Además, quizá Philippe no hubiera llevado a su hermano a los bastidores de la Academia Nacional de música si éste no hubiera sido el primero en pedírselo en varias ocasiones, con una dulce obstinación de la que el conde debía acordarse más tarde.
Philippe, después de haber aplaudido aquella noche a la Daaé, se había vuelto hacia Raoul y lo había visto tan pálido que se había asustado.
– ¿No ve usted que esta mujer se encuentra mal? -había dicho Raoul.
En efecto, en el escenario tuvieron que sostener a Christine Daaé.
– Eres tú el que va a desmayarse… -dijo el conde inclinándose hacia Raoul-. ¿Qué te pasa?
Pero Raoul ya se había puesto en pie.
– Vamos -dijo con voz temblorosa.
– ¿Adónde quieres ir, Raoul? -preguntó el conde, asombrado del estado en que se encontraba su hermano menor.
– ¡Vayamos a ver qué pasa! ¡Es la primera vez que canta así!
El conde observó con curiosidad a su hermano y una ligera sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios.
– ¡Bah! -y añadió enseguida-: ¡Vamos, vamos!
Parecía estar encantado.
En seguida se encontraron en la entrada de los abonados, que estaba abarrotada. A la espera de poder entrar en el escenario, Raoul desgarraba sus guantes con un gesto inconsciente. Philippe, que era comprensivo, no se burló de su impaciencia. Pero ya estaba resignado. Ahora sabía por qué Raoul estaba distraído cuando le hablaba y también por qué parecía sentir un vivo placer encauzando todas las conversaciones hacia la Opera.
Penetraron en el escenario.
Una masa de fracs se dirigía apresuradamente hacia el foyer de la danza o hacia los camerinos de los artistas. A los gritos de tramoyistas se mezclaban las alocuciones vehementes de los jefes de servicio. Los figurantes del último cuadro que abandonan el escenario, los «viejos verdes» que empujan, un bastidor que pasa, un decorado que baja del telar, un practicable [10] que sujetan a martillazos, el eterno «sitio del teatro» que resuena en los oídos como la amenaza de alguna catástrofe nueva para vuestra chistera o de una sólida carga contra vuestros riñones: tal es el acontecimiento habitual de los entreactos y que nunca deja de turbar a un novato como el joven del bigotito rubio, de ojos azules y tez de niña que atravesaba, todo lo rápido que la aglomeración se lo permitía, el escenario en el que Christine Daaé acababa de triunfar y bajo el que Joseph Buquet acababa de morir.
La confusión no había sido nunca tan completa como en esta noche, pero Raoul no había sido nunca menos tímido. Apartaba con el hombro vigoroso todos los obstáculos, sin ocuparse de lo que se decía a su alrededor, sin intentar atender a las palabras asustadas de los tramoyistas. Tan sólo le preocupaba el deseo de ver a aquélla cuya voz mágica le había arrancado el corazón. Sí, sentía claramente que su pobre corazón aún nuevo ya no le pertenecía. Había intentado defenderlo desde el día en que Christine, a la que conocía de pequeña, había reaparecido ante él. Sintió en su presencia una emoción muy dulce a la que quiso rechazar mediante la reflexión, ya que se había hecho el juramento, tanto sé respetaba a sí mismo y a su fe, de que no amaría más que a la que fuera su mujer, y ni por un momento podía imaginar en casarse con una cantante. Pero he aquí que a la dulce emoción había seguido una sensación atroz. ¿Sensación? ¿Sentimiento? Había en ello algo físico y algo moral. El pecho le dolía como si se lo hubieran abierto para arrancarle el corazón. ¡Sentía allí un hueco horrible, un vacío real que jamás podría ser rellenado más que por el corazón de ella! Estos son acontecimientos de una psicología particular que, parece ser, no pueden ser comprendidos más que por los que han sido heridos, en el amor, por un golpe extraño, llamado en el lenguaje común, «un flechazo».
El conde Philippe tenía dificultad en seguirlo. Y continuaba sonriendo.
