Los desventurados, que fueron aniquilados durante la Comuna en los sótanos de la ópera, no están enterrados por ese lado; yo diré dónde pueden encontrarse sus esqueletos, no muy lejos de la inmensa cripta en la que habían acumulado, durante el asedio, todo tipo de provisiones. Me puse sobre este rastro precisamente buscando los restos del fantasma de la ópera, al que hubiera encontrado de no ser por la inaudita casualidad del enterramiento de las voces vivas.
Pero volveremos a hablar de este cadáver y de lo que conviene viene hacer con él; ahora me interesa terminar este prólogo, muy necesario, agradeciendo las comparsas excesivamente modestas que, como el comisario de policía Mifroid (en otro tiempo llamado para las primeras investigaciones después de la desaparición de Christine Daaé, como también el antiguo secretario señor Rémy, el antiguo administrador señor Mercier, el antiguo profesor de canto señor Gabriel y, más especialmente, la señora baronesa de Castelot-Barbezac, que fue en otro tiempo «la pequeña Meg» (de lo que no se avergüenza), la estrella más encantadora de nuestro admirable cuerpo de ballet, la hija mayor de la honorable señora Giry -antigua acomodadora, ya fallecida, del palco del fantasma-, me fueron de gran utilidad, y gracias a los cuales voy a poder revivir, junto con el lector, hasta en sus mínimos detalles, estas horas de puro amor y de espanto. [3]
I ¿ES EL FANTASMA?
Aquella noche en la que los señores Debienne y Poligny, directores dimisionarios de la ópera, daban su última sesión de gala con ocasión de su marcha, el camerino de la Sorelli, una de las primeras figuras de la danza, se vio súbitamente invadido por media docena de damiselas del cuerpo de baile que subían de escena después de haber «danzado» el Poliuto. Se precipitaron al camerino con gran confusión, las unas haciendo oír risas excesivas y poco naturales, y las otras gritos de terror.
La Sorelli, que deseaba estar sola un instante para el discurso que debía pronunciar después, en el foyer, ante los señores Debienne y Poligny, había visto con malhumor lanzarse tras ella a todo este grupo alocado. Se volvió hacia sus compañeras y se inquietó al comprobar una emoción tan tumultuosa. Fue la pequeña Jammes -la nariz preferida de Grévin, con sus ojos de nomeolvides, sus mejillas de rosa, su cuello de lirio- quien explicó en tres palabras, con una voz temblorosa que la angustia ahogaba:
– ¡Es el fantasma!
Y cerró la puerta con llave. El camerino de la Sorelli era de una elegancia oficial y banal. Una psique [4], un diván, un tocador y unos armarios formaban el necesario mobiliario. Algunos grabados en las paredes, recuerdos de la madre, que había conocido los bellos días de la antigua ópera de la calle Le Peletier. Retratos de Vestris, Gardel, Dupont, Bigottini. Aquel camerino parecía un palacio a las chiquillas del cuerpo de baile, que ocupaban las habitaciones comunes donde pasaban el tiempo cantando, peleándose, pegando a los peluqueros y a las vestidoras, y bebiendo vasitos de casis ó de cerveza, ó incluso de ron, hasta el toque de campana del avisador.
La Sorelli era muy supersticiosa. Al oír hablar del fantasma a la pequeña Jammes, se estremeció y dijo:
– ¡Qué tonta eres!
Como era la primera en creer en los fantasmas en general y en el de la ópera en particular, quiso ser informada inmediatamente.
– ¿Lo has visto? -preguntó.
– Como la veo a usted -replicó gimiendo la pequeña Jammes, quien, sin poder aguantarse sobre sus piernas, se dejó caer en una silla.
De inmediato, la pequeña Giry -ojos de ciruela, cabellos de tinta, tez color bistre, su pobre piel recubriendo apenas sus huesecitos, añadió:
– Sí, es él, y es muy feo.
– ¡Oh, sí! -exclamó el coro de bailarinas.
Y se pusieron a hablar todas a la vez. El fantasma se les había aparecido bajó el aspecto de un señor de frac negro que se había alzado de repente ante ellas, en el pasillo, sin que pudiera saberse de dónde venía. Su aparición había sido tan súbita que podía creerse que salía del muro.
– ¡Bah! -dijo una de ellas que más ó menos había conservado la sangre fría-, vosotras veis fantasmas por todas partes.
