Francisco también sintió alivio. Cuevas tenía habilidad para apaciguar el entorno, aunque la salud del enfermo no acusara modificación. Poco después Cuevas ordenaría la medida heroica y Francisco tendría acceso a la ferocidad de un acto quirúrgico en la Ciudad de los Reyes, a metros de la Universidad de San Marcos, en este mismo antiguo convento de Lima.

74

No olvidaré -se regodeaba el elegante marqués de Montesclaros- la pulseada que tuve con los inquisidores Verdugo y Gaitán con motivo del último Auto de Fe.

Los recursos del Tribunal y de los reos eran escasos para desplegar la pompa que tanto les gusta. Entre los reos había miserables de variada naturaleza y unos pocos valiosos; recuerdo a un médico portugués que arrestaron en la lejana Córdoba, apoyado sobre muletas y que, a pedido mío, fue enviado después de la reconciliación a trabajar en el hospital del Callao para aliviar nuestra crónica carencia de facultativos. Los inquisidores decidieron efectuar el Auto de Fe en la catedral. Me opuse y ordené que se realizara con el mismo ceremonial del inmediato anterior. Yo sabía que, al elegir la catedral, pretendían obtener por lo menos otra ganancia a cambio, esta vez a costas del pobre Lobo Guerrero. Dije: no les daré el gusto. Los inquisidores, simulando hipócritamente buena disposición, trataron de torcer mi voluntad. Propusieron, los muy viles, que si yo me sentía incómodo en la catedral, que no me molestase en concurrir… Mi mirada llena de cinabrio cerró la entrevista. Entonces llamaron a mi confesor y le exigieron que me persuadiera. ¡Son increíbles!

Claro. Los Autos de Fe implican un acontecimiento que combina miedo y diversión. El pueblo es convocado mediante pregones y las personalidades con invitaciones especiales. Pero antes de comenzar, las autoridades civiles y eclesiásticas, ¡deben ir en busca de los inquisidores! (aquí empieza la pública genuflexión que tanto aman), para después marchar en procesión hacia la plaza Mayor. Primero camina el virrey junto a los inquisidores (segunda genuflexión: significa que su poder se homologa al mío). Delante va el estandarte de la fe, llevado ¿por quién?: el fiscal del Santo Oficio (tercera genuflexión). Siguen la Audiencia, los Cabildos, la Universidad. Una vez llegados a la plaza escalamos solemnemente el tablado donde también se sigue un riguroso protocolo. El virrey y los inquisidores se sientan juntos en la grada más alta bajo un dosel, igualándose nuevamente al representante de Su Majestad con ellos (cuarta genuflexión). A los lados y delante se distribuyen las demás autoridades, con la misma secuencia que en la procesión. En las gradas inferiores los religiosos de las órdenes; es decir, muy por debajo de los inquisidores y demás funcionarios del Santo Oficio (quinta genuflexión). Enfrente del tablado oficial se sitúa a los penitentes, hasta donde llega una pasarela que ocupan los reos de uno en uno cuando se da lectura a las sentencias. En torno se distribuyen las gradas para el resto de la multitudinaria concurrencia.

Cuando me explicaron este ceremonial por primera vez y concurrí a uno de ellos en España, estaba lejos de sospechar cuántos conflictos de preferencia y etiqueta pican como ronchas a cada funcionario: se desesperan por ganar un centímetro de ventaja. Esto ocurre en Madrid, México, Lima o cualquier otra parte donde se celebre un Auto de Fe. Algunas pretensiones tocan el cielo de ridículas.

Todos mis antecesores padecieron la insolencia de los inquisidores y éstos siempre se han quejado de que los virreyes les querían socavar la autoridad. Los puntos más sensibles se reiteran en polémicas salvajes. ¿Cuáles son esos estúpidos puntos que nadie quiere ceder? Recuerdo algunos: el lugar que debe ocupar el virrey: si a la derecha, al medio o a la izquierda de los inquisidores; las almohadas que puede usar el virrey y no los inquisidores o las almohadas que los inquisidores desean homologar con el virrey… Cada una de estas idioteces se defiende con cañones. Yo mismo, advirtiendo la enorme estulticia, no puedo dejar de pelear como una fiera.

Domina la puja desorbitada. Y un horror -también desorbitado- a perder cada oportunidad, como si fuese la única o la última. Para ser ecuánime, debo reconocer que esta locura me atenaza con igual fuerza que a los inquisidores. Les aventajo sólo porque en mi alma predomina la miel sobre la hiel y el amor a la vida sobre la obsesión de la muerte. No tengo vocación de santo.

