Calló por un instante y, de repente, comenzó a deslizar su diestra sobre mi rostro en una caricia suave y tierna.
– En esta vida todos cometemos equivocaciones. Y no sólo caemos en el error. También hacemos el mal a sabiendas de que lo es. Pecamos. No te sorprendas por ello porque, a fin de cuentas, forma parte de nuestra naturaleza. Pero también debes saber que siempre existe una posibilidad de perdón para el que ansía enderezar sus caminos. Sólo cuando se desaprovecha esa oportunidad, sólo entonces es cuando estamos verdaderamente perdidos.
– Como le pasa al Regissimus… -pensé en voz alta.
– Sí. Eso es lo que está a punto de sucederle y eso es lo que no debe sucederte nunca a ti.
– No me sucederá nunca -afirmé abrumado por una inesperada sensación de responsabilidad.
– Prométemelo, hijo.
– Te lo prometo -respondí.
Mi madre sonrió con ternura al mismo tiempo que se le llenaban los ojosde lágrimas. No estaba apenada. No. En absoluto. Creo más bien que se sentía dichosa, feliz, incluso satisfecha.
Cuando recuerdo ahora aquella tarde, siento un dolor suave, como el que se experimenta en algunas cicatrices pequeñas cuando se acerca el frío tiempo de las lluvias. Pienso que mi existencia no estaba entonces exenta de peligros -acababa de salvarme de la muerte por una distancia no mayor que el ancho de un cabello- pero yo la vivía sin preocupación alguna, si» ansiedad posible, sin la menor angustia. Todo era enormemente sencillo y natural, como lo es la elaboración del pan o la siega o el pasear a la sombra de los árboles. Entonces no podía saberlo -ni siquiera sospecharlo- pero el final de esa época.e acercaba a pasos agigantados. Nunca volvería a tener oportunidad de hablar tanto tiempo con mi madre ni nunca vería de n nievo al Regissimus. Esa misma noche desembarcó en Britannia el que iba a sucederlo en el poder.
SEGUNDA PARTE BARBARI
Patines operum exiguoque adsueta iuventus… sí tenía razón Virgilio, el maestro al que no me encontraré en el cielo. Lo ideal es que la juventud esté entrenada para soportar trabajos y que se satisfaga con poco. Por supuesto, cuando uno es joven semejante perspectiva no resulto agradable. Incluso puede ocasionar sufrimientos, sinsabores y amarguras. Sin embargo, ese camino, por muy angosto que resulte, es el mejor. Cuando en los primeros años uno se ha acostumbrado a bregar con las dificultades de la vida y a conformarse con lo que trae en su imparable fluir, la existencia acaba resultando mucho más fácil y, sobre todo, más fecunda. De repente, de manera casi inadvertida, se descubre que (podemos salir adelante y que también aguantamos las vueltas más ingratas de la Rueda de la Fortuna. Pero ¡ay de aquellos jóvenes a los que dio todo y se libró de todo tipo de contratiempos! Cuando tengan que comenzar a vivir la vida real, tan sólo encontrarán motivos de doler y de resentimiento, un dolor y un resentimiento que se irán haciendo rada vez peores, porque es imposible que en nuestro paso por la tierra no nos veamos enfrentados con la dificultad y porque debemos estar siempre preparados para hacer ese camino con escaso equipaje ya que ni siquiera ése podremos llevarnos cuando llegue el momento de comparecer ante el Creador.
I
La noche en que mi madre y yo llegamos de regreso a nuestra aldea, la misma noche en que pusimos a descansar nuestros exhaustos miembros en una de las humildes dependencias de la iglesia del apóstol Pedro, desembarcó en Britannia Aurelius Ambrosius, el hijo del Regissimus asesinado por Vortegirn. La reacción que provocó su llegada fue inmediata.
