»De ahí la necesidad de las concordias, que son una especie de emplasto jurídico para sosegar a estas fieras. Urge impedir que devoren el Virreinato íntegro. Quieren la superioridad civil y eclesiástica; quieren funcionar como hermanos mayores de la Audiencia; quieren que todo sea de su competencia y dominio; quieren tener al virrey bajo la suela de sus zapatos.
»Por fin se firmó la concordia de 1610. ¡Qué alegría cuando la recibí! ¡Qué decepción más tarde!: tan sólo introducía restricciones menores. Pero gracias a esta concordia los negros de los inquisidores ya no pueden ir armados y los inquisidores, aunque tienen aún derecho a enterarse sobre la salida de los correos, no pueden vedar su partida como antes. La concordia aconseja tener especial cuida en la selección de los familiares y ministros (a varios yo hubiese mandado a la horca). Tampoco puede ya el Santo Oficio prohibir que los obispos trasladen a los religiosos calificadores sin su consentimiento. Y se les bloquea, además, su intervención en los asuntos universitarios.»
El marqué de Montesclaros vio la temida figura del inquisidor Andrés Juan Gaitán en el vano de la puerta. Su rostro parecía una calavera apenas forrada por la piel tirante. Su palidez contrastaba con la túnica negra de su investidura. Avanzó con paso firme y lento. Hasta en el andar proclamaba soberbia.
Pronunciados los saludos de estilo, se ubicaron frente a frente. Eran adversarios manifiestos que no podían expresar el monto de su desconfianza y antipatía. Las cargas de hostilidad debían intercambiarse con envoltorios de terciopelo.
– Fue usted muy gentil al difundir la concordia con tambores y atabales -dijo el inquisidor.
– Todo lo que atañe al Santo Oficio es de primera importancia -retrucó el virrey.
– Distribuyó, además, copias entre particulares -agregó irónicamente.
– El pueblo debe estar informado.
– La concordia tiene muchos puntos que merecen corrección, Excelencia.
– Todo es perfectible, desde luego.
– Por eso he venido. Presumo que reconoce cuánto necesita del Santo Oficio la salud del Virreinato.
– Presume usted bien.
– Las idolatrías siguen alterando el alma de los indios y las herejías el alma de los blancos. Tenemos noticias sobre el continuo ingreso de judaizantes: no hay portugués que merezca eximirse de sospechas. Abunda la bigamia. Crece el amancebamiento. Circulan libros llenos de inmundicias. ¡Hasta se encuentran luteranos entre nosotros!
– Es un catálogo atroz. Y exacto, además -concedió el virrey.
– Por eso he venido a verle.
– Lo escucho con interés y devoción.
– Por eso, Excelencia, es peligroso mellar la autoridad del Santo Oficio.
– ¡Quién se atrevería!
– La concordia…
– Creo que es un documento tibio.
– ¿Poco duro con el Santo Oficio?
– ¡No quise decir eso, válgame el Señor! Quise decir que no modifica la situación previa en grado significativo, para bien del Santo Oficio, y para bien del Virreinato, obviamente.
– Algunos oficiales reales creen que esta concordia los faculta para apresar a los oficiales de la Inquisición. Ya se han producido hechos aberrantes, en los que se evidenció resentimiento y crueldad.
– No estaba enterado -protestó el virrey.
– Olvidan que atentar contra los miembros del Santo Oficio es como atentar contra la Santa Sede. Es un sacrilegio.
– Por supuesto. Castigaré a quienes cometieron ese atropello imperdonable.
– Me complace tan viril reacción.
– Es mi deber.
– Gracias, Excelencia -estiró los pliegues de su túnica y acomodó la pesada cruz que llevaba al pecho-. Tengo otra queja, si Su Excelencia lo permite.
– Desearía conocerla. Ilústreme.
– La concordia nos prohíbe dar licencias para salir del Perú; nos quita esa prerrogativa.
– En efecto.
– Es un error muy grave.
– Si usted lo dice… Pero ¿qué puedo hacer yo? Es la voluntad del Rey -estiró los labios enigmáticamente.
– La licencia para viajar nos permite descubrir herejes fugitivos, Cuando alguien solicita una licencia en el Santo Oficio, se busca su nombre en el registro de testificaciones. Si existe una denuncia, ese reo no escapa.
– Tiene usted razón. Y es lamentable que se haya privado al Santo Oficio de un instrumento tan eficaz. Yo sin embargo, no puedo modificar ese artículo -concluyó con repentina, firmeza.
El inquisidor le clavó sus pupilas envenenadas durante un largo segundo. Después bajó los párpados y con forzada amabilidad replicó:
– Puede… En todo caso, volveremos a conversar sobre ello. Ahora quiero formular otra queja: la concordia prohíbe que tengamos negros o mulatos armados.
– Efectivamente.
– No se debe anular este privilegio. La Inquisición funciona en Lima desde hace cuarenta años. Suena a vejación. ¡Qué es eso de desarmar al Santo Oficio!
– Me asombra usted.
Los ojos de Andrés Juan Gaitán eran moharras de acero.
– Me asombra usted -repitió el virrey-. Y me entristece: ¿quién sería tan puerco de intentar vejar al Santo Oficio?
– Pero esto debe ser corregido, entonces.
– Pero los negros armados a veces cometen tropelías. Son un peligro real.
– No cuando acompañan a funcionarios -replicó el inquisidor.
– En esas condiciones disminuye el peligro, sí.
– Le pido un decreto de excepción, entonces.
– ¿Un decreto de excepción?
– Que los negros puedan llevar armas cuando acompañan a los inquisidores, al fiscal y al alguacil mayor del Santo Oficio.
– Lo pensaré.
