El señor Firmin Richard llegó aquella mañana a su despacho a las once. Su secretario, el señor Rémy, le mostró una media docena de cartas que no había abierto porque llevaban la mención de «personal». Una de las cartas atrajo en seguida la atención del señor Richard, no sólo porque lo escrito en el sobre estaba en tinta roja, sino también porque le pareció haber visto ya en alguna parte aquella letra. No tuvo que pensar demasiado: se trataba de la letra con la que habían completado tan extrañamente el pliego de condiciones.
Reconoció en seguida su aspecto tosco y casi infantil. La abrió y leyó:
Mi querido director, le pido perdón por venir a molestarle en estos momentos tan preciosos en los que decide la suerte de los mejores artistas de la ópera, en los que renueva importantes contratos y en los que concluye otros nuevos. Todo ello con una visión tan segura, una comprensión del teatro, una ciencia del público y de sus gustos, una autoridad que ha estado muy cerca de pasmar a mi vieja experiencia. Estoy al corriente de lo que acaba de hacer con la Carlotta, la Sorelli y la pequeña Jammes, como por algunas otras en las que ha adivinado admirables cualidades, talento, o genio. (Sabe usted muy bien a quién me refiero cuando escribo estas palabras. No se trata evidentemente de la Carlotta, que canta como una jeringa y que nunca debió haber abandonado los Ambassadeurs ni el café Jacquin; ni de la Sorelli, cuyo éxito se debe sólo a la carrocería; ni de la pequeña Jammes, que baila como una vaca en un prado. Y tampoco me refiero a Cristiane Daaé, cuyo genio es evidente, pero a la que deja usted con celo envidioso al margen de todo estreno importante.) En fin, es usted libre de administrar su pequeño negocio como le plazca, ¿no es cierto? De todas formas, desearía aprovechar el hecho de que aún no haya puesto a Christine Daaé de patitas en la calle para oírla esta noche en el papel de Siebel, ya que el de Margarita, después del triunfo del otro día, le está prohibido. Le ruego-también que no disponga de mi palco ni hoy ni los días siguientes, ya que no terminaré mi carta sin confesarle hasta qué punto me he visto desagradablemente sorprendido al llegar a la Ópera en estos últimos tiempos, al enterarme de que mi palco había sido alquilado en la taquilla, por órdenes de usted.
En un principio no he protestado porque soy enemigo del escándalo, después porque imaginé que sus predecesores, los señores Debienne y Poligny, que siempre se comportaron deforma encantadora conmigo, habían descuidado antes de su marcha de hablarle de mis pequeñas manías. Pero acabo de recibir la respuesta de los señores Debienne y Poligny a mi petición de explicaciones, respuesta que me prueba que están ustedes al corriente de mi pliego de condiciones y que, por consiguiente, se burlan de mí deforma ofensiva. ¡Si quieren que vivamos en paz, el camino más apropiado no es el de empezar por quitarme el palco! Con ayuda de estas pequeñas observaciones, le ruego me considere, señor director, como a su más humilde y obediente servidor.
Firmado: E de la ópera.
Esta carta iba acompañada de un extracto de la sección de correspondencia de la Revue Théatrale, en la que se leía lo siguiente:
«E de la O.: R. y M. no tienen excusa. Les hemos advertido y entregado su pliego de condiciones. Saludos».
En cuanto al señor Firmin Richard terminó de leer, la puerta del despacho se abrió y el señor Moncharmin se encaminó hacia él, llevando en la mano una carta idéntica a la que había recibido su colega. Se miraron, echándose a reír a carcajadas.
– La broma continúa -dijo el señor Richard-. ¡Pero ya no tiene gracia!
– Qué significa esto? -preguntó el señor Moncharmin-. ¿Acaso creen que porque han sido directores de la ópera vamos a concederles un palco a perpetuidad?
Pues tanto para el primero como para el segundo, la doble carta era sin duda el fruto de la colaboración bromista de sus predecesores.