Sucede en ocasiones que los que detentan el poder -y para mantenerse en el mismo han recurrido una y otra vez a la mentira- olvidan cuál es la realidad. Hubo una época, ciertamente, en la que todavía podían distinguir entre lo que era cierto y las falsedades que ellos propalaban. Ahí precisamente residía su fuerza, en que eran capaces de ocultar lo que de verdad acontecía y además deformar la realidad a su gusto. Sin embargo, con el uso continuo de la mendacidad repetida y de siervos embusteros, estos gobernantes se convierten en una especie de seres de los que el gran apóstol dijo que «engañaban a los demás y se engañaban a sí mismos». Cuando llega ese momento, su capacidad para saber dónde acaba la verdad y comienza la mentira seembota e incluso llega a desaparecer. Eso era lo que le pasaba a Vortegirn. En algún momento -estoy convencido de ello- tuvo que saber que su unión con una mujer pagana le.apartaba todavía más de las enseñanzas morales que había recibido. Entonces comenzó a rodearse de consejeros que le decían lo que deseaba escuchar. Era gente como Maximus o Roderick que se presentaban como cristianos, que incluso enseñaban en calidad de tales, pero que, en realidad, eran herejes más que dispuestos a mezclar la leche pura del Evangelio con las peores inmundicias del paganismo. Sin el menor titubeo, aquellas gentes habían seguido consagrando la Eucaristía a la vez que se abrían a aceptar los principios tenebrosos de la mujer pagana del Regissimus. Así, mientras intentaban convertirse en maestros únicos, aprendían también las denominadas artes ocultas.
El resultado de estas mezclas siempre es el mismo. De la misma manera que un poco de estiércol arrojado en un tazón de leche sólo sirve para estropear por completo la comida, aquellas ideas perversas tomadas de los sajones sólo tuvieron como consecuencia la corrupción del cristianismo. Sacrificar niños era una manifestación repugnante de su comportamiento, pero, ni de lejos, fue la única.
¿Y qué habían pensado los britanni, los pobres y sometidos britanni, de todo aquello? Estoy convencido de que la inmensa mayoría estaba en contra. Por supuesto, callaban ya que nadie desea que su vida se acabe antes de lo debido, pero su opinión de aquellos personajes era pésima. Y entonces se produjo una curiosa experiencia. Vortegirn -y sus perversos consejeros- llegó a la conclusión de que actuaba bien y de que, por añadidura, así lo veía también el pueblo. ¿A fin de cuentas no les estaba dando una guía que aunaba, supuestamente, la fe de Cristo con el impulso de los barbari? ¿Por qué rechazar esa alianza? ¿No era su obligación gobernar para ambas clases de súbditos?
Naturalmente, eso era lo que él creía -o quería creer- porque la realidad era muy diferente. Los britanni ansiaban que todo aquello terminara y sentían una profunda repugnancia por todos aquellos comportamientos. De hecho, no puede causar ninguna sorpresa que cuando Aurelius Ambrosius desembarcó todo aquello quedara de manifiesto.
Durante años, los cristianos que no aceptaban a gente como Roderick Maximus, a la vez que guardaban silencio, se habían mantenido casi ocultos. Sospecho que quizá ésa era la razón por la que nos toleraban. Un grupo de mujeres acogido en las dependencias de una iglesia diminuta como la del apóstol Pedro era el ideal de Vortegirn. Siempre podía decir que no perseguía a los verdaderos creyentes y, a la vez, colocarlos entre la espada y la pared. Pero ahora alguien había difundido la noticia de que un niño le había profetizado su inmediato final y en unas horas Aurelius Ambrosius había aparecido. En apenas unos días, milites salidos de los lugares más insólitos reconocieron al recién llegado como Regissimus y comenzó la revuelta, una revuelta que sorprendió a Vortegirn. Sin embargo, en aquel entonces, nada más regresar del castra de Regissimus, ignorábamos todo lo que estaba a punto de suceder y, aunque lo hubiéramos sabido, en cualquier caso, mis preocupaciones eran por aquel entonces muy diferentes.
Cuando llegamos a la iglesia del apóstol Pedro, nos encontramos a todos los miembros de la aldea congregados en su interior. No se trataba, desde luego, de una reunión habitual. El presbítero no hablaba en latín, sino en la lengua de los britanni, y me pareció que lo hacía en un tono preocupado, abatido incluso. Me hubiera gustado saber a qué se estaba refiriendo, pero una de las mujeres presentes captó nuestra llegada, dio un grito y aquello significó el final de la reunión. Como si fueran animales de corral a los que se arroja comida, se dirigieron cloqueando hacia nosotros.