Gaitán acarició su cruz. No le satisfizo la respuesta.
– ¿Puedo solicitar a Su Excelencia un plazo?
– No le doy un plazo, sino mi promesa de contestarle a la brevedad.
El inquisidor advirtió que la audiencia llegaba a su fin. Este maldito poeta metido a virrey -pensó- quiere tener la última palabra y sacarme de aquí sin un compromiso. Pues no me iré antes de refregarle un recordatorio en su carita de malviviente.
El marqués de Montesclaros se incorporó. Era la señal inequívoca. El inquisidor debía hacer lo mismo y despedirse, según las normas del protocolo. Pero el inquisidor pareció víctima de una súbita ceguera: ni lo vio ni se movió, abstraído en la cruz que ocupaba la superficie de su pecho. Competían el poder del César y el poder de Dios. Andrés Juan Gaitán, representante de Dios, era casi Dios. Con estudiada voz de ultratumba le descerrajó el debido discurso. Habló sentado, como si gozara de la cátedra, a un virrey crispado y prisionero.
– Desde la fundación de la Iglesia -dijo como si le hablara a sus propias flacas manos ocupadas en acariciar la cruz-, castigo del crimen de herejía estuvo a cargo de los sacerdotes. Para que no hubiera descuidos, el papa Inocencio III creó el Tribunal de la Inquisición. Gran Papa, gran santo. Y para que la Inquisición no padeciera vallas en su tarea sublime, tanto los papas como los reyes la han eximido de la jurisdicción civil e incluso de la eclesiástica ordinaria. Todos sus miembros gozan de prerrogativas. Prerrogativas, privilegios e inmunidades para que su tarea redunde en el aumento de la fe. Como los asuntos relativos a la fe pertenecen en última instancia al Papa, la jurisdicción principal del Santo Oficio es eclesiástica. La jurisdicción civil, en cambio, y la de un virrey, y la de una Audiencia por extensión, están por debajo de aquélla. Así como la tierra está debajo del cielo.
Elevó lentamente la cabeza. Simuló sorprenderse. Como si no hubiera advertido que le estaba faltando el respeto al virrey. Hizo una reverencia disfrutando su pequeña victoria. Giró y caminó con estudiada majestad hacia la puerta, dueño del tiempo y del espacio.
El marqués masticaba algunas frases: todas las prerrogativas… todas las prerrogativas.
70
El tabuco de mi padre -contaría Francisco- quedaba a la vuelta del hospital portuario. Me costó disimular la pena que sentía por este hombre vencido que adoptó, incomprensiblemente, una marcha bamboleante y grotesca. Me dolía su sonrisa, de perpetua disculpa. Era una lastimosa reproducción del médico que años atrás pisó firme en Ibatín. Sus manos terrosas colgaban como trapos. Miraba el suelo, desconfiado de su vista. Cuando me llevó por primera vez a su casa se detuvo frente a una puerta formada por listones que unían dos travesaños.
– Aquí es -murmuró avergonzado.
Empujó y entró. No tenía llave ni candado ni tranca una de las tres bisagras estaba rota. Me abochornó el agujero negro que era su vivienda. De repente se iluminó el portal de Ibatín y el patio de naranjos. El color pastel era revuelto con círculos azulinos. La intensidad de esa imagen me produjo un mareo. Avancé hacia el rectángulo oscuro y olí la salobre humedad del interior. A medida que se apagaba el' relumbre de Ibatín, empecé a divisar las paredes de adobe parcialmente encaladas, el piso de tierra y el techo cañizo por donde se filtraba la nubosidad del Callao.
– Nunca llueve -justificó mi padre.
Vi sus objetos. Pocos y ruinosos. Una mesa sobre la que se apilaban papeles, libros, una jarra de latón y un cazo de barro. Un estante con más libros. Un jergón de paja bajo ese estante con un blandón de bronce junto a la cabecera. Dos bancos, uno adherido a la mesa y el otro a la pared. En el fondo se tocaban un cofre y una alacena sin puertas. Varios clavos fijados en el muro eran los percheros. Se quitó el sambenito y lo colgó de uno de esos clavos.
Abrió los brazos huesudos: «Estás en tu casa», quería decir. Una casa lúgubre, testimonio de su caída. Corrió el segundo banco hasta la mesa. Después abrió el cofre: buscaba elementos que mejorasen la fisonomía del recinto y expresaron su alegría por mi llegada. Su preocupación por mi bienvenida resultaba intolerable. Enfatizaba su decadencia.
Descargué mi equipaje y la mula agradeció con un estremecimiento. Lo instalé en el centro de la pieza. El golpe sordo llamó la atención de mi padre. Su mirada pretendía decir: «¿Qué traes?» Extraje mis ropas, la gruesa Biblia y una talega. Le invité a que se acercara. No entendió. Que se acercara, que abriese la talega. «¿Un regalo?», supuso conmovido. Sí -quería explicarle, pero mis labios no podían emitir sonido-, es un regalo que viene de Córdoba; me lo entregó tu fiel esclavo Luis antes de mi partida y lo he vigilado como un tesoro de rey a lo largo del viaje.
Papá se inclinó, palpó el rústico saco e inmediatamente refulgieron sus ojos con la intensidad de otros tiempos. Reconocí el relámpago fugaz. Sus dedos abrieron el nudo y en seguida extrajo un escoplo; lo frotó contra su manga y lo acercó a la luz. Una sonrisa que por fin no era disculpa llenó su cara. Lo dejó cuidadosamente sobre la mesa como si fuera de cristal. Sacó una cánula, también la frotó e hizo chispear junto a la luz. Recogió, acarició el estuche de brocato y lo agitó para oír la respuesta de la llave española. Meneó la cabeza con una expresión de gratitud infinita.