¿Quién no recuerda el desaire que les hizo a los inquisidores mi esclarecido antecesor, el conde de Villar? Ese hombre era un virrey-genio. Supongo que después de aquel desaire los funcionarios del Santo Oficio no se pudieron dormir por años sin antes rogar que su alma sea despedazada con carbones y molida con mierda en las cuevas del infierno. Días antes de aquel memorable Auto de Fe, el Santo Oficio mandó pregonar que nadie, excepto las personas principales, llevaran armas ese día (para poder diferenciarse mejor del populacho). Villar, enterado de la retorcida sutileza, decidió aprovecharla para desacreditarlos. Pretextando una latente insurrección de negros, ordenó movilización general: que los fieles concurriesen armados. Los inquisidores volaron a pedirle que se retractase y llegaron a expresar frontalmente que esta medida agraviaba al Santo Oficio. El conde de Villar no accedió, por supuesto. Los inquisidores tampoco: mandaron repetir su pregón y agregaron que ninguna persona anduviese a caballo durante la ceremonia (para diferenciarse también con esto, porque ellos irían montados). El virrey protestó, pero ahora los inquisidores se hicieron los sordos. Cuando llegó el día del Auto, ¿qué hizo el conde de Villar? Se presentó junto con su hijo a caballo, se adelantó a los inquisidores (los dejó atrás, los abandonó) y subió al tablado solo, sin aguardar su acompañamiento. Hizo algo peor aún: en lugar de ubicarse en el sitial previsto y compartirlo con los inquisidores, se sentó en un aparte. Dijo que estaba allí como representante del Papa, no como virrey. Les cambió el libreto. Los inquisidores le suplicaron que se aviniese al protocolo, que no los ofendiera públicamente. Contestó que no era su ánimo ofender, sino manifestar que los respetaba y amaba. ¡Era un genio, indudablemente! Apenas empezó el sermón ocurrió lo que ni siquiera un adivino podía imaginar: se levantó y abandonó el acto. Para que no lo castigase la Suprema de Sevilla, el conde suministró las debidas excusas: dijo que estaba enfermo, que permaneció en el acto cuanto pudo y que, a punto de perder el conocimiento, se tuvo que retirar.

Este magnífico virrey inspiró mi comportamiento en el Auto de Fe que ahora evoco. Me opuse a que lo hicieran en la catedral con la misma firmeza que él hubiera tenido, y exigí que repitiesen el ceremonial del anterior, que no les había resultado tan oneroso. Solicitaron ayuda económica, los desvergonzados. Les demostré (con artilugios) que estaba más pobre que ellos. En fin, irritados a más no poder, amenazaron con suspender el Auto. Está bien -dije-, que lo suspendan.

Avanzaba el día. La gente se había volcado a la calle. Los reos estaban listos, con sus corozas, sambenitos y cirios verdes. Se sucedían las idas y venidas de funcionarios entre mi palacio y el de la Inquisición. Conseguí doblegarlos (¡gracias, conde de Villar, que me ayudaste desde el otro mundo!). Recién al mediodía se puso en marcha la comitiva hacia el Tribunal. Antes, ya habían hecho desfilar a los reos ante las puertas del palacio para que mi mujer los pudiese ver desde la celosía de una ventana. El espectáculo no es demasiado frecuente. La ceremonia se cumplió de acuerdo a mi voluntad. Gaitán y Verdugo trituraron sus muelas. En el tablado sólo yo gocé de almohadas a los pies. Se lo tenían merecido. Fue un enérgico tirón de orejas.

Pero no les hizo gran efecto. Mis espías pudieron leer la carta tempestuosa que escribieron a la Suprema de Sevilla. Dijeron que no pudieron dilatar más la celebración del Auto de Fe porque los relajados tenían mala salud, y que se podían morir antes de la ejecución, con lo que el Auto de Fe perdía su fuerza aleccionadora. Tampoco podían romper conmigo. Escribieron que soy colérico y tenaz (¡no les pude agradecer el elogio!) y su enfrentamiento, de seguir, podía derivar en disturbio y escándalo. Dijeron que las cosas iban mal en el Virreinato por mi culpa. Que había que poner remedio urgente porque mi brazo acá es poderoso y la Suprema, aunque más poderosa que yo, estaba lejos.

75

Fray Manuel Montes -recordó Francisco- había anunciado su decisión de gestionar mi admisión a la Universidad de San Marcos. La voz monocorde y apagada no entró en detalles. Era la misma voz que en el confesionario, mediante esporádicas puñaladas, me extraía el tuétano de los pecados y lograba hacerme expresar una desesperada adhesión a la religión verdadera. El temor de no ser aceptado en San Marcos incrementaba mis esfuerzos por agradar. Pero nunca podía enterarme, por su expresión de ultratumba, si había tenido éxito. Sospeché que habló con el rector de San Marcos y el Real Tribunal del Protomedicato. Así como la Universidad se encargaba de la enseñanza, el Protomedicato era responsable del control profesional: perseguía a los charlatanes, reconocía títulos, vigilaba el funcionamiento de los hospitales.

Fray Manuel me notificó que debía presentarme a clase. Lo dijo con la misma indiferencia de siempre. Alternaría entre Lima y el Callao: seguiría los cursos en Lima y podría entrenarme en el hospital del Callao junto a mi padre; en Lima pernoctaría en el convento. Me conmovió la generosidad escondida tras su apariencia de cadáver. Sentí gratitud e imité a Martín: caí de rodillas y tomé su mano para besarla. Su piel era fría y blanduzca como la de un reptil. La retiró espantado.

– ¡No me toques! -reprochó.

– Quiero expresarle mi felicidad.

– Reza, entonces.

Se limpió en el hábito la mano que rocé.

Fui a la Universidad con excitación. Se abría un mundo deslumbrante. Existía una biblioteca grandiosa con todos los libros que conocí en Ibatín y Córdoba y muchísimos cuya existencia ni sospechaba. Por sus claustros circulaban eruditos en ciencia natural, filosofía, álgebra, dibujo, historia, teología, gramática. Flotaban los espíritus de Aristóteles, Guy de Chauliac, Tomás de Aquino, Avenzoar. Y existían remembranzas de las viejas Universidades de Bolonia, Padua y Montpellier. Referencias salpicadas unían a esta casa de estudios con las famosas escuelas médicas de Salemo, Salamanca, Córdoba, Valladolid, Alcalá de Henares y Toledo. Desde la cátedra se leían durante hora y media los textos luminosos que, de cuando en cuando, el profesor glosaba con elegancia. Algunos nombres sonaron familiares y yo me exaltaba: Plinio, Dioscórides, Galeno, Avicena, Maimónides, Abulcasis, Herófilo.


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