.
– No las tengo del todo claras aún.
– Mejor que las olvides -Lorenzo estiró el rebenque y lo hundió en las costillas de Francisco-. ¡Eh, proyecto de fraile! Mejor que las olvides, en serio. Piensa en otra cosa. Piensa en las mujeres. Ahora que nos acercamos a Lima, ni se te ocurra hilvanar estas herejías en voz alta.
Desde una loma pudieron ver la recta banda azul del océano Pacífico. Ambos sabían que empezaba su aventura mayor.