Al fondo del escenario, pasada la puerta doble que se abre a los escalones que conducen al foyer y a los que conducen a los palcos de la izquierda de la planta baja, Raoul hubo de detenerse ante la pequeña tropa de «ratas» que, recién bajadas de su granero, obstruían el pasillo por el que pretendía introducirse. Más de un comentario burlón fue pronunciado por pequeños labios pintados, a los que él no respondió. Por fin consiguió pasar y se sumergió en la oscuridad de un corredor invadido por el estruendo de las exclamaciones que proferían los admiradores entusiastas. Un nombre ahogaba todos los rumores: ¡Daaé, Daaé! El conde, detrás de Raoul, se decía: «El muy bribón sabe el camino», y se preguntaba cómo lo había aprendido. Él nunca lo había llevado al camerino de Christine. Había que suponer por lo tanto que éste había ido solo mientras el conde se quedaba charlando en el foyer con la Sorelli, ya que a menudo ella le rogaba que permaneciera a su lado hasta el momento de salir a escena, y quien a veces tenía la manía tiránica de dejarle al cuidado de las pequeñas polainas con que bajaba de su camerino y con las que garantizaba el lustre de sus zapatillas de raso y la limpieza de la maillot color carne. La Sorelli tenía una excusa: había perdido a su madre.
El conde. retrasando la visita que debía hacer a la Sorelli, seguía pues la galería que conducía al camerino de la Daaé y comprobaba que aquel corredor nunca había sido tan frecuentado como aquella noche en la que todo el teatro parecía trastornado por el éxito de la artista, y también por su desvanecimiento. Pues la hermosa niña aún no se había recuperado y habían ido a buscar al médico del teatro, que llegó entretanto empujando a los grupos de gente y seguido por Raoul, que le pisaba los talones.
De este modo, el médico y el enamorado se encontraron al mismo tiempo al lado de Christine, que recibió del uno los primeros cuidados y abrió los ojos en brazos del otro. El conde se había quedado, con otros muchos, en el umbral de la puerta, ante la cual se ahogaba.
– ¿No cree, doctor, que estos señores deberían «desalojar» el camerino? -preguntó Raoul con audacia increíble-. No se puede respirar aquí dentro.
– Tiene usted toda la razón -afirmó el doctor, y despachó a todos, excepción hecha de Raoul y de la doncella.
Esta contemplaba a Raoul con los ojos agrandados por el más sincero de los asombros. Jamás lo había visto.
Sin embargo, no se atrevió a interrogarlo.
Y el doctor pensó que si el joven actuaba así era, evidentemente, porque tenía derecho a hacerlo. De tal forma que el vizconde permaneció en el camerino presenciando cómo la Daaé volvía a la vida, mientras los dos directores, Debienne y Poligny, que habían acudido para expresar su admiración a su pupila, se veían rechazados al pasillo, con sus trajes oscuros. El conde de Chagny, echado al corredor como los demás, se reía a carcajadas.
– ¡Ah, el muy bribón! ¡El muy bribón!
Y añadía para sí: «Para que te fíes de esos jovenzuelos que adoptan aires de niñitas».
Estaba radiante.
– Es un Chagny -concluyó, y se encaminó al camerino de la Sorelli; pero ésta bajaba hacia el foyer con su pequeño rebaño que temblaba de miedo, y el conde la encontró en el camino, como ya se ha dicho.
En el camerino, Christine Daaé había dejado escapar un profundo suspiro al cual respondió un gemido. Volvió la cabeza, vio a Raoul y se estremeció. Miró al doctor, al que sonrió, después a su
criada y por último a Raoul.
– ¡Señor! -preguntó a este último con una voz que era tan sólo un suspiro-. ¿Quién es usted?
– Señorita -respondió el joven, al tiempo que se arrodillaba y depositaba un ardiente beso en la mano de la diva-, señorita, soy el niño que fue a recoger su chal del mar.
Christine volvió a mirar al doctor y a la doncella, y los tres se echaron a reír. Raoul se levantó muy sonrojado.
– Señorita, ya que le place no reconocerme, quisiera decirle algo en privado, algo muy importante.