– ¡No estoy de humor para dejarme tomar el pelo por mucho tiempo! -declaró Firmin Richard.
– Son inofensivos! -observó Armand Moncharmin.
– ¿Qué querrán en realidad? ¿Un palco para esta noche?
El señor Firmin Richard dio la orden a su secretario de enviar el palco número 5 del primer piso a los señores Debienne y Poligny, si no se había ya vendido.
No lo estaba. La reserva les fue inmediatamente enviada. Los señores Debienne y Poligny vivían, el primero en el final de la calle Scribe y del bulevar de los Capucines; el segundo en la calle Auber. Las dos cartas del fantasma de la Ópera habían sido echada al buzón del bulevar de los Capucines. Fue Moncharmin quien primero lo notó al mirar los sobres.
– ¡Ya lo ves! -dijo Richard.
Se encogieron de hombros y lamentaron que gentes de esta edad se divirtieran aún con juegos tan inocentes.
– ¡Por lo menos podían haber sido educados! -observó Moncharmir-. ¿Has visto cómo nos tratan acerca la Carlotta, de la Sorelli y de la pequeña Jammes?
– Mira, querido amigo, esas gentes están enfermas de envidia… Cuando pienso que han llegado incluso a pagar un espacio en la sección de correspondencia de la Revue Théâtrale… ¿Es que no tienen otra cosa que hacer?
– ¡A propósito! -añadió Moncharmin-, parecen interesarse mucho por la pequeña Christine Daaé…
– ¡Sabes tan bien como yo que esa muchacha tiene fama de prudente! -respondió Richard.
– ¡Se ha ganado tan rápidamente la fama! -replicó Moncharminr-. ¿Acaso no tengo yo fama de ser entendido en música? Pues no conozco la diferencia entre la clave de sol y la de fa.
– Tranquilízate. Nunca has tenido esa fama -declaró Richard.
En este punto, Firmin Richard dio al ujier la orden de hacer pasar a los artistas que, desde hacía dos horas, se paseaban por el gran corredor de la administración esperando que la puerta de la dirección se abriera, puerta tras la cual les esperaba la gloria, el dinero…, o el despido.
El día transcurrió entre discusiones, conversaciones, firmas o rupturas de contratos; por eso les ruego que crean que aquella noche, la del 25 de enero, nuestros dos directores, cansados por una dura jornada de iras, intrigas, recomendaciones, amenazas y manifestaciones de amor o de odio, se acostaron temprano sin tener siquiera la curiosidad de ir a echar una ojeada al palco n° 5 para saber si los señores Debienne y Poligny encontraban de su gusto el espectáculo. La ópera no se había cerrado desde la marcha de la antigua dirección, y el señor Richard había continuado con las pocas obras necesarias en curso sin interrumpir las representaciones.
A la mañana siguiente, los señores Richard y Moncharmin encontraron en su correo, por un lado, una carta de agradecimiento del fantasma, que decía así:
Mi querido Director:
Gracias. Encantadora velada. Daaé exquisita. Cuiden los coros. La Carlotta, magnífico y banal instrumento. Le escribiré pronto acerca de los 240.000 francos, exactamente 233.424 francos con 70 céntimos, teniendo en cuenta que los señores Debienne y Poligny me han hecho llegar los 6.575 francos con 30 céntimos que representan los diez primeros días de mi pensión de este año, dado que sus privilegios finalizaron el 10 por la noche.
Su servidor,
E de la O.
Y, por otro lado, una carta de los señores Debienne y Poligni:
Señores.
Les agradecemos su amable atención, pero comprenderán fácilmente que
la perspectiva de volver a oír Fausto, por muy agradable que sea para los antiguos directores de la ópera, no puede hacernos olvidar que no tenemos ningún derecho a ocupar el palco n° 5 del primer piso, que pertenece exclusivamente a aquel del que tuvimos ocasión de hablarle al releer con ustedes, por última vez, el pliego de condiciones, último párrafo del artículo 63.