La verdad es que, desde hacía algunos meses, no había otro tema en la ópera que el del fantasma de frac negro que se paseaba como una sombra de arriba a abajo del edificio, que no dirigía la palabra a nadie, a quien nadie osaba hablar y que, además, se desvanecía nada más ser visto, sin que pudiera saberse por dónde ni cómo. No hacía ruido al andar, como corresponde a un verdadero fantasma. Habían comenzado por reírse y burlarse de aquel aparecido vestido como un hombre de mundo o como un enterrador, pero la leyenda del fantasma en seguida había tomado proporciones colosales en el cuerpo de baile. Todas pretendían haber tropezado más ó menos veces con este ser sobrenatural y haber sido víctima de sus maleficios. Y las que reían más fuerte no eran ni mucho menos las que estaban más tranquilas. Cuando no se dejaba ver, señalaba su presencia ó su pasó acontecimientos chistosos ó funestos de los que la superstición casi general le hacía responsable. ¿Había que lamentar un accidente? ¿Una compañera había gastado una broma a una de las señoritas del cuerpo de baile? ¿Una cajita de polvos faciales se había perdido? ¡Todo era culpa del fantasma, del fantasma de la ópera!
En realidad, ¿quién lo había visto? La ópera está llena de fracs negros que no son de fantasmas… Pero éste tenía una particularidad que no todos los fracs tienen. Vestía a un esqueleto.
Al menos, así lo decían aquellas señoritas.
Y, naturalmente, tenía una calavera.
¿Era serió todo aquello? Lo cierto es que la imagen del esqueleto había nacido de la descripción que había hecho del fantasma Joseph Buquet, jefe de los tramoyistas, que decía haberlo visto. Había chocado, no podemos decir que «había dado de narices», ya que el fantasma no las tenía, con el misterioso personaje en la escalerilla que, cerca de la rampa, llevaba directamente a los «sótanos». Había tenido tiempo de contemplarlo sólo un segundo, ya que el fantasma había huido, pero conservaba un recuerdo imborrable de esa visión.
Y he aquí lo que Joseph Buquet dijo del fantasma a quien quiso oírle:
«Es de una delgadez extrema y sus vestiduras negras flotan sobre una armazón esquelética. Sus ojos son tan profundos que no se distinguen bien las pupilas inmóviles. En resumen, no se ven más que dos grandes huecos negros como en los cráneos de los muertos. Su piel, que está tensa sobre los huesos como una piel de tambor, no es blanca sino desagradablemente amarilla. Tiene tan poca nariz que es invisible de perfil, y la ausencia de nariz es algo terrible de ver. Tres ó cuatro largas mechas oscuras le caen sobre la frente que, por detrás de las orejas, hacen de cabellera.»
En vano Joseph Buquet había perseguido a esta aparición. Se esfumó como por arte de magia y él no pudo encontrar su rastro.
El jefe de los tramoyistas era un hombre serió, ordenado, de imaginación lenta, y en aquel momento se encontraba sobrio. Sus palabras fueron escuchadas con estupor e interés, y en seguida hubo gente explicando que también ellos se habían encontrado a un frac con una calavera.
Las personas sensatas que no hicieron caso de esta historia afirmaron, al principio, que Joseph Buquet había sido víctima de la broma de alguno de sus subordinados. Pero después, se produjeron, uno detrás de otro, incidentes tan extraños y tan inexplicables que hasta los. más incrédulos comenzaron a preocuparse.
Sabido es que un teniente de bomberos es, desde luego, valiente. No teme a nada, y menos aún al fuego.
Pues bien, el teniente de bomberos en cuestión [5], que había ido a dar una vuelta de vigilancia por los sótanos y se había aventurado, parece ser, un poco más lejos que de costumbre, había aparecido de repente en el escenario, pálido, asustado, tembloroso, con los ojos fuera de las órbitas, y casi se había desvanecido en los brazos de la noble madre de la pequeña Jammes. ¿Y por qué? Porque había visto avanzar hacia él, ¡a la altura de su mirada, pero sin cuerpo, a una cabeza de fuego! Y lo repito, un teniente de bomberos no teme al fuego.
[3] Sería un ingrato si no agradeciera igualmente, en el umbral de esta espantosa y verídica historia, a la dirección actual de la Opera, que tan amablemente se ha prestado a todas mis investigaciones, y en particular al señor Messager; también al simpatiquísimo administrador, señor Gabion, y al amabilísimo arquitecto encargado de la conservación del monumento, que no dudó en prestarme los planos de Charles Garnier, pese a estar casi seguro de que no se los devolvería. Finalmente, me queda el reconocimiento público a la generosidad de mi amigo y antiguo colaborador, señor J. L. Croze, que me permitió consultar su admirable biblioteca teatral, y tomar prestadas ediciones únicas a las que él tenía en mucha estima. [Esta nota, como todas con asterisco de la obra, es del autor.